Nunca hubo una era con
acceso a tanta información, y a la vez con tanta torpeza a la hora
de adoptarla. En mi humilde opinión, este pecado contiene una
gravedad más delicada que la miopía cultural que se vivió en otras
fases de la civilización occidental, como el Neolítico o la Edad
Media. Los antiguos egipcios que habitaban en la
pantanosa ribera del Nilo, veneraban al río sin saber muy bien de
dónde surgía, puesto que una sucesión de gigantescas cataratas
interrumpía la navegación haciéndolo inaccesible. La única manera
de explicar este fenómeno natural para una población netamente
analfabeta era a través de la conducta divina. Miles de años más
tarde, el cristianismo haría grandes contribuciones en disciplinas
como la astronomía, la geometría o la música. Es verdad que cuando
Johannes Gutenberg inventó
la imprenta moderna en la Edad Media, se facilitó el proceso de
difusión del conocimiento, pero seguía imperando la superstición y
el inmovilismo en una sociedad donde el saber teológico era el único
método admisible para dar soluciones a los enigmas del universo.
Ya en el siglo XXI, la tasa de analfabetismo mundial se ha reducido considerablemente. A los estados les interesa promover la alfabetización porque es una condición indispensable para el desarrollo económico de un país, de modo que la falta de instrucción elemental se ha quedado en los reductos de población de mayor edad, determinados pueblos indígenas o algunos países de África. Sin embargo, que alguien domine las habilidades mínimas para ser considerado un individuo alfabetizado (leer, escribir y confeccionar operaciones aritméticas básicas), así como manejar las herramientas tecnológicas que dan acceso a la información, no implican poder escabullirse de ser un completo ignorante.
Ya en el siglo XXI, la tasa de analfabetismo mundial se ha reducido considerablemente. A los estados les interesa promover la alfabetización porque es una condición indispensable para el desarrollo económico de un país, de modo que la falta de instrucción elemental se ha quedado en los reductos de población de mayor edad, determinados pueblos indígenas o algunos países de África. Sin embargo, que alguien domine las habilidades mínimas para ser considerado un individuo alfabetizado (leer, escribir y confeccionar operaciones aritméticas básicas), así como manejar las herramientas tecnológicas que dan acceso a la información, no implican poder escabullirse de ser un completo ignorante.
Conocer consiste en la captación de las raíces más profundas de los mecanismos de funcionamiento de la realidad, más allá de la observación inmediata. Viviendo en una sociedad de exceso de información, podría pensarse que los primeros productos de ella serían individuos altamente instruidos en diversas materias, rebosantes de opiniones independientes y espíritu crítico. Nada más lejos de la realidad. La reacción primaria a esta superabundancia de información, a esta opulencia de datos, no es más que una capitulación a la ignorancia, aceptando de plano apotegmas vulgares extraídos de cualquier vertedero virtual, o repitiendo aforismos sencillos pero dialécticamente impactantes, formulados por personajes relevantes del foco social. Cuando Isabel Díaz Ayuso declara que “cada día hay atropellos y no por eso prohíbes los coches” (inspirándose en unas palabras parecidas expresadas anteriormente por otro presidente de alto coeficiente intelectual, el cual sugería inyectar desinfectante en los pulmones para curar a los enfermos de coronavirus), y un notable porcentaje de la población acoge esta asociación de ideas con entusiasmo, compruebas que lo que los sociólogos han bautizado como la sociedad de la información, no es más que un apelativo ingenuo con cierta dosis de soberbia, que procura ocultar que respiramos el mismo oxígeno que les faltó al nacer a una ingente cantidad de subnormales.
Al gilipollas le gusta reconocerse en las sentencias doctrinales de otros gilipollas, máxime si estos forman parte de la autoridad pública. De esta forma, pueden abandonar el pudor de ser gilipollas y exhibir sosegadamente su gilipollez, al igual que un turista extranjero percibe naturalidad al encontrarse en la playa con un compatriota que también lleve en los pies unas sandalias con calcetines. Una persona, por mucha universidad a la que haya asistido, por mucha herramientas de acceso a la información que utilice, se estanca en las mismas facultades cognitivas que un macaco de Gibraltar, si no es capaz de dedicar el tiempo y esfuerzo que indeclinablemente se exige al conocer cualquier materia en profundidad. Un eunuco mental puede tener un MacBook con un procesador ultrarrápido y pantalla Retina, pero sin una obstinación firme por aprender y adquirir perspectivas, en ningún caso tendrá las herramientas para llevar a cabo los procesos mentales que requieren el entendimiento de algo mínimamente complejo.
