En
una de las últimas obras que escribió Nietzsche, El ocaso de los
ídolos, disertaba el filósofo sobre la necesidad de crear un
espacio para la duda y la crítica, poniendo en jaque los
planteamientos dogmáticos de otros pensadores, así como algunas
ideologías y sistemas políticos que habían nacido en los últimos
tiempos. Nietzsche nos incitaba a sujetarnos al desafío personal de
aprender a ver, a pensar y a hablar y escribir,
con el objetivo de alcanzar una cultura distinguida (vornehme)
en la que nuestros ojos examinen el mundo con una mirada más
profunda y pausada.
Como
buena parte de los temas que intento sintetizar en este espacio, la
presente reflexión procede de otro chisporroteo aparentemente
insignificante que se origina en una situación puntual de mi día a
día. Concretamente, la compañera de trabajo que se sitúa justo a
la derecha de mi mesa, declara rebosante de convicción que adora las
funciones de atención al público y que, como funcionaria, se siente
orgullosa de poderle brindar ese servicio al ciudadano que le paga el
sueldo con sus impuestos. Yo, que encabezo la primera mesa de una
oficina que cada vez recibe más gente, asimilo el comentario con una
sorpresa ostensible, puesto que mi compañera, a pesar de ocupar el
mismo puesto que yo, con idénticas competencias, se resguarda del
ojo inquisidor de nuestros visitantes tras una preciosa mampara de
cristal esmerilado y, en la práctica, soy yo quien despacha el 90%
de las audiencias.
¿Fue
el rimbombante comentario de mi compañera una muestra ejemplar de
caradurismo desvergonzado? Estoy casi seguro de que no. Dentro de la
visión exageradamente sesgada que tiene esta señora de ella misma,
lo más probable es que se vea en la piel de una persona capacitada
para el ejercicio de estas funciones, dominando las técnicas
específicas para este tipo de trato y con las habilidades necesarias
para afrontarlo. Pero la realidad es que su trayectoria curricular
dentro de la Administración dejan sobre la mesa múltiples traslados
de departamento por confrontaciones de diversa naturaleza,
historiales de escasa empatía en las relaciones con el público,
varios expedientes disciplinarios y un rastro desordenado de hojas de
reclamaciones apergaminadas y sucias. No sólo es una persona que se
desconoce a sí misma, sino que suspende de manera estrepitosa los
dos primeros puntos del desafío analítico de Nietzsche: aprender a
ver y a pensar.
Pero
este defecto no es una particularidad exclusiva de esta señora.
Todos tenemos algún tipo de sesgo que nubla nuestra forma de
percibir las cosas, y es precisamente este punto el que utilizaremos
hoy como barra fija para hacer un poco de gimnasia introspectiva.
Escribía Sartre en “La náusea” que “los que viven en
sociedad han aprendido a verse en los espejos tal como los ven sus
amigos”. En la mayor parte de los casos, es la propia
perspectiva la voz que permite un juicio. En mi caso, obtengo
contradicciones escandalosas según el escenario al que me suba.
Mientras en determinados círculos se me tachaba de tener
comportamientos antisociales, en otros se sorprenden por la facilidad
con la que entablo mis relaciones. Probablemente el vornehme
exacto nazca de la aleación de una suma de reputaciones,
porque conozco los ingredientes para hacer que las conexiones
personales sean favorables, pero en muchos casos elijo aplicarlos
solamente en determinados contextos.
Y
es que existe una contaminación bilateral entre el mundo exterior y
nuestra propia psicología. Los espejos devuelven la imagen que
nosotros creemos según la etiqueta que obtengamos de nuestro
entorno, y a su vez, la realidad se somete a nuestras intervenciones
de acuerdo al personaje que hayamos forjado. En este carril de doble
sentido entre las condiciones materiales de nuestra existencia y la
forma de actuar según nuestras ideas, es donde más tendemos a
producir deformaciones del mundo real y, por esta razón, es el lugar
en el que debemos ser más cautos. Inconscientemente, nos
subordinamos a las demandas de la sociedad mientras nos
autoconvencemos en creer que ahí fuera existe un mundo creado para
nosotros, en el que encontraremos nuestro sitio si cumplimos con los
requisitos que nos imponga. Por eso, la pedagogía de saber mirar no
es sólo importante para trazar el mapa de las complejas galerías de
nuestro espíritu, sino también es un utensilio fundamental para
poder manejarnos con solvencia en una época caracterizada por la
epidemia de las llamadas noticias falsas, los vertederos
digitales y el exceso de información.
