20 may 2020

La revolución de los gilipollas

Nunca hubo una era con acceso a tanta información, y a la vez con tanta torpeza a la hora de adoptarla. En mi humilde opinión, este pecado contiene una gravedad más delicada que la miopía cultural que se vivió en otras fases de la civilización occidental, como el Neolítico o la Edad Media. Los antiguos egipcios que habitaban en la pantanosa ribera del Nilo, veneraban al río sin saber muy bien de dónde surgía, puesto que una sucesión de gigantescas cataratas interrumpía la navegación haciéndolo inaccesible. La única manera de explicar este fenómeno natural para una población netamente analfabeta era a través de la conducta divina. Miles de años más tarde, el cristianismo haría grandes contribuciones en disciplinas como la astronomía, la geometría o la música. Es verdad que cuando Johannes Gutenberg inventó la imprenta moderna en la Edad Media, se facilitó el proceso de difusión del conocimiento, pero seguía imperando la superstición y el inmovilismo en una sociedad donde el saber teológico era el único método admisible para dar soluciones a los enigmas del universo.

Ya en el siglo XXI, la tasa de analfabetismo mundial se ha reducido considerablemente. A los estados les interesa promover la alfabetización porque es una condición indispensable para el desarrollo económico de un país, de modo que la falta de instrucción elemental se ha quedado en los reductos de población de mayor edad, determinados pueblos indígenas o algunos países de África. Sin embargo, que alguien domine las habilidades mínimas para ser considerado un individuo alfabetizado (leer, escribir y confeccionar operaciones aritméticas básicas), así como manejar las herramientas tecnológicas que dan acceso a la información, no implican poder escabullirse de ser un completo ignorante.

Conocer consiste en la captación de las raíces más profundas de los mecanismos de funcionamiento de la realidad, más allá de la observación inmediata. Viviendo en una sociedad de exceso de información, podría pensarse que los primeros productos de ella serían individuos altamente instruidos en diversas materias, rebosantes de opiniones independientes y espíritu crítico. Nada más lejos de la realidad. La reacción primaria a esta superabundancia de información, a esta opulencia de datos, no es más que una capitulación a la ignorancia, aceptando de plano apotegmas vulgares extraídos de cualquier vertedero virtual, o repitiendo aforismos sencillos pero dialécticamente impactantes, formulados por personajes relevantes del foco social. Cuando Isabel Díaz Ayuso declara que “cada día hay atropellos y no por eso prohíbes los coches” (inspirándose en unas palabras parecidas expresadas anteriormente por otro presidente de alto coeficiente intelectual, el cual sugería inyectar desinfectante en los pulmones para curar a los enfermos de coronavirus), y un notable porcentaje de la población acoge esta asociación de ideas con entusiasmo, compruebas que lo que los sociólogos han bautizado como la sociedad de la información, no es más que un apelativo ingenuo con cierta dosis de soberbia, que procura ocultar que respiramos el mismo oxígeno que les faltó al nacer a una ingente cantidad de subnormales.

Al gilipollas le gusta reconocerse en las sentencias doctrinales de otros gilipollas, máxime si estos forman parte de la autoridad pública. De esta forma, pueden abandonar el pudor de ser gilipollas y exhibir sosegadamente su gilipollez, al igual que un turista extranjero percibe naturalidad al encontrarse en la playa con un compatriota que también lleve en los pies unas sandalias con calcetines. Una persona, por mucha universidad a la que haya asistido, por mucha herramientas de acceso a la información que utilice, se estanca en las mismas facultades cognitivas que un macaco de Gibraltar, si no es capaz de dedicar el tiempo y esfuerzo que indeclinablemente se exige al conocer cualquier materia en profundidad. Un eunuco mental puede tener un MacBook con un procesador ultrarrápido y pantalla Retina, pero sin una obstinación firme por aprender y adquirir perspectivas, en ningún caso tendrá las herramientas para llevar a cabo los procesos mentales que requieren el entendimiento de algo mínimamente complejo. 

En esta sociedad, a diferencia del Antiguo Egipto o la Edad Media, donde muchos razonamientos estaban basados en saltos de fe por simples vacíos de la evidencia, el ignorante tiene menos excusa para serlo porque, a no ser que viva en regiones aisladas sin la penetración de la tecnología, estando alfabetizado dispone de una infinita documentación en un amplio abanico de formatos, que le permitirían enmendar con diligencia el desliz de ser un imbécil. Pero a pesar de que la ignorancia de un fenómeno ya no necesite ser explicada con saltos de fe, el soplapollas contemporáneo suele recurrir a otras técnicas insulsas que, personalmente, me repiquetean las gónadas, y que son síntomas inequívocos de una formidable palurdez. Sabes que una persona tiene limitaciones cognitivas cuando necesita recurrir a conceptos predigeridos como forma de explicar una realidad que intelectualmente le sobrepasa. La analogía de los atropellos de Ayuso es un ejemplo válido que ya hemos visto, pero no es más que otra cuenta en el rosario de arlequinadas ridículas de cualquier subnormal de a pie. La simplificación extrema de la realidad es una maniobra destinada a reducir una tesis compleja a lo asimilable, de manera que una audiencia con severas discapacidades en el aprendizaje pueda comprenderla sin necesidad de utilizar las variables de tiempo y esfuerzo, imprescindibles para todo conocimiento profundo y que mencionaba en un párrafo anterior.

Por esta razón, algunos partidos políticos de nueva formación, han logrado granjearse la simpatía entre el incipiente sector de los esterilizados mentales. El concepto “lavado de cerebro”, popularizado en el siglo XX para aplicarse a sectas, religiones y otras ideologías radicales, pronto dejará de tener sentido, más que nada porque una sociedad sin ánimo de superación en materia educativa, sin capacidad crítica, sin curiosidad por su entorno, y que naufraga sin rumbo entre montañas de información irrelevante, no tendrá ninguna materia gris que lavar, y directamente conectará con los discursos políticos más pueriles con la misma facilidad que cambiamos la posición de un interruptor. Para el holgazán intelectual, siempre será más cómodo asumir como cierta la información que provenga de comunidades ideológicamente afines, aplaudir eslóganes de gran punch dialéctico despachados en mensajes de 280 caracteres, debatir con memes de mierda y quedarse con metáforas anodinas de fácil comprensión en un ambiente que demanda hacer cada vez más cosas en menos tiempo. 

La consecuencia de todo esto en un auténtico Museo de los Horrores del analfabetismo funcional que firmaría el mismísimo Lovecraft: bocallantas con vocaciones rebeldes que se creen woke ante los problemas del mundo por ver documentales en yugoslavo, onanistas de las banderas orgullosos de seguir proclamando consignas de 1843, soplaguindas que piensan que unos multimillonarios fumando puros tienen en la agenda destruir los cimientos de la sociedad para levantar un nuevo orden mundial, sexagenarios con el cerebro más decrépito que el clavo de un almanaque reenviando a todos sus contactos noticias sacadas de cualquier sitio en las que se anuncia que el Gobierno va a nacionalizar los andadores, eruditos de la ciencia cuyo mayor contacto con esta ha sido germinar una lenteja del fondo de un vaso con algodón y, probablemente mis favoritos porque muchas veces engloban a todos los anteriores; las víctimas del sesgo cognitivo Dunning-Kruger, es decir, personas incompetentes que autoevalúan al alza sus propias capacidades hasta creerse por encima de los propios expertos, porque ostentan un nivel de estupidez tan desmesurado que les impide darse cuenta de lo estúpidos que son. No encuentro combinación de palabras para expresar el desprecio escatológico tan grande que les tengo a todos ellos. 

La educación y la cultura son logros de las sociedades más libres porque garantizan tanto la calidad racional de sus individuos como su capacidad reflexiva. Si bien ya hemos explicado que a los estados les interesa contar con una población lo suficientemente alfabetizada como para contribuir al tejido productivo del país, no sucede lo mismo con la disposición a tener un ciudadano culturalmente formado. En estos últimos tiempos de conflictividad, determinados líderes políticos han triunfado electoralmente no por el hecho de que sus propuestas se acerquen más a los intereses de sus votantes, sino porque usan una articulación discursiva que es asimilable para una masa iletrada que sólo tiene capacidad para responder desde lo emocional. El denominador común de los votantes de Trump, Abascal, Bolsonaro y otros mandatarios de recetas ultraliberales es que, aparte de un arraigado sentimiento de amor a la patria, justifican su preferencia política con un “al menos habla claro”. Tradicionalmente, el político tiene un sambenito de embustero (bien ganado, por cierto), que ha obligado a cambiar las estrategias de comunicación política hacia el disfraz del propio votante enfadado que, en un lenguaje sencillo y directo empaquetado en “lo políticamente incorrecto”, da impresión de autenticidad y de decir “lo que todos pensamos”. Al que es un puto mendigo neuronal le encanta este artificio, porque sigue la fórmula liviana de la información predigerida, y encima parece empatizar con sus pensamientos de mierda. En otras palabras; no es que el político te hable claro, es que se adapta a las destrezas de tu lenguaje receptivo situado al nivel de un homínido con trastornos fonológicos.

