20 abr 2020

La ley de la inercia

Es difícil contar la crónica de la humanidad sin periodos de hambrunas, guerras o enfermedades. Y, sin embargo, son fenómenos que siempre cogen a sus gentes desprevenidas. Apuntaba Albert Camus en su novela “La peste”, que cuando una guerra estalla, las gentes se dicen “esto no puede durar, es demasiado estúpido”. Y sin duda una guerra es un accidente que puede calificarse como estúpido, pero nada impide que dure. El ser humano levanta sus propios muros para poder acotar el mundo conforme a su entendimiento, por eso cuando un fenómeno insólito se desploma sobre su destino y le hace perder el equilibrio de su dinámica ordinaria, es arrojado a un limbo desconocido en el que mantiene la absurda inercia del que sigue viviendo con las mismas finalidades. Cuando nos asalta un suceso que no está hecho a nuestra medida, intentamos sobreponernos a la angustia fantaseando con el reingreso a nuestra cotidianidad, comenzando las frases con aquello de “cuando todo esto termine...” o “cuando salgamos de esta...”

Por desgracia, la fiereza del azar que nos gobierna no nos restituirá de golpe lo que deseamos. Al menos no sin concesiones. Me niego a caer en la ramplonería filosófica de que hay una razón pedagógica para cada una de nuestras desgracias, me parece el consuelo postizo del que está condenado a lo que no pudo evitar, pero precisamente porque estamos administrados por las alteraciones del azar, hay una serie de cambios que deben aplicarse de fondo, y una metamorfosis en términos de pensamiento y comunidad que debería empezar a provocarse cuanto antes.

Continuamos manteniendo un modelo económico ya indefendible que se ha revelado estéril ante los reveses de una naturaleza azarosa. El acierto de una doctrina económica y social no puede tambalearse por la irrupción espontánea de un organismo microscópico que, a través de una suma de coincidencias, se propaga a una especie humana que invade aceleradamente los nichos biológicos más inverosímiles porque su orden social está supeditado a la explotación, consumo y desecho de unos recursos naturales cada vez más escasos. Leer esta grotesca secuencia de catastróficas desdichas ya debería alertar sobre el paisaje global que sembramos, y apremiarnos al reemplazo de la ley ciega de los mercados por una planificación colectiva que minimice las fatalidades de un imperio de fuerzas absurdas. Si la hipertrofia económica acelerada continúa siendo la divinidad a la que postrarse, entonces harán falta milagros cada vez más rápidos.

Pero el ser humano seguirá esa tendencia a conceptualizar su mundo en base a los muros que se imagina que tiene, aunque estos ya hayan caído y se encuentre caminando, sin saberlo, entre sus escombros. Algunos defenderán sus ideas hasta la caricatura, dejando su destino en manos de la clarividencia de sus líderes políticos favoritos en un servilismo obstinado y desprovisto de autorreflexión. Olvidan que por mucho que haya concepciones socialmente compartidas, la materialidad brutal de la naturaleza las despedazará contra las rocas como una triste balsa de madera, que tan sólo fue útil en la serenidad del río, pero que vuelca y se astilla en las corrientes violentas cuando las aguas se vuelven turbias. Vivimos con ilusiones que, cuando se ponen a prueba, se resquebrajan. Por eso muchos prefieren confiarlas ciegamente a deidades, gobernantes o cualquier otro sujeto con alguna cualidad superior, que les alivie de la responsabilidad de su propia experiencia, para que en caso de que fallen, tener el desahogo cobarde de un culpable al que acusar, una inocencia que exhibir y una conducta que legitimar. En una era de exploración narcisista, nadie quiere hacer un sacrificio lúcido por cuestionarse, ni a sí mismos, ni a sus ídolos. Pero todo cae por muy sólido que parezca e independientemente de la devoción que le mostremos, igual que hace unos siglos cayeron los muros de un mundo cimentado por lo que formulaban las escrituras bíblicas.

A pesar de su condición imprevisible, la naturaleza hace gala algunas veces de cierta racionalidad casi diabólica. Precisamente en esta era de Occidente, vista en macroperspectiva como una de las más plácidas y pacíficas de la historia, es cuando sacude y pone a prueba las fragilidades de una sociedad con una inmadurez patológica descomunal. Quedará esculpida en piedra la noticia de un corresponsal en Italia que afirmaba que la enfermedad infecciosa más mortífera del último siglo era comparable a una gripe común. No obstante, tan responsable es el cronista como la ingenuidad del oyente, altamente propenso a escoger la realidad que más se ajuste a su gusto, y a autoconvencerse de que la próxima amenaza global va a curarse con unos días en cama y haciendo gárgaras con miel y limón. Del mismo modo, un gobernante, un dios, o cualquier otro sujeto con alguna cualidad superior puede ponderar los intereses sociales, económicos y epidemiológicos, pero es cómodo alienarnos fervorosamente con sus razonamientos porque nos exime de resolver con sensatez dentro de un universo caótico. Esas autoridades, tengan la etimología que tengan, han triunfado contra esta sociedad infantilizada, absorta en su progresión hacia expectativas individuales, haciéndoles creer que tomar decisiones puntuales equivale a ser libres. Pero resulta que los destinos individuales a veces se acaban, y las calamidades a gran escala, ya sean hambrunas, guerras o enfermedades, nos obligan a naufragar en la tediosa uniformidad de las historias colectivas. Por eso este golpe de la naturaleza parece tener un ademán casi deliberado, al requerir una respuesta tan colectiva para un momento tan narcisista. Aun con la totalidad del planeta petrificado en jaulas inertes, muchos protestan por la consideración de sus casos particulares y se autodistinguen por encima de otros durante los avances de la tragedia. “¿Y yo qué? ¿Qué hay de lo mío? ¡Mi caso también es importante! ¡Mi industria también es esencial!”