Cualquier
periódico de hoy en día incluye artículos de la siguiente índole:
45 errores al reciclar, 30 errores comunes al aparcar el coche, 27
errores comunes al maquillarse las cejas, cómo usar correctamente el
hilo dental, cómo usar el abrelatas, cuál es la forma correcta de
comer una piña, cómo gustar a X, cómo hacer Y, cómo actuar con Z.
Tal persona se mantiene activa a sus 95 años, no sé quién hace 50
kilómetros todos los días para ir a la escuela, los jóvenes ya no
quieren casas ni coches en propiedad, Marie Kondo nos recomienda
tener como máximo 30 libros en casa y un artículo en una conocida
revista cultural nos catequiza sobre los beneficios de salir de
nuestra zona de confort. Todas estas instrucciones y consejos
desgañitados hasta la afonía en pleno ocaso del orden liberal, el
valeroso garante de nuestras iniciativas individuales y escolta de
los principios del libre albedrío, la libertad de la información y
la libertad de expresión.
Paradójicamente,
y pese a la machaconería liberal porque escuchemos a nuestro yo
interior y encontremos nuestro camino en medio de este
gigantesco océano de libertades, el mundo sigue tendiendo a
patologizar lo diferente y a amonestar a todo aquel que no sepa
asimilar los imperativos dictados. Aprender a mirar y
conocerse puede ser doloroso para aquellos que no soportan evadirse
del calor del rebaño. Yuval Noah Harari, en un capítulo de su libro
“Sapiens”, sacaba una conclusión deprimente sobre las
expectativas de felicidad en nuestra sociedad. Exponía que la
felicidad probablemente consista en una simple sincronización de las
ilusiones personales con las ilusiones colectivas dominantes, de modo
que alcanzamos nuestro bienestar subjetivo cuando nuestras
expectativas se acompasan a los ideales de los demás. De esta
manera, se crea una auténtica industria publicitaria en torno al
significado de felicidad, tan manipulable como perversos sean los
intereses de quienes la administren. No es raro por tanto, que sean
las élites de poder quienes nos seduzcan hacia la forma de
patentarla: en un mundo de condiciones cada vez más volátiles,
colmado de empleos inestables, relaciones frágiles y un sinfín de
arenas movedizas, los medios de comunicación, siempre en manos de
los poderosos, dulcifican estas negatividades con filosofías de bajo
costo, advirtiéndonos de lo nocivo de la estabilidad y la
permanencia de un mismo estado para hostigarnos con la consigna de
“salir de la zona de confort”. Precisamente, esta liquidez
frenética en nuestras condiciones materiales, es lo que hace que hoy
en día, no haya reto más satisfactorio y complejo que anclar al
pavimento nuestro tembloroso castillo de naipes.
Por
esta razón y otras tantas, es normal que una japonesa procedente de
una cultura donde es habitual vivir en apartamentos de 25 metros
cuadrados, nos bombardee con la utilidad de tener un hogar pulcro y
ordenado, que sea la cultura empresarial la que promueva la obsesión
por el trabajo y la figura cool
del workaholic
atado al portátil y a los vasos desechables del café para llevar,
que la causa de nuestro fracaso en la sociedad del eslogan del “nada
es imposible” siempre
seamos nosotros mismos, por no haber puesto toda la carne en el
asador al igual que ese chico etíope que recorre todos los días 50
kilómetros para ir a la escuela. Necesitamos por tanto, algún tipo
de disciplina educativa para aprender a interpretar esta
superabundancia de datos e impulsos, separar la información correcta
y volver a alzarnos como fuente de autoridad de nuestras propias
vidas. Aprender
a ver,
a pensar
y a hablar
y escribir
es
adiestrar
nuestros ojos para una contemplación profunda de las cosas y evitar
distorsiones en ese carril de doble sentido entre la realidad y
nuestras concepciones internas.