Lo malo que tiene vivir en una sociedad ignorante, es que puede arrastrarte a su agujero por mucho que te preocupes por aprender o conocer el mundo en profundidad. En la literatura o el cine, estamos acostumbrados a ver finales que den sentido global a la trama basándose en afectos primarios como el amor, el odio o la amistad. Pero el novelista o el director suelen infravalorar una cualidad que también es capaz de obedecer a un destino superior, y esta es, nada más y nada menos, que la gilipollez. Cuando una suma de coincidencias desafortunadas nos deja en manos de gilipollas, por muy limpia que esté tu conciencia intelectual, sabes que el final va a ser inexorablemente funesto. Si ocurriese, digamos, una pandemia mundial en la que la población debiese someterse a una restrictiva cuarentena sin salir de sus hogares, y unos gilipollas decidiesen que ya está bien de estar en casa porque están muy aburridos y reclaman su derecho a salir a jugar a baloncodo sobre hielo, el desenlace definitivo debemos asumirlo con una naturalidad existencialista, mostrarnos satisfechos con la cantidad de experiencias vividas, y dejarle a la Parca un pequeño cuenco de almendras garrapiñadas, como gesto cómplice de que aceptamos sin resistencia el innegociable golpe de su guadaña tras su extenuante desplazamiento desde el más allá. Científicos como Galileo estuvieron a algo más de afeitarse la barba con el filo de su cuchilla hasta que se retractaron de sus teorías en el último momento. En el juicio de la Inquisición, no le mereció la pena cambiar la posición de unos planetas, a pesar de saber que los demás eran gilipollas. 

La ignorancia es peligrosa porque nos aísla en lo propio y nos impide la visión periférica de las cosas. Sin esta panorámica, nunca seremos capaces de advertir el daño que hacemos en nuestro entorno y en los demás, ni vislumbrar los efectos de nuestras acciones colectivas. Nunca descifraremos los signos de una depresión en alguien cercano, no sabremos resolver dificultades de comunicación con familiares y amigos. En una representación macroscópica, no habrá respuesta para evitar el calentamiento global, atajar pandemias o para adelantarnos a acontecimientos nefastos.

Contando con tanta información a nuestro alcance, lo importante es, precisamente, tomar conciencia de lo que no sabemos. Al contrario de lo que popularmente se piensa, el conocimiento no es un resultado acumulativo en el cual lo que vamos aprendiendo se suma a la información anterior. Muchas veces, lo nuevo interroga a lo antiguo haciendo que se generen lagunas inéditas. Sin embargo, no hay problema con la ignorancia cuando tenemos la capacidad de transformarla en recursos. Ese rótulo de humildad es clave para seguir conociendo. De hecho, la sociología de la ignorancia científica es un campo complementario a la sociología del conocimiento científico. Los hijos de la cultura de la inmediatez y las soluciones a corto plazo, desean inútilmente obtener alivios instantáneos para problemas inaugurales. Por este motivo, me gustaría cerrar esta exposición con una cita de la autobiografía de Isaac Asimov: “el conocimiento científico tiene propiedades fractales: por mucho que aprendamos, lo que queda, por pequeño que parezca, es tan infinitamente complejo como el todo por el que empezamos.” 

Amigos míos, si hay que ser un poco gilipollas, al menos que sea con conciencia de ello. Hasta plantar una semilla en algodón dentro de un tarro de cristal requiere tiempo y echar agua todos los días para que germine.


20 abr 2020

La ley de la inercia

Es difícil contar la crónica de la humanidad sin periodos de hambrunas, guerras o enfermedades. Y, sin embargo, son fenómenos que siempre cogen a sus gentes desprevenidas. Apuntaba Albert Camus en su novela “La peste”, que cuando una guerra estalla, las gentes se dicen “esto no puede durar, es demasiado estúpido”. Y sin duda una guerra es un accidente que puede calificarse como estúpido, pero nada impide que dure. El ser humano levanta sus propios muros para poder acotar el mundo conforme a su entendimiento, por eso cuando un fenómeno insólito se desploma sobre su destino y le hace perder el equilibrio de su dinámica ordinaria, es arrojado a un limbo desconocido en el que mantiene la absurda inercia del que sigue viviendo con las mismas finalidades. Cuando nos asalta un suceso que no está hecho a nuestra medida, intentamos sobreponernos a la angustia fantaseando con el reingreso a nuestra cotidianidad, comenzando las frases con aquello de “cuando todo esto termine...” o “cuando salgamos de esta...”

Por desgracia, la fiereza del azar que nos gobierna no nos restituirá de golpe lo que deseamos. Al menos no sin concesiones. Me niego a caer en la ramplonería filosófica de que hay una razón pedagógica para cada una de nuestras desgracias, me parece el consuelo postizo del que está condenado a lo que no pudo evitar, pero precisamente porque estamos administrados por las alteraciones del azar, hay una serie de cambios que deben aplicarse de fondo, y una metamorfosis en términos de pensamiento y comunidad que debería empezar a provocarse cuanto antes.

Continuamos manteniendo un modelo económico ya indefendible que se ha revelado estéril ante los reveses de una naturaleza azarosa. El acierto de una doctrina económica y social no puede tambalearse por la irrupción espontánea de un organismo microscópico que, a través de una suma de coincidencias, se propaga a una especie humana que invade aceleradamente los nichos biológicos más inverosímiles porque su orden social está supeditado a la explotación, consumo y desecho de unos recursos naturales cada vez más escasos. Leer esta grotesca secuencia de catastróficas desdichas ya debería alertar sobre el paisaje global que sembramos, y apremiarnos al reemplazo de la ley ciega de los mercados por una planificación colectiva que minimice las fatalidades de un imperio de fuerzas absurdas. Si la hipertrofia económica acelerada continúa siendo la divinidad a la que postrarse, entonces harán falta milagros cada vez más rápidos.

Pero el ser humano seguirá esa tendencia a conceptualizar su mundo en base a los muros que se imagina que tiene, aunque estos ya hayan caído y se encuentre caminando, sin saberlo, entre sus escombros. Algunos defenderán sus ideas hasta la caricatura, dejando su destino en manos de la clarividencia de sus líderes políticos favoritos en un servilismo obstinado y desprovisto de autorreflexión. Olvidan que por mucho que haya concepciones socialmente compartidas, la materialidad brutal de la naturaleza las despedazará contra las rocas como una triste balsa de madera, que tan sólo fue útil en la serenidad del río, pero que vuelca y se astilla en las corrientes violentas cuando las aguas se vuelven turbias. Vivimos con ilusiones que, cuando se ponen a prueba, se resquebrajan. Por eso muchos prefieren confiarlas ciegamente a deidades, gobernantes o cualquier otro sujeto con alguna cualidad superior, que les alivie de la responsabilidad de su propia experiencia, para que en caso de que fallen, tener el desahogo cobarde de un culpable al que acusar, una inocencia que exhibir y una conducta que legitimar. En una era de exploración narcisista, nadie quiere hacer un sacrificio lúcido por cuestionarse, ni a sí mismos, ni a sus ídolos. Pero todo cae por muy sólido que parezca e independientemente de la devoción que le mostremos, igual que hace unos siglos cayeron los muros de un mundo cimentado por lo que formulaban las escrituras bíblicas.

A pesar de su condición imprevisible, la naturaleza hace gala algunas veces de cierta racionalidad casi diabólica. Precisamente en esta era de Occidente, vista en macroperspectiva como una de las más plácidas y pacíficas de la historia, es cuando sacude y pone a prueba las fragilidades de una sociedad con una inmadurez patológica descomunal. Quedará esculpida en piedra la noticia de un corresponsal en Italia que afirmaba que la enfermedad infecciosa más mortífera del último siglo era comparable a una gripe común. No obstante, tan responsable es el cronista como la ingenuidad del oyente, altamente propenso a escoger la realidad que más se ajuste a su gusto, y a autoconvencerse de que la próxima amenaza global va a curarse con unos días en cama y haciendo gárgaras con miel y limón. Del mismo modo, un gobernante, un dios, o cualquier otro sujeto con alguna cualidad superior puede ponderar los intereses sociales, económicos y epidemiológicos, pero es cómodo alienarnos fervorosamente con sus razonamientos porque nos exime de resolver con sensatez dentro de un universo caótico. Esas autoridades, tengan la etimología que tengan, han triunfado contra esta sociedad infantilizada, absorta en su progresión hacia expectativas individuales, haciéndoles creer que tomar decisiones puntuales equivale a ser libres. Pero resulta que los destinos individuales a veces se acaban, y las calamidades a gran escala, ya sean hambrunas, guerras o enfermedades, nos obligan a naufragar en la tediosa uniformidad de las historias colectivas. Por eso este golpe de la naturaleza parece tener un ademán casi deliberado, al requerir una respuesta tan colectiva para un momento tan narcisista. Aun con la totalidad del planeta petrificado en jaulas inertes, muchos protestan por la consideración de sus casos particulares y se autodistinguen por encima de otros durante los avances de la tragedia. “¿Y yo qué? ¿Qué hay de lo mío? ¡Mi caso también es importante! ¡Mi industria también es esencial!”

