24 feb 2019

Viaje a Corea del Sur y Okinawa (IV)



La última entrega de este viaje corresponde a Busan y a un segundo itinerario por Seúl. Busan es una ciudad costera al sur de Corea del Sur (qué graciosa redundancia), y la segunda metrópolis más grande del país después de su capital. Tengo muchos planes para hacer allí, así que salgo temprano de mi pensión en Gyeongju (sin oportunidad para despedirme del amable propietario que, según me dijo otro huésped, tuvo que salir corriendo hacia el hospital para ver a un familiar) y cojo un autobús para acercarme a la estación de Singyeongju. Hay poco más de 75 kilómetros desde Gyeongju a Busan y los buses son muy baratos, pero a mí me encantan los trenes de alta velocidad y compro un billete de la Korea Train Express (KTX) que me deja en Busan en algo menos de 1 hora. Imposible no hacer referencia a la película coreana “Train to Busan”, que narra un apocalipsis zombie en mitad de un trayecto ferroviario, para mí la mejor película de este género que se ha hecho nunca, cuarenta y tres mil doscientas veces por encima de la carroña infumable de Walking Dead. 
 
Cuando llego a Busan, tardo un poco en salir al exterior debido a un sistema de Metro un poco laberíntico, pero al poner el pie en la calle me sacude un frío costero bastante húmedo fusionado con un viento atroz. Es necesario un segundo viaje en Metro para llegar a mi hotel, situado en Bujeon, el mismo centro de Busan, y cuando por fin salgo del subsuelo, compruebo con agrado que mi hotel está justo enfrente, sólo tengo que cruzar la calle.

Bueno, busquemos un paso de peatones y ya está” pienso con candidez.

Arrastrando mi maleta de 20 kilos empiezo a andar por la acera…cien metros, doscientos metros, quinientos metros…¿dónde rayos están los pasos de peatones en esta ciudad? Sigo caminando con mi buen humor descendiendo exponencialmente, descarto la idea de cruzar la calzada atravesando la agresiva circulación metropolitana, pienso que estoy dentro de algún programa de cámara oculta de la televisión coreana y empiezo a mascullar palabrotas en voz alta ante la sorprendida mirada de los transeúntes. Ya estoy tan lejos del hotel, que paro a un taxista para que me acerque. Le enseño mi destino en el mapa del móvil. No entiende nada, no sabe a qué hotel me refiero. Pregunto a un segundo taxista que estaba aparcado justo detrás. Nivel de inglés a la altura de un botellero de Leroy Merlin. Desisto. Me aproximo hasta un señor de ademanes despreocupados junto a otra boca de metro. Le formulo la ridícula pregunta: “¿cómo se cruzan las calles en esta ciudad?” El hombre se ríe y se introduce en la boca de metro haciendo un gesto para que le siga. Vale, lo acabo de pillar. Las zonas más transitadas de Busan han de atravesarse por el paso subterráneo, donde hay una segunda ciudad atestada de tiendas y comercios. En un principio, pensé que el desquiciante urbanismo de Busan está pensado para favorecer la fluidez de la circulación de vehículos, pero cuando conté esta anécdota a mi amiga japonesa, comprendí que el motivo de esta arquitectura tiene una explicación mucho más triste: como seguramente ya saben, Corea del Sur y Corea del Norte continúan estando técnicamente en guerra. Pese a las recientes negociaciones sobre acuerdos de paz, estos tratados tienen un contenido más simbólico que material, y todavía se está muy lejos de alcanzar una teórica reunificación. El urbanismo de Busan está pensado para que, si se da una nueva invasión de Corea del Norte, las calles queden a disposición del ejército, mientras que la población civil quedaría refugiada en este complejo subterráneo pertrechado de provisiones.

Ya en el hotel descanso un poco y apuesto por un almuerzo un poco más occidental en el restaurante pidiendo una crema de verduras y un pollo al curry. Un hotel maravilloso, por cierto, de los que me gustan porque tienen cristaleras gigantes para comer con vistas a toda la ciudad, y tienes la impresión de estar en la piel de un magnate ruso del petróleo o la de un frío especulador de Wall Street.

