Es difícil contar la
crónica de la humanidad sin periodos de hambrunas, guerras o
enfermedades. Y, sin embargo, son fenómenos que siempre cogen a sus
gentes desprevenidas. Apuntaba Albert Camus en su novela “La
peste”, que cuando una guerra estalla, las gentes se dicen “esto
no puede durar, es demasiado estúpido”. Y sin duda una guerra es
un accidente que puede calificarse como estúpido, pero nada impide
que dure. El ser humano levanta sus propios muros para poder acotar
el mundo conforme a su entendimiento, por eso cuando un fenómeno
insólito se desploma sobre su destino y le hace perder el equilibrio
de su dinámica ordinaria, es arrojado a un limbo desconocido en el
que mantiene la absurda inercia del que sigue viviendo con las mismas
finalidades. Cuando nos asalta un suceso que no está hecho a nuestra
medida, intentamos sobreponernos a la angustia fantaseando con el
reingreso a nuestra cotidianidad, comenzando las frases con aquello
de “cuando todo esto termine...” o “cuando salgamos de esta...”
Por desgracia, la fiereza
del azar que nos gobierna no nos restituirá de golpe lo que
deseamos. Al menos no sin concesiones. Me niego a caer en la
ramplonería filosófica de que hay una razón pedagógica para cada
una de nuestras desgracias, me parece el consuelo postizo del que
está condenado a lo que no pudo evitar, pero precisamente porque
estamos administrados por las alteraciones del azar, hay una serie de
cambios que deben aplicarse de fondo, y una metamorfosis en términos
de pensamiento y comunidad que debería empezar a provocarse cuanto
antes.
Continuamos manteniendo
un modelo económico ya indefendible que se ha revelado estéril ante
los reveses de una naturaleza azarosa. El acierto de una doctrina
económica y social no puede tambalearse por la irrupción espontánea
de un organismo microscópico que, a través de una suma de coincidencias, se propaga a una especie humana
que invade aceleradamente los nichos biológicos más inverosímiles
porque su orden social está supeditado a la explotación, consumo y
desecho de unos recursos naturales cada vez más escasos. Leer esta
grotesca secuencia de catastróficas desdichas ya debería alertar
sobre el paisaje global que sembramos, y apremiarnos al reemplazo de
la ley ciega de los mercados por una planificación colectiva que
minimice las fatalidades de un imperio de fuerzas absurdas. Si la
hipertrofia económica acelerada continúa siendo la divinidad a la
que postrarse, entonces harán falta milagros cada vez más rápidos.
Pero el ser humano
seguirá esa tendencia a conceptualizar su mundo en base a los muros
que se imagina que tiene, aunque estos ya hayan caído y se encuentre
caminando, sin saberlo, entre sus escombros. Algunos defenderán sus
ideas hasta la caricatura, dejando su destino en manos de la
clarividencia de sus líderes políticos favoritos en un servilismo
obstinado y desprovisto de autorreflexión. Olvidan que por mucho que
haya concepciones socialmente compartidas, la materialidad brutal de
la naturaleza las despedazará contra las rocas como una triste balsa
de madera, que tan sólo fue útil en la serenidad del río, pero que
vuelca y se astilla en las corrientes violentas cuando las aguas se
vuelven turbias. Vivimos con ilusiones que, cuando se ponen a prueba,
se resquebrajan. Por eso muchos prefieren confiarlas ciegamente a
deidades, gobernantes o cualquier otro sujeto con alguna cualidad
superior, que les alivie de la responsabilidad de su propia
experiencia, para que en caso de que fallen, tener el desahogo
cobarde de un culpable al que acusar, una inocencia que exhibir y una
conducta que legitimar. En una era de exploración narcisista, nadie
quiere hacer un sacrificio lúcido por cuestionarse, ni a sí mismos,
ni a sus ídolos. Pero todo cae por muy sólido que parezca e
independientemente de la devoción que le mostremos, igual que hace
unos siglos cayeron los muros de un mundo cimentado por lo que
formulaban las escrituras bíblicas.
A pesar de su condición
imprevisible, la naturaleza hace gala algunas veces de cierta
racionalidad casi diabólica. Precisamente en esta era de Occidente,
vista en macroperspectiva como una de las más plácidas y pacíficas
de la historia, es cuando sacude y pone a prueba las fragilidades de
una sociedad con una inmadurez patológica descomunal. Quedará
esculpida en piedra la noticia de un corresponsal en Italia que
afirmaba que la enfermedad infecciosa más mortífera del último
siglo era comparable a una gripe común. No obstante, tan responsable
es el cronista como la ingenuidad del oyente, altamente propenso a
escoger la realidad que más se ajuste a su gusto, y a
autoconvencerse de que la próxima amenaza global va a curarse con
unos días en cama y haciendo gárgaras con miel y limón. Del mismo
modo, un gobernante, un dios, o cualquier otro sujeto con alguna
cualidad superior puede ponderar los intereses sociales, económicos
y epidemiológicos, pero es cómodo alienarnos fervorosamente con sus
razonamientos porque nos exime de resolver con sensatez dentro de un
universo caótico. Esas autoridades, tengan la etimología que
tengan, han triunfado contra esta sociedad infantilizada, absorta en
su progresión hacia expectativas individuales, haciéndoles creer
que tomar decisiones puntuales equivale a ser libres. Pero resulta
que los destinos individuales a veces se acaban, y las calamidades a
gran escala, ya sean hambrunas, guerras o enfermedades, nos obligan a
naufragar en la tediosa uniformidad de las historias colectivas. Por
eso este golpe de la naturaleza parece tener un ademán casi
deliberado, al requerir una respuesta tan colectiva para un momento
tan narcisista. Aun con la totalidad del planeta petrificado en
jaulas inertes, muchos protestan por la consideración de sus casos
particulares y se autodistinguen por encima de otros durante los
avances de la tragedia. “¿Y yo qué? ¿Qué hay de lo mío? ¡Mi
caso también es importante! ¡Mi industria también es esencial!”