En esa atmósfera de individualismo voraz, se destapa la primera constelación de los rasgos neuróticos de aquellos que piensan en las víctimas como un lienzo abstracto, porque estas aún no han desestabilizado su armonía cotidiana con la significación de lo personal. Estos seres de dudosa normativa ética, eluden con insolencia las restricciones circunstanciales de la esfera social, e incluso se presentan ellos mismos como principales damnificados de la circunstancia, simplemente porque una mezcla combinada entre exorbitante imbecilidad y narcisismo obtuso, les impide seguir otra lógica que no sea la del bienestar propio. Así, también zanjan la cuestión a favor de un utilitarismo económico, muy en la línea del pragmatismo posmoderno, desdeñando las aportaciones de otros grupos de población, como por ejemplo los ancianos, en otra muestra inequívoca de egolatría, que en pocos atributos discrepa con los términos clásicos del psicópata. En nuestro sistema, sólo tienen cabida los elementos que garantizan la gratificación instantánea del presente, de modo que se desolidariza de lo antiguo, sin tener tampoco la madurez suficiente para responder a las certezas proféticas de las catástrofes del futuro.

En el otro lado del mundo, los países asiáticos parecen moverse mejor durante estos acontecimientos. El motivo podría dar lugar a otra amplia reflexión, pero probablemente las tradiciones budistas extendidas por China y Japón, que abogan por unos principios de salvación colectiva por encima de la individual, tengan la respuesta. En el caso de Corea del Sur, un país menos entregado a las religiones en comparación con sus vecinos, la personalidad más homogénea de sus habitantes con una profusa experiencia en administrar diversas crisis económicas, así como la enorme capacidad de asociarse para provocar cambios sociales ante la opresión de gobiernos totalitarios, da unas pistas de lo valioso de la contribución colectiva frente al cisma cultural de Occidente.

Un Occidente mediatizado en falsos dilemas como elegir entre economía o sanidad pública, donde todo lo que “apetece” se reclama como un derecho fundamental, que roza el analfabetismo funcional porque nunca le ha interesado fomentar la superación educativa, y que sigue empeñado en caminar entre los escombros de unos muros ya demolidos, cuando su propio sistema, del que algunos titulados impúberes presumen de su eficacia, se ha mostrado absolutamente inservible a la hora de surtir a su población de un bien tan sencillo como una mascarilla. ¿Quién iba a decirle a los teleñecos de la mano invisible de Adam Smith que, en una coyuntura de emergencia sanitaria, uno de los principales productores de equipamiento médico de protección como Alemania, iba a prohibir exportarlo?

El cambio es como ese paradigma de la física clásica en el que nos movemos dentro de un tren silencioso con las persianas bajadas sin que podamos ver el paisaje. Sin el punto de referencia de los árboles deslizándose, seguimos percibiendo el ambiente de un modo estático. Pero en este caso, el tren ya se desplaza a gran velocidad sobre sus rieles y exige un reemplazo del maquinista, porque los síntomas de fatiga empiezan a ser evidentes en su rostro, y el riesgo de un descarrilamiento súbito comienza a materializarse de forma paulatina. Advirtiendo que se avecina una curva muy cerrada que demanda grandes dosis de anticipación y, siguiendo los fundamentos newtonianos, necesitamos la acción de una serie de fuerzas externas que modifiquen la dirección del movimiento antes de que el tren mantenga su inercia y se precipite por la tangente. Es muy posible que este tren todavía sea capaz de eludir un fatídico desenlace. No obstante, la dimensión de los peligros ya está ahí, ¿vamos a dejar diluirlos en la memoria igual que a esos ancianos que consideramos inservibles? ¿Nuestra rigidez ideológica nos volverá a llevar a ignorar las certezas proféticas en aras de una realidad acorde a nuestro romanticismo ficticio? Sea como sea, entramos en una etapa donde el tren sigue en marcha, y cada vez queda menos margen para la comprobación experimental.



26 mar 2019

Aprender a mirar


En una de las últimas obras que escribió Nietzsche, El ocaso de los ídolos, disertaba el filósofo sobre la necesidad de crear un espacio para la duda y la crítica, poniendo en jaque los planteamientos dogmáticos de otros pensadores, así como algunas ideologías y sistemas políticos que habían nacido en los últimos tiempos. Nietzsche nos incitaba a sujetarnos al desafío personal de aprender a ver, a pensar y a hablar y escribir, con el objetivo de alcanzar una cultura distinguida (vornehme) en la que nuestros ojos examinen el mundo con una mirada más profunda y pausada.

Como buena parte de los temas que intento sintetizar en este espacio, la presente reflexión procede de otro chisporroteo aparentemente insignificante que se origina en una situación puntual de mi día a día. Concretamente, la compañera de trabajo que se sitúa justo a la derecha de mi mesa, declara rebosante de convicción que adora las funciones de atención al público y que, como funcionaria, se siente orgullosa de poderle brindar ese servicio al ciudadano que le paga el sueldo con sus impuestos. Yo, que encabezo la primera mesa de una oficina que cada vez recibe más gente, asimilo el comentario con una sorpresa ostensible, puesto que mi compañera, a pesar de ocupar el mismo puesto que yo, con idénticas competencias, se resguarda del ojo inquisidor de nuestros visitantes tras una preciosa mampara de cristal esmerilado y, en la práctica, soy yo quien despacha el 90% de las audiencias.

¿Fue el rimbombante comentario de mi compañera una muestra ejemplar de caradurismo desvergonzado? Estoy casi seguro de que no. Dentro de la visión exageradamente sesgada que tiene esta señora de ella misma, lo más probable es que se vea en la piel de una persona capacitada para el ejercicio de estas funciones, dominando las técnicas específicas para este tipo de trato y con las habilidades necesarias para afrontarlo. Pero la realidad es que su trayectoria curricular dentro de la Administración dejan sobre la mesa múltiples traslados de departamento por confrontaciones de diversa naturaleza, historiales de escasa empatía en las relaciones con el público, varios expedientes disciplinarios y un rastro desordenado de hojas de reclamaciones apergaminadas y sucias. No sólo es una persona que se desconoce a sí misma, sino que suspende de manera estrepitosa los dos primeros puntos del desafío analítico de Nietzsche: aprender a ver y a pensar.

Pero este defecto no es una particularidad exclusiva de esta señora. Todos tenemos algún tipo de sesgo que nubla nuestra forma de percibir las cosas, y es precisamente este punto el que utilizaremos hoy como barra fija para hacer un poco de gimnasia introspectiva. Escribía Sartre en “La náusea” que “los que viven en sociedad han aprendido a verse en los espejos tal como los ven sus amigos”. En la mayor parte de los casos, es la propia perspectiva la voz que permite un juicio. En mi caso, obtengo contradicciones escandalosas según el escenario al que me suba. Mientras en determinados círculos se me tachaba de tener comportamientos antisociales, en otros se sorprenden por la facilidad con la que entablo mis relaciones. Probablemente el vornehme exacto nazca de la aleación de una suma de reputaciones, porque conozco los ingredientes para hacer que las conexiones personales sean favorables, pero en muchos casos elijo aplicarlos solamente en determinados contextos.

Y es que existe una contaminación bilateral entre el mundo exterior y nuestra propia psicología. Los espejos devuelven la imagen que nosotros creemos según la etiqueta que obtengamos de nuestro entorno, y a su vez, la realidad se somete a nuestras intervenciones de acuerdo al personaje que hayamos forjado. En este carril de doble sentido entre las condiciones materiales de nuestra existencia y la forma de actuar según nuestras ideas, es donde más tendemos a producir deformaciones del mundo real y, por esta razón, es el lugar en el que debemos ser más cautos. Inconscientemente, nos subordinamos a las demandas de la sociedad mientras nos autoconvencemos en creer que ahí fuera existe un mundo creado para nosotros, en el que encontraremos nuestro sitio si cumplimos con los requisitos que nos imponga. Por eso, la pedagogía de saber mirar no es sólo importante para trazar el mapa de las complejas galerías de nuestro espíritu, sino también es un utensilio fundamental para poder manejarnos con solvencia en una época caracterizada por la epidemia de las llamadas noticias falsas, los vertederos digitales y el exceso de información.

Cualquier periódico de hoy en día incluye artículos de la siguiente índole: 45 errores al reciclar, 30 errores comunes al aparcar el coche, 27 errores comunes al maquillarse las cejas, cómo usar correctamente el hilo dental, cómo usar el abrelatas, cuál es la forma correcta de comer una piña, cómo gustar a X, cómo hacer Y, cómo actuar con Z. Tal persona se mantiene activa a sus 95 años, no sé quién hace 50 kilómetros todos los días para ir a la escuela, los jóvenes ya no quieren casas ni coches en propiedad, Marie Kondo nos recomienda tener como máximo 30 libros en casa y un artículo en una conocida revista cultural nos catequiza sobre los beneficios de salir de nuestra zona de confort. Todas estas instrucciones y consejos desgañitados hasta la afonía en pleno ocaso del orden liberal, el valeroso garante de nuestras iniciativas individuales y escolta de los principios del libre albedrío, la libertad de la información y la libertad de expresión.