En esta sociedad, a diferencia del Antiguo Egipto o la Edad Media, donde muchos razonamientos estaban basados en saltos de fe por simples vacíos de la evidencia, el ignorante tiene menos excusa para serlo porque, a no ser que viva en regiones aisladas sin la penetración de la tecnología, estando alfabetizado dispone de una infinita documentación en un amplio abanico de formatos, que le permitirían enmendar con diligencia el desliz de ser un imbécil. Pero a pesar de que la ignorancia de un fenómeno ya no necesite ser explicada con saltos de fe, el soplapollas contemporáneo suele recurrir a otras técnicas insulsas que, personalmente, me repiquetean las gónadas, y que son síntomas inequívocos de una formidable palurdez. Sabes que una persona tiene limitaciones cognitivas cuando necesita recurrir a conceptos predigeridos como forma de explicar una realidad que intelectualmente le sobrepasa. La analogía de los atropellos de Ayuso es un ejemplo válido que ya hemos visto, pero no es más que otra cuenta en el rosario de arlequinadas ridículas de cualquier subnormal de a pie. La simplificación extrema de la realidad es una maniobra destinada a reducir una tesis compleja a lo asimilable, de manera que una audiencia con severas discapacidades en el aprendizaje pueda comprenderla sin necesidad de utilizar las variables de tiempo y esfuerzo, imprescindibles para todo conocimiento profundo y que mencionaba en un párrafo anterior.
Por esta razón, algunos partidos políticos de nueva formación, han logrado granjearse la simpatía entre el incipiente sector de los esterilizados mentales. El concepto “lavado de cerebro”, popularizado en el siglo XX para aplicarse a sectas, religiones y otras ideologías radicales, pronto dejará de tener sentido, más que nada porque una sociedad sin ánimo de superación en materia educativa, sin capacidad crítica, sin curiosidad por su entorno, y que naufraga sin rumbo entre montañas de información irrelevante, no tendrá ninguna materia gris que lavar, y directamente conectará con los discursos políticos más pueriles con la misma facilidad que cambiamos la posición de un interruptor. Para el holgazán intelectual, siempre será más cómodo asumir como cierta la información que provenga de comunidades ideológicamente afines, aplaudir eslóganes de gran punch dialéctico despachados en mensajes de 280 caracteres, debatir con memes de mierda y quedarse con metáforas anodinas de fácil comprensión en un ambiente que demanda hacer cada vez más cosas en menos tiempo.
La consecuencia de todo esto en un auténtico Museo de los Horrores del analfabetismo funcional que firmaría el mismísimo Lovecraft: bocallantas con vocaciones rebeldes que se creen woke ante los problemas del mundo por ver documentales en yugoslavo, onanistas de las banderas orgullosos de seguir proclamando consignas de 1843, soplaguindas que piensan que unos multimillonarios fumando puros tienen en la agenda destruir los cimientos de la sociedad para levantar un nuevo orden mundial, sexagenarios con el cerebro más decrépito que el clavo de un almanaque reenviando a todos sus contactos noticias sacadas de cualquier sitio en las que se anuncia que el Gobierno va a nacionalizar los andadores, eruditos de la ciencia cuyo mayor contacto con esta ha sido germinar una lenteja del fondo de un vaso con algodón y, probablemente mis favoritos porque muchas veces engloban a todos los anteriores; las víctimas del sesgo cognitivo Dunning-Kruger, es decir, personas incompetentes que autoevalúan al alza sus propias capacidades hasta creerse por encima de los propios expertos, porque ostentan un nivel de estupidez tan desmesurado que les impide darse cuenta de lo estúpidos que son. No encuentro combinación de palabras para expresar el desprecio escatológico tan grande que les tengo a todos ellos.