El resto del día lo paso visitando Gamcheon Culture Village, un barrio de Busan situado en un escarpado entorno ubicado en una ladera de la ciudad, caracterizado por sus enrevesados callejones con muros y casas de colores vivos que recuerdan mucho a las favelas de Brasil. Algunos conocen este lugar como “el Santorini de Busan” o “el Machu Picchu coreano”. Pero Gamcheon no es otra cosa que un antiguo barrio marginal que acogió a los refugiados surcoreanos de la Guerra de Corea en los años 50. En 1951 había medio millón de refugiados en Busan procedentes de todas las partes del país, cuando originalmente la ciudad no llegaba ni a los 900.000 habitantes. Fue en el año 2009 cuando el Ministerio de Cultura, Deporte y Turismo lanzó un proyecto para renovar el barrio. Contrataron pintores y escultores que empezaron a dar un toque artístico a las calles. Al principio, los residentes rechazaron el proyecto temiendo que los turistas acudieran a tomar fotos como si fuesen animales de zoológico, pero gradualmente han ido aceptando la iniciativa y no sólo es completamente seguro visitar Gamcheon, sino que además se ofrecen múltiples actividades de entretenimiento para los visitantes, así como museos y tiendas donde se pueden adquirir diversos bártulos hechos por los propios habitantes del barrio. Yo compré un mapa en el punto de información que hay justo a la entrada. En él aparecen los principales enclaves para visitar, con un recuadro en el lado izquierdo en el que estampar los sellos de estos lugares para incentivar el recorrido por Gamcheon. Yo empecé motivado, pero reconozco que no supe encontrar algunos emplazamientos entre tal maraña de callejones, y al final me anocheció habiendo localizado solamente la mitad de ellos (también es verdad que fui con mucha pachorra, disfrutando de los rincones del barrio y sacando mis fotos sin la presión de completar el mapa).

Al día siguiente, con una gélida ventisca marina como compañera de fatigas que me obligó a refugiarme en el interior de un cine mientras esperaba a mi autobús, visité el Templo de Haedong Yonggungsa, otra de las principales atracciones de Busan. Enclavado en el filo de un acantilado costero del noreste de la ciudad, este templo tiene la particularidad de ser uno de los pocos santuarios budistas ubicados junto al mar (la mayor parte de ellos están situados en el interior de una montaña). Fue fundado en 1376 por Na Ohng, un consejero del rey de la dinastía Koryo (la anterior a la Joseon), cuando buscaba un lugar místico que tuviese el mar delante y una montaña detrás, y en el que determinó que una plegaria orada por la mañana podía ser concedida por la tarde. El nombre del templo significa algo así como “el Templo del Palacio del Dragón”, porque tras muchísimos años en los que el lugar permaneció en ruinas debido a su destrucción durante las invasiones japonesas (cuando visitas Corea del Sur te das cuenta de la violencia tan grande que históricamente ejercieron los japoneses a otros países), en 1974 un monje budista tuvo una visión durante una de sus oraciones. En ella, el Bodhisattva Gwanseum, emergía del fondo del mar a lomos de un monumental dragón que se perdería en el cielo. Haedong Yonggungsa es, como verán en las fotos, un lugar sagrado repleto de simbolismo y belleza. No es un templo muy grande de recorrer, y de camino a la entrada, tras pasar por numerosos puestos de comida en los que, por supuesto me paré a comer un hotteok y un odeng (una deliciosa pasta de pescado ensartada en brochetas muy popular en Busan), doce estatuas de piedra de tamaño humano representando cada uno de los signos de la astrología oriental nos dan la bienvenida. Dentro del templo, hay muchos puntos pintorescos, algunos pidiendo descaradamente la instantánea por su espectacularidad al enmarcarse en el océano. A mí en particular me encantaron las estatuas de los cerditos dorados (imposible no acordarse de Agnes aquí) y la estatua de Podaehwasang, construida en memoria de un monje regordete que vivía en la China de la exitosa dinastía Tang, y que llevaba consigo un saco lleno de comida y dinero que compartía con los pobres.

Tras Haedong Yonggungsa, toca un recorrido por Jagalchi Market, un gigantesco mercado de marisco y pescado que ocupa calles enteras y que más bien podríamos considerar un barrio más de Busan. Estuve un rato recorriéndolo, no compré nada porque, como apreciarán en las fotos, había bichos expuestos que no sabía ni qué demonios eran. Casi todos los puestos están administrados por mujeres y se puede pasear por ellos sin sufrir el acoso invasivo tan habitual en otros países (ejem, ejem…) en este tipo de espacios.