Paradójicamente, y pese a la machaconería liberal porque escuchemos a nuestro yo interior y encontremos nuestro camino en medio de este gigantesco océano de libertades, el mundo sigue tendiendo a patologizar lo diferente y a amonestar a todo aquel que no sepa asimilar los imperativos dictados. Aprender a mirar y conocerse puede ser doloroso para aquellos que no soportan evadirse del calor del rebaño. Yuval Noah Harari, en un capítulo de su libro “Sapiens”, sacaba una conclusión deprimente sobre las expectativas de felicidad en nuestra sociedad. Exponía que la felicidad probablemente consista en una simple sincronización de las ilusiones personales con las ilusiones colectivas dominantes, de modo que alcanzamos nuestro bienestar subjetivo cuando nuestras expectativas se acompasan a los ideales de los demás. De esta manera, se crea una auténtica industria publicitaria en torno al significado de felicidad, tan manipulable como perversos sean los intereses de quienes la administren. No es raro por tanto, que sean las élites de poder quienes nos seduzcan hacia la forma de patentarla: en un mundo de condiciones cada vez más volátiles, colmado de empleos inestables, relaciones frágiles y un sinfín de arenas movedizas, los medios de comunicación, siempre en manos de los poderosos, dulcifican estas negatividades con filosofías de bajo costo, advirtiéndonos de lo nocivo de la estabilidad y la permanencia de un mismo estado para hostigarnos con la consigna de “salir de la zona de confort”. Precisamente, esta liquidez frenética en nuestras condiciones materiales, es lo que hace que hoy en día, no haya reto más satisfactorio y complejo que anclar al pavimento nuestro tembloroso castillo de naipes.

Por esta razón y otras tantas, es normal que una japonesa procedente de una cultura donde es habitual vivir en apartamentos de 25 metros cuadrados, nos bombardee con la utilidad de tener un hogar pulcro y ordenado, que sea la cultura empresarial la que promueva la obsesión por el trabajo y la figura cool del workaholic atado al portátil y a los vasos desechables del café para llevar, que la causa de nuestro fracaso en la sociedad del eslogan del “nada es imposible” siempre seamos nosotros mismos, por no haber puesto toda la carne en el asador al igual que ese chico etíope que recorre todos los días 50 kilómetros para ir a la escuela. Necesitamos por tanto, algún tipo de disciplina educativa para aprender a interpretar esta superabundancia de datos e impulsos, separar la información correcta y volver a alzarnos como fuente de autoridad de nuestras propias vidas. Aprender a ver, a pensar y a hablar y escribir es adiestrar nuestros ojos para una contemplación profunda de las cosas y evitar distorsiones en ese carril de doble sentido entre la realidad y nuestras concepciones internas.

Hemos dejado de poner filtros a los juicios de las personas de nuestro entorno y a los diluvios de información. Vagamos a tientas por una espesura de intuiciones borrosas y, en lugar de que este maremágnum incesante nos amplíe perspectivas, nos ha condenado a una estrecha visión en túnel de la articulación de las cosas, con un sentido cada vez menos crítico de nosotros mismos. En los foros digitales se han potenciado los fanatismos y la endogamia, porque todo el mundo se tapa los oídos cuando alguien empieza a verbalizar lo que no quiere oír y tiene un botón para silenciar el fastidio de lo antagónico. La pertenencia a identidades distintivas, más que crear cohesión, se atomiza en centenares de subgrupos en un absoluto caos. Consumimos un contenido descomunal compuesto de imágenes vacías de contexto en la era de la inmediatez y del rendimiento económico a cualquier precio (¿cuántas veces te preguntaron si lo que querías estudiar tenía salidas en lugar de si te gustaba?). Necesitamos con urgencia aferrarnos al desafío personal de las tareas de Nietzsche, para circular sin peligro de estrellarnos por esta anárquica autopista de doble sentido. Necesitamos, hoy más que nunca, la facultad de la atención profunda en lo que somos y lo que vemos.

Esta entrada es quizá, una de las menos personales que he escrito, pero creo que por primera vez hago un intento persuasivo por inducir vivamente al lector a que tome una determinada actitud. Si has llegado a este blog, probablemente nos una algún tipo de conexión lo bastante personal como para considerarte un amigo, bien porque nuestra confianza cristalizó en que te cediera su dirección, o bien porque lo encontraste por casualidad y, al leer algunos párrafos, te identificaste de alguna manera con lo que se escribía aquí. Por eso, el propósito final que me gustaría que aguijoneara tu pensamiento al terminar de leer este texto, es que mantengas una alerta constante con toda amalgama de información que recibas, ya no sólo la que provenga de los medios de comunicación o la propaganda neoliberal, sino que cuestiones hasta los juicios de valor que tu propio círculo ejerza sobre ti, las etiquetas que te impongan y en qué grado algunas influencias han condicionado la gestación de tus defectos. Que sepas que incluso tu manera de verte en el espejo está subordinada por los testimonios de un todo. Que aceptes el reto de aprender a ver, a pensar y a hablar y escribir, con el objetivo de alcanzar esa óptica distinguida.

Querido amigo, si decides subirte a este barco, me gustaría que te desprendieras de cualquier miedo a abandonar el calor del rebaño y tuvieses la disposición perpetua de cuestionármelo todo. No dejemos que nos invadan los decálogos de la psicología popular, demos oportunidad a lo contrapuesto para no caer en el narcisismo de engordarnos exclusivamente de lo propio y creemos ese espacio crítico para la duda. Me gustaría alcanzar la excelencia de esa mirada serena para las cosas, pero si vamos a atravesar juntos esa autopista de doble sentido, también quisiera que mis acompañantes desarrollasen esa destreza. No sólo por la tranquilidad de tener a alguien al lado con un discernimiento diáfano que pueda tomar los mandos cuando necesite descansar, sino porque nada me llena más de orgullo que poder contar simultáneamente con los que se dejan enseñar y con los que no paro de aprender.

El Ojo de Horus, uno de los símbolos místicos más famosos de la mitología egipcia, también conocido como Udyat, que significa "el que está completo". Además de atribuírsele numerosas cualidades mágicas, el Ojo de Horus simboliza el equilibrio, lo imperturbado y el estado perfecto de las cosas. Todas las noches, Horus luchaba contra Apofis (a la derecha), una serpiente inmortal que habitaba en las aguas del Nilo y cuyo objetivo era destruir el orden cósmico. ¿Fue el Ojo de Horus el primer paradigma de la mirada contemplativa hacia nuestro mundo?



24 feb 2019

Viaje a Corea del Sur y Okinawa (IV)



La última entrega de este viaje corresponde a Busan y a un segundo itinerario por Seúl. Busan es una ciudad costera al sur de Corea del Sur (qué graciosa redundancia), y la segunda metrópolis más grande del país después de su capital. Tengo muchos planes para hacer allí, así que salgo temprano de mi pensión en Gyeongju (sin oportunidad para despedirme del amable propietario que, según me dijo otro huésped, tuvo que salir corriendo hacia el hospital para ver a un familiar) y cojo un autobús para acercarme a la estación de Singyeongju. Hay poco más de 75 kilómetros desde Gyeongju a Busan y los buses son muy baratos, pero a mí me encantan los trenes de alta velocidad y compro un billete de la Korea Train Express (KTX) que me deja en Busan en algo menos de 1 hora. Imposible no hacer referencia a la película coreana “Train to Busan”, que narra un apocalipsis zombie en mitad de un trayecto ferroviario, para mí la mejor película de este género que se ha hecho nunca, cuarenta y tres mil doscientas veces por encima de la carroña infumable de Walking Dead. 
 
Cuando llego a Busan, tardo un poco en salir al exterior debido a un sistema de Metro un poco laberíntico, pero al poner el pie en la calle me sacude un frío costero bastante húmedo fusionado con un viento atroz. Es necesario un segundo viaje en Metro para llegar a mi hotel, situado en Bujeon, el mismo centro de Busan, y cuando por fin salgo del subsuelo, compruebo con agrado que mi hotel está justo enfrente, sólo tengo que cruzar la calle.

Bueno, busquemos un paso de peatones y ya está” pienso con candidez.

Arrastrando mi maleta de 20 kilos empiezo a andar por la acera…cien metros, doscientos metros, quinientos metros…¿dónde rayos están los pasos de peatones en esta ciudad? Sigo caminando con mi buen humor descendiendo exponencialmente, descarto la idea de cruzar la calzada atravesando la agresiva circulación metropolitana, pienso que estoy dentro de algún programa de cámara oculta de la televisión coreana y empiezo a mascullar palabrotas en voz alta ante la sorprendida mirada de los transeúntes. Ya estoy tan lejos del hotel, que paro a un taxista para que me acerque. Le enseño mi destino en el mapa del móvil. No entiende nada, no sabe a qué hotel me refiero. Pregunto a un segundo taxista que estaba aparcado justo detrás. Nivel de inglés a la altura de un botellero de Leroy Merlin. Desisto. Me aproximo hasta un señor de ademanes despreocupados junto a otra boca de metro. Le formulo la ridícula pregunta: “¿cómo se cruzan las calles en esta ciudad?” El hombre se ríe y se introduce en la boca de metro haciendo un gesto para que le siga. Vale, lo acabo de pillar. Las zonas más transitadas de Busan han de atravesarse por el paso subterráneo, donde hay una segunda ciudad atestada de tiendas y comercios. En un principio, pensé que el desquiciante urbanismo de Busan está pensado para favorecer la fluidez de la circulación de vehículos, pero cuando conté esta anécdota a mi amiga japonesa, comprendí que el motivo de esta arquitectura tiene una explicación mucho más triste: como seguramente ya saben, Corea del Sur y Corea del Norte continúan estando técnicamente en guerra. Pese a las recientes negociaciones sobre acuerdos de paz, estos tratados tienen un contenido más simbólico que material, y todavía se está muy lejos de alcanzar una teórica reunificación. El urbanismo de Busan está pensado para que, si se da una nueva invasión de Corea del Norte, las calles queden a disposición del ejército, mientras que la población civil quedaría refugiada en este complejo subterráneo pertrechado de provisiones.