Hemos
dejado de poner filtros a los juicios de las personas de nuestro
entorno y a los diluvios de información. Vagamos a tientas por una
espesura de intuiciones borrosas y, en lugar de que este maremágnum
incesante nos amplíe perspectivas, nos ha condenado a una estrecha
visión en túnel de la articulación de las cosas, con un sentido
cada vez menos crítico de nosotros mismos. En los foros digitales se
han potenciado los fanatismos y la endogamia, porque todo el mundo se
tapa los oídos cuando alguien empieza a verbalizar lo que no quiere
oír y tiene un botón para silenciar el fastidio de lo antagónico.
La pertenencia a identidades distintivas, más que crear cohesión,
se atomiza en centenares de subgrupos en un absoluto caos. Consumimos
un contenido descomunal compuesto de imágenes vacías de contexto en
la era de la inmediatez y del rendimiento económico a cualquier
precio (¿cuántas veces te preguntaron si lo que querías estudiar
tenía salidas en lugar de si te gustaba?). Necesitamos con urgencia
aferrarnos al desafío personal de las tareas de Nietzsche, para
circular sin peligro de estrellarnos por esta anárquica autopista de
doble sentido. Necesitamos, hoy más que nunca, la facultad de la
atención profunda en lo que somos y lo que vemos.
Esta
entrada es quizá, una de las menos personales que he escrito, pero
creo que por primera vez hago un intento persuasivo por inducir
vivamente al lector a que tome una determinada actitud. Si has
llegado a este blog, probablemente nos una algún tipo de conexión
lo bastante personal como para considerarte un amigo, bien porque
nuestra confianza cristalizó en que te cediera su dirección, o bien
porque lo encontraste por casualidad y, al leer algunos párrafos, te
identificaste de alguna manera con lo que se escribía aquí. Por
eso, el propósito final que me gustaría que aguijoneara tu
pensamiento al terminar de leer este texto, es que mantengas una
alerta constante con toda amalgama de información que recibas, ya no
sólo la que provenga de los medios de comunicación o la propaganda
neoliberal, sino que cuestiones hasta los juicios de valor que tu
propio círculo ejerza sobre ti, las etiquetas que te impongan y en
qué grado algunas influencias han condicionado la gestación de tus
defectos. Que sepas que incluso tu manera de verte en el espejo está
subordinada por los testimonios de un todo. Que aceptes el reto de
aprender a ver, a pensar y a hablar y escribir,
con el objetivo de alcanzar esa óptica distinguida.
Querido
amigo, si decides subirte a este barco, me gustaría que te
desprendieras de cualquier miedo a abandonar el calor del rebaño y
tuvieses la disposición perpetua de cuestionármelo todo. No dejemos
que nos invadan los decálogos de la psicología popular, demos
oportunidad a lo contrapuesto para no caer en el narcisismo de
engordarnos exclusivamente de lo propio y creemos ese espacio crítico
para la duda. Me gustaría alcanzar la excelencia de esa mirada
serena para las cosas, pero si vamos a atravesar juntos esa autopista
de doble sentido, también quisiera que mis acompañantes
desarrollasen esa destreza. No sólo por la tranquilidad de tener a
alguien al lado con un discernimiento diáfano que pueda tomar los
mandos cuando necesite descansar, sino porque nada me llena más de
orgullo que poder contar simultáneamente con los que se dejan
enseñar y con los que no paro de aprender.

Es magnífica esta entrada. Quizá estás palabras nos hagan ver y pensar para conocernos mejor, saber dónde queremos llegar y no convertirnos en la compañera de la mampara. De las mejores entradas del blog. Mi felicitación
ResponderEliminarincreible blog, sus hermosas palabras nos dejan mudos.
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