La educación y la cultura son logros de las sociedades más libres porque garantizan tanto la calidad racional de sus individuos como su capacidad reflexiva. Si bien ya hemos explicado que a los estados les interesa contar con una población lo suficientemente alfabetizada como para contribuir al tejido productivo del país, no sucede lo mismo con la disposición a tener un ciudadano culturalmente formado. En estos últimos tiempos de conflictividad, determinados líderes políticos han triunfado electoralmente no por el hecho de que sus propuestas se acerquen más a los intereses de sus votantes, sino porque usan una articulación discursiva que es asimilable para una masa iletrada que sólo tiene capacidad para responder desde lo emocional. El denominador común de los votantes de Trump, Abascal, Bolsonaro y otros mandatarios de recetas ultraliberales es que, aparte de un arraigado sentimiento de amor a la patria, justifican su preferencia política con un “al menos habla claro”. Tradicionalmente, el político tiene un sambenito de embustero (bien ganado, por cierto), que ha obligado a cambiar las estrategias de comunicación política hacia el disfraz del propio votante enfadado que, en un lenguaje sencillo y directo empaquetado en “lo políticamente incorrecto”, da impresión de autenticidad y de decir “lo que todos pensamos”. Al que es un puto mendigo neuronal le encanta este artificio, porque sigue la fórmula liviana de la información predigerida, y encima parece empatizar con sus pensamientos de mierda. En otras palabras; no es que el político te hable claro, es que se adapta a las destrezas de tu lenguaje receptivo situado al nivel de un homínido con trastornos fonológicos.
Lo malo que tiene vivir en una sociedad ignorante, es que puede arrastrarte a su agujero por mucho que te preocupes por aprender o conocer el mundo en profundidad. En la literatura o el cine, estamos acostumbrados a ver finales que den sentido global a la trama basándose en afectos primarios como el amor, el odio o la amistad. Pero el novelista o el director suelen infravalorar una cualidad que también es capaz de obedecer a un destino superior, y esta es, nada más y nada menos, que la gilipollez. Cuando una suma de coincidencias desafortunadas nos deja en manos de gilipollas, por muy limpia que esté tu conciencia intelectual, sabes que el final va a ser inexorablemente funesto. Si ocurriese, digamos, una pandemia mundial en la que la población debiese someterse a una restrictiva cuarentena sin salir de sus hogares, y unos gilipollas decidiesen que ya está bien de estar en casa porque están muy aburridos y reclaman su derecho a salir a jugar a baloncodo sobre hielo, el desenlace definitivo debemos asumirlo con una naturalidad existencialista, mostrarnos satisfechos con la cantidad de experiencias vividas, y dejarle a la Parca un pequeño cuenco de almendras garrapiñadas, como gesto cómplice de que aceptamos sin resistencia el innegociable golpe de su guadaña tras su extenuante desplazamiento desde el más allá. Científicos como Galileo estuvieron a algo más de afeitarse la barba con el filo de su cuchilla hasta que se retractaron de sus teorías en el último momento. En el juicio de la Inquisición, no le mereció la pena cambiar la posición de unos planetas, a pesar de saber que los demás eran gilipollas.
La ignorancia es peligrosa porque nos aísla en lo propio y nos impide la visión periférica de las cosas. Sin esta panorámica, nunca seremos capaces de advertir el daño que hacemos en nuestro entorno y en los demás, ni vislumbrar los efectos de nuestras acciones colectivas. Nunca descifraremos los signos de una depresión en alguien cercano, no sabremos resolver dificultades de comunicación con familiares y amigos. En una representación macroscópica, no habrá respuesta para evitar el calentamiento global, atajar pandemias o para adelantarnos a acontecimientos nefastos.
Contando con tanta información a nuestro alcance, lo importante es, precisamente, tomar conciencia de lo que no sabemos. Al contrario de lo que popularmente se piensa, el conocimiento no es un resultado acumulativo en el cual lo que vamos aprendiendo se suma a la información anterior. Muchas veces, lo nuevo interroga a lo antiguo haciendo que se generen lagunas inéditas. Sin embargo, no hay problema con la ignorancia cuando tenemos la capacidad de transformarla en recursos. Ese rótulo de humildad es clave para seguir conociendo. De hecho, la sociología de la ignorancia científica es un campo complementario a la sociología del conocimiento científico. Los hijos de la cultura de la inmediatez y las soluciones a corto plazo, desean inútilmente obtener alivios instantáneos para problemas inaugurales. Por este motivo, me gustaría cerrar esta exposición con una cita de la autobiografía de Isaac Asimov: “el conocimiento científico tiene propiedades fractales: por mucho que aprendamos, lo que queda, por pequeño que parezca, es tan infinitamente complejo como el todo por el que empezamos.”
Amigos míos, si hay que ser un poco gilipollas, al menos que sea con conciencia de ello. Hasta plantar una semilla en algodón dentro de un tarro de cristal requiere tiempo y echar agua todos los días para que germine.