Ya en el hotel descanso un poco y apuesto por un almuerzo un poco más occidental en el restaurante pidiendo una crema de verduras y un pollo al curry. Un hotel maravilloso, por cierto, de los que me gustan porque tienen cristaleras gigantes para comer con vistas a toda la ciudad, y tienes la impresión de estar en la piel de un magnate ruso del petróleo o la de un frío especulador de Wall Street.

El resto del día lo paso visitando Gamcheon Culture Village, un barrio de Busan situado en un escarpado entorno ubicado en una ladera de la ciudad, caracterizado por sus enrevesados callejones con muros y casas de colores vivos que recuerdan mucho a las favelas de Brasil. Algunos conocen este lugar como “el Santorini de Busan” o “el Machu Picchu coreano”. Pero Gamcheon no es otra cosa que un antiguo barrio marginal que acogió a los refugiados surcoreanos de la Guerra de Corea en los años 50. En 1951 había medio millón de refugiados en Busan procedentes de todas las partes del país, cuando originalmente la ciudad no llegaba ni a los 900.000 habitantes. Fue en el año 2009 cuando el Ministerio de Cultura, Deporte y Turismo lanzó un proyecto para renovar el barrio. Contrataron pintores y escultores que empezaron a dar un toque artístico a las calles. Al principio, los residentes rechazaron el proyecto temiendo que los turistas acudieran a tomar fotos como si fuesen animales de zoológico, pero gradualmente han ido aceptando la iniciativa y no sólo es completamente seguro visitar Gamcheon, sino que además se ofrecen múltiples actividades de entretenimiento para los visitantes, así como museos y tiendas donde se pueden adquirir diversos bártulos hechos por los propios habitantes del barrio. Yo compré un mapa en el punto de información que hay justo a la entrada. En él aparecen los principales enclaves para visitar, con un recuadro en el lado izquierdo en el que estampar los sellos de estos lugares para incentivar el recorrido por Gamcheon. Yo empecé motivado, pero reconozco que no supe encontrar algunos emplazamientos entre tal maraña de callejones, y al final me anocheció habiendo localizado solamente la mitad de ellos (también es verdad que fui con mucha pachorra, disfrutando de los rincones del barrio y sacando mis fotos sin la presión de completar el mapa).

Al día siguiente, con una gélida ventisca marina como compañera de fatigas que me obligó a refugiarme en el interior de un cine mientras esperaba a mi autobús, visité el Templo de Haedong Yonggungsa, otra de las principales atracciones de Busan. Enclavado en el filo de un acantilado costero del noreste de la ciudad, este templo tiene la particularidad de ser uno de los pocos santuarios budistas ubicados junto al mar (la mayor parte de ellos están situados en el interior de una montaña). Fue fundado en 1376 por Na Ohng, un consejero del rey de la dinastía Koryo (la anterior a la Joseon), cuando buscaba un lugar místico que tuviese el mar delante y una montaña detrás, y en el que determinó que una plegaria orada por la mañana podía ser concedida por la tarde. El nombre del templo significa algo así como “el Templo del Palacio del Dragón”, porque tras muchísimos años en los que el lugar permaneció en ruinas debido a su destrucción durante las invasiones japonesas (cuando visitas Corea del Sur te das cuenta de la violencia tan grande que históricamente ejercieron los japoneses a otros países), en 1974 un monje budista tuvo una visión durante una de sus oraciones. En ella, el Bodhisattva Gwanseum, emergía del fondo del mar a lomos de un monumental dragón que se perdería en el cielo. Haedong Yonggungsa es, como verán en las fotos, un lugar sagrado repleto de simbolismo y belleza. No es un templo muy grande de recorrer, y de camino a la entrada, tras pasar por numerosos puestos de comida en los que, por supuesto me paré a comer un hotteok y un odeng (una deliciosa pasta de pescado ensartada en brochetas muy popular en Busan), doce estatuas de piedra de tamaño humano representando cada uno de los signos de la astrología oriental nos dan la bienvenida. Dentro del templo, hay muchos puntos pintorescos, algunos pidiendo descaradamente la instantánea por su espectacularidad al enmarcarse en el océano. A mí en particular me encantaron las estatuas de los cerditos dorados (imposible no acordarse de Agnes aquí) y la estatua de Podaehwasang, construida en memoria de un monje regordete que vivía en la China de la exitosa dinastía Tang, y que llevaba consigo un saco lleno de comida y dinero que compartía con los pobres.

Tras Haedong Yonggungsa, toca un recorrido por Jagalchi Market, un gigantesco mercado de marisco y pescado que ocupa calles enteras y que más bien podríamos considerar un barrio más de Busan. Estuve un rato recorriéndolo, no compré nada porque, como apreciarán en las fotos, había bichos expuestos que no sabía ni qué demonios eran. Casi todos los puestos están administrados por mujeres y se puede pasear por ellos sin sufrir el acoso invasivo tan habitual en otros países (ejem, ejem…) en este tipo de espacios.

Al caer la noche, me acerqué a uno de los sitios de Busan que más disfruté: Gwangalli Beach. Se trata de una caleta emplazada bajo la imponente silueta del puente colgante de Gwangan, que con casi 7.500 metros, es el segundo más largo del país con el permiso del Puente de Incheon. Gwangalli Beach está bordeada por decenas de restaurantes y clubs que por la noche incendian el paisaje con sus neones de colores y dan a la playa una estética Blade Runner de la que hubiese presumido el mismísimo Ridley Scott. Leí que los jueves se hacen fiestas en la playa, esa noche era viernes y la arena ya estaba como una patena, imaginar que en España una playa esté limpia al día siguiente de un botellón, es simplemente un chiste con el que te puedes cagar encima de la risa.

Estuve un rato haciendo fotos y caminando sobre la suave arena de Gwangalli Beach, pero el frío costero de Busan volvía a hacer de las suyas y yo no iba muy abrigado, así que no tardé mucho tiempo en pensar en la recogida. Unas chicas guapísimas me sacaron unas fotos con el Puente Gwangan de fondo (me pidieron que sonriera diciendo “kimchiiii”). Ni confirmo ni desmiento que volviese a España enamorado de la dulzura de las coreanas. Antes de volver al hotel, cené un buen estofado calentito en uno de los restaurantes de la zona. Insisto en que me sorprendió mucho Gwangalli Beach a pesar de no ser uno de los sitios imprescindibles para ver de Busan, pero alucino al ver una playa de ciudad tan cuidada y llena de vida, repleta de gente amable y con una oferta de ocio tan variada. Con más tiempo y más calma, me hubiese agarrado una curda en alguno de los locales, seguro.

Al día siguiente tocaba volver a Seúl, ya para ir poniendo punto y final al viaje. Otra vez en un tren de alta velocidad de la KTX, llegué a la capital coreana en algo menos de 3 horas (y estamos hablando de cruzar el país de una punta a otra). Hubo una anécdota graciosa en este trayecto, porque ya asumiendo que en Corea del Sur no te roban ni de coña, dejé tirada mi maleta en la zona de acople entre dos vagones (los asientos son demasiado estrechos como para llevar equipajes grandes) y, despreocupado, me fui a sentar al sitio que me correspondía de acuerdo al billete. Al cabo de un rato, una azafata preguntó en voz alta de quién era esa maleta. Amablemente, me indicó el lugar correcto para colocarla y me disculpé. En Corea puedes dejar tus pertenencias donde quieras, no las vas a perder, pero aún así hay que recordar que todo tiene un orden sistemático.

Cuando llegué a Seúl, me alojé en un hotel más céntrico (nada menos que en la exclusiva zona de Insadong), y me tiré de los pelos al comprobar que todos los lugares de interés turístico estaban a tiro de piedra si me hubiese alojado aquí desde el principio. Este segundo round en Seúl lo disfruté muchísimo. Estuve horas explorando las tiendas de Insadong, relajado en sus cafeterías y restaurantes (aquí descubrí que el bibimbab hay que mezclarlo porque una camarera se acercó corriendo hasta mi mesa al verme consumir el plato sin remover y me gritó mix, mix!!!), comprando algunos souvenirs para amigos y familiares y deleitándome con la comida de los puestos callejeros. En definitiva, esta segunda aproximación a Seúl fue mucho menos agobiante que la de mis primeros días, frustrado por alojarme en la periferia y con la ansiedad de querer visitar demasiadas cosas. Solamente me quedaba una asignatura pendiente, de naturaleza simbólica: tenía que visitar los islotes de Bamseom, sobre el Río Han, el escenario de una mis películas favoritas, Castaway On The Moon”. Al principio de la película, el protagonista, ahogado por las deudas, intenta suicidarse arrojándose desde lo alto del Puente Mapo, tristemente conocido por ser uno de los enclaves preferidos por los coreanos para ponerle punto y final a sus vidas. Hace unos años, la cantidad de suicidios llegó a tal punto que, empresas de la envergadura de Samsung instalaron aquí una serie de mensajes para evitar que los ciudadanos siguieran tirándose al río. Así pues, si empezamos a caminar por la senda peatonal del puente, de más de 2 kilómetros de largo, pronto nos daremos cuenta de que en los pasamanos han colocado diferentes frases en coreano además de fotos de niños con sus familias. Estas frases simulan una conversación que intenta desincentivar la mentalidad del suicida, formulando preguntas de alguien que se preocupa por nosotros, o proyectando imágenes de fuerte contenido emocional que de alguna manera ayuden a evitar la catástrofe en el que pudiera ser el último momento de vida de una persona. El paseo por el puente puede ser aterrador si eres consciente de la cantidad de almas que han renunciado a vivir desde aquí. Yo logré cruzarlo entero con el corazón en un puño, y apenas encontré a más de 3 personas por el camino. 
 