Al caer la noche, me acerqué a uno de los sitios de Busan que más disfruté: Gwangalli Beach. Se trata de una caleta emplazada bajo la imponente silueta del puente colgante de Gwangan, que con casi 7.500 metros, es el segundo más largo del país con el permiso del Puente de Incheon. Gwangalli Beach está bordeada por decenas de restaurantes y clubs que por la noche incendian el paisaje con sus neones de colores y dan a la playa una estética Blade Runner de la que hubiese presumido el mismísimo Ridley Scott. Leí que los jueves se hacen fiestas en la playa, esa noche era viernes y la arena ya estaba como una patena, imaginar que en España una playa esté limpia al día siguiente de un botellón, es simplemente un chiste con el que te puedes cagar encima de la risa.

Estuve un rato haciendo fotos y caminando sobre la suave arena de Gwangalli Beach, pero el frío costero de Busan volvía a hacer de las suyas y yo no iba muy abrigado, así que no tardé mucho tiempo en pensar en la recogida. Unas chicas guapísimas me sacaron unas fotos con el Puente Gwangan de fondo (me pidieron que sonriera diciendo “kimchiiii”). Ni confirmo ni desmiento que volviese a España enamorado de la dulzura de las coreanas. Antes de volver al hotel, cené un buen estofado calentito en uno de los restaurantes de la zona. Insisto en que me sorprendió mucho Gwangalli Beach a pesar de no ser uno de los sitios imprescindibles para ver de Busan, pero alucino al ver una playa de ciudad tan cuidada y llena de vida, repleta de gente amable y con una oferta de ocio tan variada. Con más tiempo y más calma, me hubiese agarrado una curda en alguno de los locales, seguro.

Al día siguiente tocaba volver a Seúl, ya para ir poniendo punto y final al viaje. Otra vez en un tren de alta velocidad de la KTX, llegué a la capital coreana en algo menos de 3 horas (y estamos hablando de cruzar el país de una punta a otra). Hubo una anécdota graciosa en este trayecto, porque ya asumiendo que en Corea del Sur no te roban ni de coña, dejé tirada mi maleta en la zona de acople entre dos vagones (los asientos son demasiado estrechos como para llevar equipajes grandes) y, despreocupado, me fui a sentar al sitio que me correspondía de acuerdo al billete. Al cabo de un rato, una azafata preguntó en voz alta de quién era esa maleta. Amablemente, me indicó el lugar correcto para colocarla y me disculpé. En Corea puedes dejar tus pertenencias donde quieras, no las vas a perder, pero aún así hay que recordar que todo tiene un orden sistemático.

Cuando llegué a Seúl, me alojé en un hotel más céntrico (nada menos que en la exclusiva zona de Insadong), y me tiré de los pelos al comprobar que todos los lugares de interés turístico estaban a tiro de piedra si me hubiese alojado aquí desde el principio. Este segundo round en Seúl lo disfruté muchísimo. Estuve horas explorando las tiendas de Insadong, relajado en sus cafeterías y restaurantes (aquí descubrí que el bibimbab hay que mezclarlo porque una camarera se acercó corriendo hasta mi mesa al verme consumir el plato sin remover y me gritó mix, mix!!!), comprando algunos souvenirs para amigos y familiares y deleitándome con la comida de los puestos callejeros. En definitiva, esta segunda aproximación a Seúl fue mucho menos agobiante que la de mis primeros días, frustrado por alojarme en la periferia y con la ansiedad de querer visitar demasiadas cosas. Solamente me quedaba una asignatura pendiente, de naturaleza simbólica: tenía que visitar los islotes de Bamseom, sobre el Río Han, el escenario de una mis películas favoritas, Castaway On The Moon”. Al principio de la película, el protagonista, ahogado por las deudas, intenta suicidarse arrojándose desde lo alto del Puente Mapo, tristemente conocido por ser uno de los enclaves preferidos por los coreanos para ponerle punto y final a sus vidas. Hace unos años, la cantidad de suicidios llegó a tal punto que, empresas de la envergadura de Samsung instalaron aquí una serie de mensajes para evitar que los ciudadanos siguieran tirándose al río. Así pues, si empezamos a caminar por la senda peatonal del puente, de más de 2 kilómetros de largo, pronto nos daremos cuenta de que en los pasamanos han colocado diferentes frases en coreano además de fotos de niños con sus familias. Estas frases simulan una conversación que intenta desincentivar la mentalidad del suicida, formulando preguntas de alguien que se preocupa por nosotros, o proyectando imágenes de fuerte contenido emocional que de alguna manera ayuden a evitar la catástrofe en el que pudiera ser el último momento de vida de una persona. El paseo por el puente puede ser aterrador si eres consciente de la cantidad de almas que han renunciado a vivir desde aquí. Yo logré cruzarlo entero con el corazón en un puño, y apenas encontré a más de 3 personas por el camino. 
 