En esa atmósfera de individualismo voraz, se destapa la primera constelación de los rasgos neuróticos de aquellos que piensan en las víctimas como un lienzo abstracto, porque estas aún no han desestabilizado su armonía cotidiana con la significación de lo personal. Estos seres de dudosa normativa ética, eluden con insolencia las restricciones circunstanciales de la esfera social, e incluso se presentan ellos mismos como principales damnificados de la circunstancia, simplemente porque una mezcla combinada entre exorbitante imbecilidad y narcisismo obtuso, les impide seguir otra lógica que no sea la del bienestar propio. Así, también zanjan la cuestión a favor de un utilitarismo económico, muy en la línea del pragmatismo posmoderno, desdeñando las aportaciones de otros grupos de población, como por ejemplo los ancianos, en otra muestra inequívoca de egolatría, que en pocos atributos discrepa con los términos clásicos del psicópata. En nuestro sistema, sólo tienen cabida los elementos que garantizan la gratificación instantánea del presente, de modo que se desolidariza de lo antiguo, sin tener tampoco la madurez suficiente para responder a las certezas proféticas de las catástrofes del futuro.

En el otro lado del mundo, los países asiáticos parecen moverse mejor durante estos acontecimientos. El motivo podría dar lugar a otra amplia reflexión, pero probablemente las tradiciones budistas extendidas por China y Japón, que abogan por unos principios de salvación colectiva por encima de la individual, tengan la respuesta. En el caso de Corea del Sur, un país menos entregado a las religiones en comparación con sus vecinos, la personalidad más homogénea de sus habitantes con una profusa experiencia en administrar diversas crisis económicas, así como la enorme capacidad de asociarse para provocar cambios sociales ante la opresión de gobiernos totalitarios, da unas pistas de lo valioso de la contribución colectiva frente al cisma cultural de Occidente.

Un Occidente mediatizado en falsos dilemas como elegir entre economía o sanidad pública, donde todo lo que “apetece” se reclama como un derecho fundamental, que roza el analfabetismo funcional porque nunca le ha interesado fomentar la superación educativa, y que sigue empeñado en caminar entre los escombros de unos muros ya demolidos, cuando su propio sistema, del que algunos titulados impúberes presumen de su eficacia, se ha mostrado absolutamente inservible a la hora de surtir a su población de un bien tan sencillo como una mascarilla. ¿Quién iba a decirle a los teleñecos de la mano invisible de Adam Smith que, en una coyuntura de emergencia sanitaria, uno de los principales productores de equipamiento médico de protección como Alemania, iba a prohibir exportarlo?

El cambio es como ese paradigma de la física clásica en el que nos movemos dentro de un tren silencioso con las persianas bajadas sin que podamos ver el paisaje. Sin el punto de referencia de los árboles deslizándose, seguimos percibiendo el ambiente de un modo estático. Pero en este caso, el tren ya se desplaza a gran velocidad sobre sus rieles y exige un reemplazo del maquinista, porque los síntomas de fatiga empiezan a ser evidentes en su rostro, y el riesgo de un descarrilamiento súbito comienza a materializarse de forma paulatina. Advirtiendo que se avecina una curva muy cerrada que demanda grandes dosis de anticipación y, siguiendo los fundamentos newtonianos, necesitamos la acción de una serie de fuerzas externas que modifiquen la dirección del movimiento antes de que el tren mantenga su inercia y se precipite por la tangente. Es muy posible que este tren todavía sea capaz de eludir un fatídico desenlace. No obstante, la dimensión de los peligros ya está ahí, ¿vamos a dejar diluirlos en la memoria igual que a esos ancianos que consideramos inservibles? ¿Nuestra rigidez ideológica nos volverá a llevar a ignorar las certezas proféticas en aras de una realidad acorde a nuestro romanticismo ficticio? Sea como sea, entramos en una etapa donde el tren sigue en marcha, y cada vez queda menos margen para la comprobación experimental.



1 comentario:

  1. Que bueno Álvaro. Es un alivio oír estas palabras en estos tiempos difíciles.Te echo más de menos que a mis padres

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