Una vez en el otro lado, estuve un rato caminando por Hangang Park, un enorme parque compuesto a su vez por una decena de otros parques donde realizar múltiples actividades deportivas como skateboarding, pasear en bici, pescar o cruzar el río en barco. Estuve buscando las entrañables barcas con forma de pato que salen en Castaway On The Moon”, pero no las encontré. Mi regreso al otro lado de Seúl iba a ser por el Puente Seogang, justo el que pasa por encima de la isla de esta película. Tenía pensado hacer unas fotos desde lo alto. Los islotes de Banseom son una reserva natural de aves migratorias, y en su ecosistema pueden verse patos mandarines, garzas, algunas aves rapaces y cientos de especies de plantas. Al igual que en la película de Lee Hey-jun, los islotes están deshabitados y son inaccesibles por tierra. Pero justo cuando iba por la mitad del Puente Seogang, ocurrió algo desagradable. Probablemente no me di cuenta de que el puente iba ascendiendo en altura y comencé a sentir un vértigo terrible. Los coches pasaban a mi derecha de frente a toda velocidad y, el pasamanos, en una senda peatonal estrechísima, estaba mucho más bajo que el del Puente Mapo (incomprensible teniendo en cuenta que también es posible quedarte muñeco tirándote desde aquí). Mi cabeza empezó a hacer de las suyas y advertí la auténtica sensación del miedo fisiológico, el cual no sentía desde hacía muchísimos años. Nadie frecuentaba este lugar, por lo que pensé que si me ocurría algo aquí, probablemente no serían capaces de encontrarme hasta horas después de la desgracia. Tuve que sentarme un minuto en el suelo porque estaba al borde de la taquicardia. Estaba a mitad del camino. Me puse de pie y, con la mirada fija en el suelo, me di la vuelta y regresé por donde había venido. Me sentía un poco más seguro yendo en el mismo sentido que los coches. Conseguí volver a ponerme sobre tierra firme. Pese a esto, todavía no había renunciado del todo a fotografiar Bamseom, y acudí al otro extremo del Puente desde el distrito opuesto, empezando la senda peatonal en el sentido de los vehículos. No funcionó y apenas pude andar unos pasos. Honestamente, creo que si hubiese estado acompañado podría haber vencido la ansiedad, así que me guardo esta batalla personal con el Puente Seogang para un futuro próximo. 
 
Y ahora sí, ponemos punto y final a este viaje por Corea del Sur y Okinawa. Aunque la organización no pudo ser tan perfecta como la de mi primer viaje a Japón, ciertamente es difícil seguir la rigurosidad del planning sin contratiempos en un país no tan adaptado al turista. Con una producción industrial y tecnológica tan potente, no necesitan preocuparse demasiado por el sector servicios, y es normal encontrarse con muchos carteles de información escritos en hangul, ciudadanos que no hablen nada de inglés o quizá un trato un poco brusco en las áreas más metropolitanas. Pese a estos detalles nada decisivos, me llevo otra experiencia magnífica y el haber conocido a varias amistades que, si bien no podrán estar físicamente cerca, sí espero llevarlas dentro durante mucho tiempo. Corea del Sur es un país impresionante que, aunque no es muy grande en superficie, tiene suficientes atractivos como para estar recorriendo durante más de un mes, con un mercado turístico todavía en crecimiento, y una gastronomía que no se parece en nada a ninguna otra. Además, todos los rankings sitúan a Corea entre los países más seguros del mundo, incluso por encima de Japón, probablemente gracias a la innumerable cantidad de cámaras de seguridad que hay instaladas por todas las calles (el famoso sistema CCTV), que sin duda desincentivan a los malhechores de intentar cualquier fechoría.

Superada la zozobra inicial que ya mencioné, debido a la lejanía con los puntos de interés y mi obsesión por verlo TODO, desde el día que partí a Okinawa hasta el final del viaje (exceptuando el incidente del Puente Seogang) disfruté como un crío y los días se me pasaron volando. Solamente hay un aspecto (¿negativo?) que estoy empezando a sentir al hacer estas expediciones: empiezo a sentirme demasiado cómodo viajando solo. Adoro hacer y deshacer a mi antojo, elaborar mi borrador con los lugares que quiero visitar y sentir la satisfacción de que las cosas caen exactamente en los puntos que he marcado. Si las cosas siguen yéndome bien (pray to Buddha), tiene pinta de que este año vuelvo a pasarme por el este asiático, un lugar que ya casi considero mi segunda madre. Lo que no sé es si seguiré teniendo la fuerza de voluntad para continuar narrando todo por aquí, pero eso ya es harina de otro costal. 
 
Un abrazo a los poquitos que conocéis este blog y que me habéis pedido que siga escribiendo estas entradas (que son la friolera de dos personas, Aura y McLovin).

¿Río de Janeiro? No, es Gamcheon!!
Minino coreano reposando en un tejado de Gamcheon

Admito que el barrio es un poco hippiento, pero tiene su encanto, ¿vale?

En la llamada "Casa de la Paz", uno de los puntos más llamativos de Gamcheon, podemos ver algunos mensajes escritos en la pared por los visitantes. Este de aquí, rogando por la paz entre las dos Coreas, me pareció uno de los más bonitos.

Los carteles advirtiéndonos del CCTV (siglas inglesas de "Closed Circuit Television") están prácticamente en todos los puntos de cualquier ciudad coreana. Si estamos en la calle, es muy posible que estemos siendo grabados por este gigantesco sistema de cámaras. Independientemente de si vulnera en algún sentido la intimidad, los bajos índices de criminalidad registrados en Corea del Sur indican que funciona.

Así dejé mi mapa de Gamcheon. Vale, se me escaparon muchos sitios, pero les aseguro que no es tan fácil encontrarlos todos en el caótico entramado de callejuelas multicolores de este barrio tan peculiar.

Una foto desde mi ventana del hotel en Busan.

Puedo decir que este pollo frito marinado en una salsa de vete tú a saber qué, es el pollo frito más delicioso que he comido en mi vida. Ahora mismo se me está haciendo la boca agua de recordarlo.

Galletitas de tiramisú, una de las infinitas locuras que puedes comprar en las tiendas subterráneas de Busan. Por algo Corea del Sur lidera el Índice Bloomberg de Innovación.


Entrando a Haedong Yonggungsa. Puede que sea el templo más bonito de Corea, pero el más humilde seguro que no.

La estatua de Podaehwasang. Pero qué simpático ese señor.

Los cerditos dorados de Haedong Yonggungsa.

Una foto que nos da mayor perspectiva de dónde está enclavado Haedong Yonggungsa, tomada cuando me marchaba del templo. El mar delante, la montaña detrás.

Jagalchi Market, en el barrio de Nampo. Muchas criaturas marinas que estaban expuestas aquí, no las había visto en mi vida.

Después de la Guerra de Corea, Jagalchi Market se convirtió en un gran mercado de pescado que hoy en día es uno de los puntos imprescindibles para visitar en Busan. Casi todos los puestos los llevan mujeres.

Puro Busan

Gwangalli Beach. Me enamoré de esta playa rodeada de restaurantes y locales de ocio. ¿Pueden percibir lo limpia que está la arena?

El Puente Gwangan es lo que se ve a la derecha. El paisaje nocturno de Gwangalli Beach es simplemente un espectáculo.

Estofado calentito para combatir el frío.

Llegando a la estación de Seúl, con nieve sobre las vías del tren.

Ya en Insadong, un laberinto de calles repletas de cafeterías, galerías de arte, tiendas y sitios donde comer.

Pancakes con forma de mierda. Yo me comí uno relleno de chocolate y otro con pasta de judías dulces (el famoso anko de los dorayakis).

Sinpo bibimbab, arroz con verduras y pasta de pimiento rojo, no podía marcharme de Corea sin volver a llorar con el picante.

El pasamanos del escalofriante Puente Mapo, con los mensajes y fotos de contenido emocional que mencionaba en el texto.

La isla de Bamseon, mansa sobre el Río Han. La foto está tomada desde el Puente Mapo, donde se tira el protagonista de Castaway On The Moon.