Una vez en el otro lado, estuve un rato caminando por Hangang Park, un enorme parque compuesto a su vez por una decena de otros parques donde realizar múltiples actividades deportivas como skateboarding, pasear en bici, pescar o cruzar el río en barco. Estuve buscando las entrañables barcas con forma de pato que salen en Castaway On The Moon”, pero no las encontré. Mi regreso al otro lado de Seúl iba a ser por el Puente Seogang, justo el que pasa por encima de la isla de esta película. Tenía pensado hacer unas fotos desde lo alto. Los islotes de Banseom son una reserva natural de aves migratorias, y en su ecosistema pueden verse patos mandarines, garzas, algunas aves rapaces y cientos de especies de plantas. Al igual que en la película de Lee Hey-jun, los islotes están deshabitados y son inaccesibles por tierra. Pero justo cuando iba por la mitad del Puente Seogang, ocurrió algo desagradable. Probablemente no me di cuenta de que el puente iba ascendiendo en altura y comencé a sentir un vértigo terrible. Los coches pasaban a mi derecha de frente a toda velocidad y, el pasamanos, en una senda peatonal estrechísima, estaba mucho más bajo que el del Puente Mapo (incomprensible teniendo en cuenta que también es posible quedarte muñeco tirándote desde aquí). Mi cabeza empezó a hacer de las suyas y advertí la auténtica sensación del miedo fisiológico, el cual no sentía desde hacía muchísimos años. Nadie frecuentaba este lugar, por lo que pensé que si me ocurría algo aquí, probablemente no serían capaces de encontrarme hasta horas después de la desgracia. Tuve que sentarme un minuto en el suelo porque estaba al borde de la taquicardia. Estaba a mitad del camino. Me puse de pie y, con la mirada fija en el suelo, me di la vuelta y regresé por donde había venido. Me sentía un poco más seguro yendo en el mismo sentido que los coches. Conseguí volver a ponerme sobre tierra firme. Pese a esto, todavía no había renunciado del todo a fotografiar Bamseom, y acudí al otro extremo del Puente desde el distrito opuesto, empezando la senda peatonal en el sentido de los vehículos. No funcionó y apenas pude andar unos pasos. Honestamente, creo que si hubiese estado acompañado podría haber vencido la ansiedad, así que me guardo esta batalla personal con el Puente Seogang para un futuro próximo. 
 
Y ahora sí, ponemos punto y final a este viaje por Corea del Sur y Okinawa. Aunque la organización no pudo ser tan perfecta como la de mi primer viaje a Japón, ciertamente es difícil seguir la rigurosidad del planning sin contratiempos en un país no tan adaptado al turista. Con una producción industrial y tecnológica tan potente, no necesitan preocuparse demasiado por el sector servicios, y es normal encontrarse con muchos carteles de información escritos en hangul, ciudadanos que no hablen nada de inglés o quizá un trato un poco brusco en las áreas más metropolitanas. Pese a estos detalles nada decisivos, me llevo otra experiencia magnífica y el haber conocido a varias amistades que, si bien no podrán estar físicamente cerca, sí espero llevarlas dentro durante mucho tiempo. Corea del Sur es un país impresionante que, aunque no es muy grande en superficie, tiene suficientes atractivos como para estar recorriendo durante más de un mes, con un mercado turístico todavía en crecimiento, y una gastronomía que no se parece en nada a ninguna otra. Además, todos los rankings sitúan a Corea entre los países más seguros del mundo, incluso por encima de Japón, probablemente gracias a la innumerable cantidad de cámaras de seguridad que hay instaladas por todas las calles (el famoso sistema CCTV), que sin duda desincentivan a los malhechores de intentar cualquier fechoría.