En esa atmósfera de
individualismo voraz, se destapa la primera constelación de los
rasgos neuróticos de aquellos que piensan en las víctimas como un
lienzo abstracto, porque estas aún no han desestabilizado su armonía
cotidiana con la significación de lo personal. Estos seres de dudosa
normativa ética, eluden con insolencia las restricciones
circunstanciales de la esfera social, e incluso se presentan ellos
mismos como principales damnificados de la circunstancia, simplemente
porque una mezcla combinada entre exorbitante imbecilidad y
narcisismo obtuso, les impide seguir otra lógica que no sea la del
bienestar propio. Así, también zanjan la cuestión a favor de un
utilitarismo económico, muy en la línea del pragmatismo posmoderno,
desdeñando las aportaciones de otros grupos de población, como por
ejemplo los ancianos, en otra muestra inequívoca de egolatría, que
en pocos atributos discrepa con los términos clásicos del
psicópata. En nuestro sistema, sólo tienen cabida los elementos que
garantizan la gratificación instantánea del presente, de modo que
se desolidariza de lo antiguo, sin tener tampoco la madurez
suficiente para responder a las certezas proféticas de las
catástrofes del futuro.
En el otro lado del
mundo, los países asiáticos parecen moverse mejor durante estos
acontecimientos. El motivo podría dar lugar a otra amplia reflexión,
pero probablemente las tradiciones budistas extendidas por China y
Japón, que abogan por unos principios de salvación colectiva por
encima de la individual, tengan la respuesta. En el caso de Corea del
Sur, un país menos entregado a las religiones en comparación con
sus vecinos, la personalidad más homogénea de sus habitantes con
una profusa experiencia en administrar diversas crisis económicas,
así como la enorme capacidad de asociarse para provocar cambios
sociales ante la opresión de gobiernos totalitarios, da unas pistas
de lo valioso de la contribución colectiva frente al cisma cultural
de Occidente.
Un Occidente mediatizado
en falsos dilemas como elegir entre economía o sanidad pública,
donde todo lo que “apetece” se reclama como un derecho
fundamental, que roza el analfabetismo funcional porque nunca le ha
interesado fomentar la superación educativa, y que sigue empeñado
en caminar entre los escombros de unos muros ya demolidos, cuando su
propio sistema, del que algunos titulados impúberes presumen de su
eficacia, se ha mostrado absolutamente inservible a la hora de surtir
a su población de un bien tan sencillo como una mascarilla. ¿Quién
iba a decirle a los teleñecos de la mano invisible de Adam Smith
que, en una coyuntura de emergencia sanitaria, uno de los principales
productores de equipamiento médico de protección como Alemania, iba
a prohibir exportarlo?
El cambio es como ese
paradigma de la física clásica en el que nos movemos dentro de un
tren silencioso con las persianas bajadas sin que podamos ver el
paisaje. Sin el punto de referencia de los árboles deslizándose,
seguimos percibiendo el ambiente de un modo estático. Pero en este
caso, el tren ya se desplaza a gran velocidad sobre sus rieles y
exige un reemplazo del maquinista, porque los síntomas de fatiga
empiezan a ser evidentes en su rostro, y el riesgo de un
descarrilamiento súbito comienza a materializarse de forma
paulatina. Advirtiendo que se avecina una curva muy cerrada que
demanda grandes dosis de anticipación y, siguiendo los fundamentos
newtonianos, necesitamos la acción de una serie de fuerzas externas
que modifiquen la dirección del movimiento antes de que el tren
mantenga su inercia y se precipite por la tangente. Es muy posible
que este tren todavía sea capaz de eludir un fatídico desenlace. No
obstante, la dimensión de los peligros ya está ahí, ¿vamos a
dejar diluirlos en la memoria igual que a esos ancianos que
consideramos inservibles? ¿Nuestra rigidez ideológica nos volverá
a llevar a ignorar las certezas proféticas en aras de una realidad
acorde a nuestro romanticismo ficticio? Sea como sea, entramos en una
etapa donde el tren sigue en marcha, y cada vez queda menos margen
para la comprobación experimental.

Que bueno Álvaro. Es un alivio oír estas palabras en estos tiempos difíciles.Te echo más de menos que a mis padres
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