5 ene 2019

Viaje a Corea del Sur y Okinawa (III)

A veces, por muy ordenado y metódico que sea uno, es imposible controlar todas las variables y mi llegada oficial a Gyeongju se demoró hasta más allá de la 1 de la madrugada. Primero se retrasó una hora la salida de mi vuelo desde Okinawa. En el aeropuerto de Incheon, las maletas tardaron otro tanto en aparecer por la cinta, con la consecuente cólera de los siempre combativos coreanos, cuyo carácter tiene poco que ver con el imperturbable estoicismo japonés. Creí que uno de los pasajeros se comía al pobre auxiliar de la aerolínea chillándole a 3 centímetros de la cara. Si hacéis una extensión homogénea sobre el temperamento de todos los países de ojos rasgados, ya os digo yo que estáis equivocadísimos. Me gusta teorizar sobre estas diferencias culturales y, me pregunto si esa personalidad aguerrida del coreano ha sido forjada en el continuo hostigamiento de los países adyacentes. Corea soportó dos invasiones manchúes y muchos años de imperialismo japonés, siendo ocupada por estos últimos desde 1910 hasta 1945. Como dato curioso (y también un poquito maliciosamente gracioso), comentar que muchos historiadores coreanos no consideran algunas batallas contra los japoneses como “guerras”, puesto que piensan que Corea del Sur es un pueblo absolutamente superior a Japón. Es algo así como no llamar pelea a esa paliza que le has dado a tu vecino, porque crees que es un poco borderline y no tiene mérito ganarle. Esta es la mala hostia que se gastan los coreanos.

En fin, una vez aparecen las maletas por la cinta, las recojo y me dirijo a un puesto de información del aeropuerto para preguntar cuál es la mejor forma de llegar a Gyeongju, que está a algo más de 270 kilómetros de Seúl. En un principio tenía pensado ir en tren, pero ya son las 7 de la tarde y, por lo que me comentan desde un grupo de chat de LINE, creado por mis amigos japoneses sólo para ayudarme (os quiero 4LiFe), no está tan claro que el tren sea la vía más rápida teniendo en cuenta que me dejaría en una estación de las afueras de Gyeongju y estaría obligado a coger un autobús o un taxi para llegar al centro.

Al final y tras mucho cavilar, compro un billete de autobús (con la vendedora de tickets enseñándome a pronunciar Gyeongju por sílabas señalando la palabra con un bolígrafo como si fuese un retrasado, la quiero muchísimo, señora), y a las 19:30 pongo rumbo al citado destino. 
 
El viaje hasta Gyeongju por carretera duraba alrededor de 5 horas, lo que significaba que llegaría al pueblo sobre la 1 de la mañana…Aprovecho un momento en el que mi teléfono coge una red wifi para mandar un correo al propietario de la pensión, avisándole que voy a llegar bastante más tarde de lo que tenía programado. Llevo despierto desde muy temprano y de camino a Gyeongju me quedo medio dormido, aunque lo suficientemente alerta como para percibir las diferentes paradas que va haciendo el autobús. Por fin me parece escuchar la palabra “Gyeongju” en boca de alguien. Me bajo a trompicones y el chófer me entrega la maleta. Me encuentro en un lado de la carretera, con un paisaje totalmente onírico a mi derecha: el casco de una ciudad desierta, saturada de rótulos parpadeantes e intensas luces de neón flotando en una oscuridad silenciosa. “¿Gyeongju?” pregunto desorientado. “Gyeongju!” grita el chófer, que acto seguido pisa el acelerador y se marcha a todo trapo de allí.

Comienzo a arrastrar mi maleta de 20 kilos orientándome hasta la pensión con el mapa del móvil, atravesando unas estrechísimas calles de doble sentido por las que apenas cabe un coche. No se ve ni un alma por ninguna parte, salvo a un aletargado dependiente dentro de una convenience store. Tras unos diez minutos, doblo una esquina a mi derecha y encuentro el lugar. El humo de un cigarro se escapa de los labios de una figura borrosa junto al edificio. Es el propietario de la pensión y, en un inglés decente, me dice sonriendo que ya estaba a punto de irse. Hace un frío de la leche, así que entramos a la recepción y me da algunos detalles como el horario del desayuno y demás historias. Le pido pagar con tarjeta de crédito. Saca una especie de cacharro de 1983 y paso mi tarjeta por el lector. Me entrega una copia del recibo con el precio en moneda coreana. Le doy las buenas noches y subo a mi habitación (pequeña, pero muy cálida y acogedora). Visto que el datáfono del tipo me parecía algo extraño, me entra una especie de paranoia y se me ocurre consultar mi cuenta bancaria antes de irme a dormir. Mis temores se hacen realidad y compruebo con horror que me han cobrado 1.200€. Es lo que me faltaba para un día lleno de imprevistos y sobresaltos. Ipso facto, llamo a mi entidad bancaria aun sabiendo que la llamada puede salirme una millonada. Le comento el problema a un operador, el cual insiste en que no aparece ningún pago por dicha cantidad, sino uno de 96€, que son los tres días de alojamiento que contraté desde Booking. Después de 20 minutos de tensión al teléfono, llego a la conclusión de que la app del banco es una puta mierda y no puede expresar las cantidades en otra moneda que no sea el euro. En realidad me han cobrado 120.000 KRW (won surcoreano, exactamente esos 96€), pero el programa informático es tan profundamente imbécil que sólo lo expresa en euros. Casi 40€ más en la factura telefónica por culpa de esta llamada de mierda por una confusión de divisas. Ni me ducho, lanzo mis cosas en el suelo y a tomar por culo hasta mañana.

Al día siguiente, más relajado, bajo a desayunar. Saludo al propietario del hostal en la recepción y me siento a tomar un modesto pero agradable desayuno de tostadas con mermelada, zumo de naranja, cereales y un plátano. Una suave melodía de jazz ambienta el rincón. No sólo el tipo no tuvo ninguna mala leche de cobrarme el precio de la estancia en euros, sino que, ahora que vuelvo a tener wifi, compruebo que me había respondido al correo electrónico advirtiéndome que salía de trabajar a las 22:00 y me dejaría una llave por fuera. Me doy cuenta de que al final tuvo alguna especie de remordimiento y se quedó esperándome hasta la 1 de la madrugada para entregarme la llave personalmente. Le hice esperar 3 horas más teniendo en cuenta que hoy volvía a entrar de turno a las 6 de la mañana. Antes de volver a ponerme en marcha, le pregunto por varios sitios de Gyeongju que quiero ver y me imprime los horarios de autobús para llegar a todos ellos. Menudo tío majísimo, le casco un 10/10 en booking y una reseña favorable en cuanto vuelvo a pisar España.

Tras este accidental encuentro con Gyeongju, la ciudad y sus alrededores (que tiene poco más de 250.000 habitantes) no tardan demasiado en enamorarme. Me doy cuenta bastante rápido de que soy un forastero extraño porque, sobre todo las personas mayores, no dejan de mirarme de reojo al pasar a mi lado o sentarse junto a mí en las paradas del bus. Aun así, me siento mejor acogido que en Seúl, porque esa curiosidad por mí se traduce en una simpatía fraternal, con señoras sonriéndome al ver a un occidental interesado en el legado cultural de Gyeongju, incluso un muchachito de una tienda me chocó los cinco al preguntarme de dónde era y responder que de España. La verdad es que sí: me siento muy cómodo siendo “el raro” por unos cuantos días. Como ya había comentado, Gyeongju es la capital del próspero reino de Silla, un lugar de mucha creación artística, parques y templos, con diversas zonas declaradas como Patrimonio de la Humanidad. 
 
Una de ellas es la aldea tradicional de Yangdong, la más antigua de Corea del Sur. Ubicada según las observaciones del Feng Shui (de espaldas a la montaña y de cara al agua), esta aldea aún habitada es un enclave agrícola precioso que conserva todo el encanto de la Corea más tradicional, con más de 50 casas tradicionales de una antigüedad superior a los 200 años que siguen conservando su estado original. Me pasé unas cuantas horas recorriendo la aldea de arriba abajo, disfrutando de la paz que desprendía el hermoso entorno con sus casitas de techo de teja (muy caras en aquella época y donde residían los señores) y las de paja (más modestas, donde vivían los sirvientes y los esclavos). Mencionar que cuando me disponía a volver a la pensión, al preguntarle a un conserje dónde quedaba la parada del bus de regreso, no me entendió y acabó mandándome a una parada abandonada junto al río, infectada de mosquitos, en la que de milagro no cogí una encefalitis asiática. Un amable ciclista me indicó que la parada era exactamente la misma que la del viaje de ida, es decir, justo al lado de la caseta donde estaba el conserje. Cuando me vio otra vez por allí (junto al ciclista, que tuvo la bondad de acompañarme) casi se descuajeringa de risa y me pidió perdón dándome palmaditas en la espalda.

A la mañana siguiente, decidí visitar el Templo Bulguksa, otra de las reliquias más representativas de Gyeongju. Se considera una obra maestra del arte budista en el periodo de Silla, construido bajo las órdenes del rey Beopheung en el año 528. Desde esa fecha a lo que es hoy, sufrió múltiples renovaciones en varios reinados, fue víctima de asaltos e incluso fue incendiado durante las invasiones japonesas. En la actualidad y ya totalmente restaurado, conserva diversos tesoros culturales como una estatua de Buda Vairocana y dos pagodas de piedra.