Superada la zozobra inicial que ya mencioné, debido a la lejanía con los puntos de interés y mi obsesión por verlo TODO, desde el día que partí a Okinawa hasta el final del viaje (exceptuando el incidente del Puente Seogang) disfruté como un crío y los días se me pasaron volando. Solamente hay un aspecto (¿negativo?) que estoy empezando a sentir al hacer estas expediciones: empiezo a sentirme demasiado cómodo viajando solo. Adoro hacer y deshacer a mi antojo, elaborar mi borrador con los lugares que quiero visitar y sentir la satisfacción de que las cosas caen exactamente en los puntos que he marcado. Si las cosas siguen yéndome bien (pray to Buddha), tiene pinta de que este año vuelvo a pasarme por el este asiático, un lugar que ya casi considero mi segunda madre. Lo que no sé es si seguiré teniendo la fuerza de voluntad para continuar narrando todo por aquí, pero eso ya es harina de otro costal. 
 
Un abrazo a los poquitos que conocéis este blog y que me habéis pedido que siga escribiendo estas entradas (que son la friolera de dos personas, Aura y McLovin).

¿Río de Janeiro? No, es Gamcheon!!
Minino coreano reposando en un tejado de Gamcheon

Admito que el barrio es un poco hippiento, pero tiene su encanto, ¿vale?

En la llamada "Casa de la Paz", uno de los puntos más llamativos de Gamcheon, podemos ver algunos mensajes escritos en la pared por los visitantes. Este de aquí, rogando por la paz entre las dos Coreas, me pareció uno de los más bonitos.

Los carteles advirtiéndonos del CCTV (siglas inglesas de "Closed Circuit Television") están prácticamente en todos los puntos de cualquier ciudad coreana. Si estamos en la calle, es muy posible que estemos siendo grabados por este gigantesco sistema de cámaras. Independientemente de si vulnera en algún sentido la intimidad, los bajos índices de criminalidad registrados en Corea del Sur indican que funciona.

Así dejé mi mapa de Gamcheon. Vale, se me escaparon muchos sitios, pero les aseguro que no es tan fácil encontrarlos todos en el caótico entramado de callejuelas multicolores de este barrio tan peculiar.

Una foto desde mi ventana del hotel en Busan.

Puedo decir que este pollo frito marinado en una salsa de vete tú a saber qué, es el pollo frito más delicioso que he comido en mi vida. Ahora mismo se me está haciendo la boca agua de recordarlo.

Galletitas de tiramisú, una de las infinitas locuras que puedes comprar en las tiendas subterráneas de Busan. Por algo Corea del Sur lidera el Índice Bloomberg de Innovación.


Entrando a Haedong Yonggungsa. Puede que sea el templo más bonito de Corea, pero el más humilde seguro que no.

La estatua de Podaehwasang. Pero qué simpático ese señor.

Los cerditos dorados de Haedong Yonggungsa.

Una foto que nos da mayor perspectiva de dónde está enclavado Haedong Yonggungsa, tomada cuando me marchaba del templo. El mar delante, la montaña detrás.

Jagalchi Market, en el barrio de Nampo. Muchas criaturas marinas que estaban expuestas aquí, no las había visto en mi vida.

Después de la Guerra de Corea, Jagalchi Market se convirtió en un gran mercado de pescado que hoy en día es uno de los puntos imprescindibles para visitar en Busan. Casi todos los puestos los llevan mujeres.

Puro Busan

Gwangalli Beach. Me enamoré de esta playa rodeada de restaurantes y locales de ocio. ¿Pueden percibir lo limpia que está la arena?

El Puente Gwangan es lo que se ve a la derecha. El paisaje nocturno de Gwangalli Beach es simplemente un espectáculo.

Estofado calentito para combatir el frío.

Llegando a la estación de Seúl, con nieve sobre las vías del tren.

Ya en Insadong, un laberinto de calles repletas de cafeterías, galerías de arte, tiendas y sitios donde comer.

Pancakes con forma de mierda. Yo me comí uno relleno de chocolate y otro con pasta de judías dulces (el famoso anko de los dorayakis).

Sinpo bibimbab, arroz con verduras y pasta de pimiento rojo, no podía marcharme de Corea sin volver a llorar con el picante.

El pasamanos del escalofriante Puente Mapo, con los mensajes y fotos de contenido emocional que mencionaba en el texto.

La isla de Bamseon, mansa sobre el Río Han. La foto está tomada desde el Puente Mapo, donde se tira el protagonista de Castaway On The Moon.

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