En una de las salas del complejo, que si no recuerdo mal era el Gwaneumjeon Hall, donde se alberga la imagen de Avalokitesvara, el Bodhisattva de la Compasión y uno de los más famosos dentro del budismo, veo a una chica asiática rezando en el suelo. El Templo Bulguksa está compuesto por unas cinco salas, casi todas ellas con alguna encarnación de Buda en su interior, pero dejé de entrar a ellas tras darme cuenta de que al salir te exigen un donativo mínimo de 10.000 KRW (cerca de 8€), así que me limité a contemplarlas desde fuera. Esa parte del templo donde está ubicado el Gwaneumjeon Hall es particularmente bella porque hay unas lámparas de papel de diferentes colores colgadas de un poste, pero la zona está desierta y no tengo a nadie para sacarme una foto en este lugar. Es entonces cuando, agarradita a un abrigo acolchado, sale de la sala de Avalokitesvara la chica asiática que estaba rezando, así que aprovecho para pedirle una instantánea bajo las lámparas. Habla inglés perfectamente, me hace un chorro de fotos y me pregunta si quiero sacarme algunas más por aquí. Le digo que me vale con esas y le doy las gracias. No había dado más de diez pasos cuando vuelvo a ver a esta chica intentando hacerse un selfie con gesto frustrado junto a las escalones de piedra que conducen al Birojeon Hall. Parece que me toca devolver el favor y cojo su teléfono para hacerle la foto. Es el momento de hablar de una nueva sorpresa en este viaje y dedicarle unos cuantos párrafos a Agnes, porque tras este segundo encuentro en los escalones, me quedaría pasando la mañana ella y su amiga, que en ese momento estaba en otro lado del Templo y con la que, sintiendo un poco de pena, casi no llegué a intercambiar palabra porque no hablaba nada de inglés.

Agnes es una coreana que no supera por mucho el metro y medio de estatura, pero que sólo puedo definir como un pequeño monzón cargadito de alegría. De forma casi automática, toma el rol de guía turístico por el Templo Bulguksa y comienza a comentarme las diferentes curiosidades del recinto que no aparecen en los folletos. Pasando por un parterre poblado de montículos de rocas amontonadas en equilibrio formando una especie de pirámides, Agnes me ofrece una piedra pequeñita para que la sitúe en la cima de una de ellas y pida un deseo. Logro colocarla in extremis sobre la escasa superficie de un montículo cercano. Le pregunto qué ocurre si el viento tumba mi piedra y, entre risas, me hace entender que entonces lo tengo muy chungo. 

A continuación estamos un rato en el patio del Geugnakjeon Hall, la sala que enclaustra la imagen del Buda Amitabha (el Buda de la Luz Infinita), presidido por una graciosa estatua de un cerdo dorado, ante la que Agnes me hizo sacarle una foto haciéndole una mueca que casi me descoñeto de risa. Yo ya había estado en esa parte del templo, pero ella no quiere marcharse sin encontrar la figura de otro cerdo dorado que se supone que está escondida bajo la estructura del tejado curvo del Geugnakjeon. Según me cuenta, en el budismo, el cerdo dorado simboliza la riqueza y felicidad. Le pregunto bromeando cómo es posible que una religión que propugna valores de moderación y mesura, aliente por otra parte a alcanzar la riqueza y se desternilla. Una vez ha encontrado al cerdito, insiste en que yo también lo busque y, cuando estoy a punto de darme por vencido, me da una pista porque quiere “ayudarme a encontrar mi felicidad”. Al final, resulta que el cerdo dorado estaba escondido en el lugar más obvio del mundo. Me gusta la gente que pone importancia a los simbolismos. En un mundo cada vez más inexpresivo, la comunicación ritualizada es la hoja afilada que corta lo singular de lo superfluo. 
 
Ya reunidos con la amiga de Agnes (lo siento, no recuerdo su nombre coreano) y, después de comernos un hotteok(una especie de pancake callejero relleno de miel, cacahuete, azúcar moreno y demás ingredientes de alto contenido calórico), un par de perros asilvestrados pero mansos como un cordero aterrorizan a Agnes, que me pone sobre aviso de que les tiene fobia hasta tal punto que ni siquiera se puede mover al tenerlos cerca, así que abarco la totalidad de su metro y medio para obstaculizar la visión de los canes que, siendo sinceros, pusieron más interés en olfatear unos cubos de basura contiguos que en nosotros.

Una vez abandonamos el Templo Bukgulsa, el plan es coger el coche de Agnes (o más bien del padre de Agnes) y subir por la montaña hasta la Gruta Seokguram, una especie de ermita budista construida para los peregrinos que contiene una estatua de Buda de 3,5 metros de alto enclavada sobre un pedestal con forma de flor de loto. Me llama la atención lo insegura que es Agnes al volante y me atrevo a hacer algunas bromas sobre ello que son acogidas con carcajadas. Ella, al igual que yo, le tiene mucho respeto a la carretera y, como su pánico a los perros, lo manifiesta casi de inmediato. Es necesario recalcar que el asiento trasero del vehículo estaba ocupado por una gigantesca bolsa llena de cervezas. Agnes me pregunta si tengo sed.

La Gruta Seokguram, que en un principio no formaba parte de mi planning pero Agnes me asegura que es preciosa, debe estar situada a una altitud considerable sobre el nivel del mar, porque no tardo en notar una pequeña sensación de falta de oxígeno que, por suerte, no trascendió a más. Durante el paseo por la Gruta, nos fuimos contando más cosas a nivel personal, destacando una breve arrancada artística de Agnes entonando el “Despacito”.
 
Ya va siendo hora de volver, porque durante esta época del año anochece bastante temprano y a las chicas les espera un largo trayecto hasta Incheon, en el otro extremo del país, con la pobre Agnes al volante (al parecer, su amiga se había pasado conduciendo todo el día anterior y era justo que hoy le tocase a ella). Se ofrece a llevarme hasta mi pensión en Gyeongju y, por el camino, nos damos los números de teléfono para seguir en contacto.

Nos despedimos en una calle paralela a mi alojamiento porque no quise que Agnes se metiera en el entramado de callejones de doble sentido que circundan la zona (justo cuando iba a entrar en ellos venía un coche de frente y casi se muere del susto). 
 
Ya de vuelta en el centro de Gyeongju, aprovecho para comer algo en uno de los múltiples restaurantes coreanos de los aledaños. Una sonriente señora me recibe en su humilde establecimiento y, señalando un cartel de la pared donde estaba representado el menú con dibujitos, pido un estofado hirviendo servido con su correspondiente despliegue de banchan. El plato lleva dentro una especie de morcilla (que posteriormente me enteraría que llaman sundae, como el helado del Burger King), además de algo de carne de un animal que no lograba identificar. La verdad es que estaba bueno. Cuando termino, pago la cuenta en el mostrador, con la señora riéndose y preguntándome si me gustó la comida. Nunca sabré qué ingredientes llevaba ese estofado, pero sé que fue cocinado con muchísimo cariño.

Tras esta comida, a medio camino entre merienda y cena, tomo un taxi (el primero que cojo en Corea) y visito el estanque Anapji para cerrar el día, un bellísimo estanque artificial que se utilizó como centro diplomático durante el reino de Silla. Al anochecer, encienden luces de diferentes colores alrededor del paseo y es todavía más bonito que durante el día. Juzguen ustedes mismos con las fotos.

Me doy cuenta de que me va a dar mucha pena abandonar Gyeongju a pesar de lo accidentado que comenzó todo aquí. Las gentes de esta zona más rural de Corea fue más agradable y cercana de lo que vi en Seúl, un remanso de paz fuera del ajetreo cosmopolita que disfruté recorriendo con calma. Pero falta la última parte del viaje; la visita a la ciudad costera de Busan y un segundo round con Seúl.

Yangdong Village se localiza en el Valle de la Montaña Seolchangsan. En esta aldea, todavía se conservan casi intactas unas 150 casas residenciales que fueron construidas durante la Dinastía Joseon y reflejaban parte de su sociedad.
Algunas figuras importantes de la Dinastía Joseon nacieron en Yangdong.

La familias aristocráticas (llamadas yangban), además de tener los techos de teja, se ubicaban en las zonas más altas, mientras que los plebeyos con los techos de paja vivían en las bajas.

¿Les he dicho ya que la comida coreana es MUY PICANTE?
Es importante recordar que en Yangdong hoy en día sigue viviendo gente, por lo que hay que procurar visitar la aldea sin ser demasiado invasivo y también teniendo cuidado de que no salga algún perro y nos pegue un bocado.
Entrando al Templo Bulguksa, ¿no les recuerda un poco al Jardín Ninomaru que vimos en el Castillo de Nijo en Kyoto?
La entrada principal del Templo antes de acceder a su complejo de patios y construcciones, conectadas entre sí mediante pasarelas de piedra.

El Birojeon Hall, donde se encuentra la estatua de Buda Vairocana, otra de las figuras más icónicas del budismo.

Más entornos del Templo Bulguksa.

En uno de estos montículos dejé la piedrita que me entregó Agnes, ¿seguirá intacta en la cima?

La Pagoda Seokgatap, una pagoda de piedra de diseño sencillo con más de 8 metros de altura y más de 1.300 años considerada Tesoro Nacional.
La Pagoda Dabotap, con una composición y estructura más elaborada que la Seokgatap. Se supone que estas dos pagodas representan encarnaciones diferentes de Buda.
El sundae coreano tiene poco que ver con el helado de nata montada de las franquicias norteamericanas.

Estanque Anapji al atardecer. De los enclaves más bellos de Gyeongju.

Tras la caída del reino de Silla, Anapji fue abandonado hasta que en 1974, como parte de un proyecto de renovación histórica, el estanque fue dragado y reconstruido, encontrándose un buen número de artefactos históricos que sirvieron para dar más pistas sobre el comportamiento de la sociedad de la época.

El entrañable centro de Gyeongju, con sus mercados y vendedores callejeros despachando casi de todo.