5 ene 2019

Viaje a Corea del Sur y Okinawa (III)

A veces, por muy ordenado y metódico que sea uno, es imposible controlar todas las variables y mi llegada oficial a Gyeongju se demoró hasta más allá de la 1 de la madrugada. Primero se retrasó una hora la salida de mi vuelo desde Okinawa. En el aeropuerto de Incheon, las maletas tardaron otro tanto en aparecer por la cinta, con la consecuente cólera de los siempre combativos coreanos, cuyo carácter tiene poco que ver con el imperturbable estoicismo japonés. Creí que uno de los pasajeros se comía al pobre auxiliar de la aerolínea chillándole a 3 centímetros de la cara. Si hacéis una extensión homogénea sobre el temperamento de todos los países de ojos rasgados, ya os digo yo que estáis equivocadísimos. Me gusta teorizar sobre estas diferencias culturales y, me pregunto si esa personalidad aguerrida del coreano ha sido forjada en el continuo hostigamiento de los países adyacentes. Corea soportó dos invasiones manchúes y muchos años de imperialismo japonés, siendo ocupada por estos últimos desde 1910 hasta 1945. Como dato curioso (y también un poquito maliciosamente gracioso), comentar que muchos historiadores coreanos no consideran algunas batallas contra los japoneses como “guerras”, puesto que piensan que Corea del Sur es un pueblo absolutamente superior a Japón. Es algo así como no llamar pelea a esa paliza que le has dado a tu vecino, porque crees que es un poco borderline y no tiene mérito ganarle. Esta es la mala hostia que se gastan los coreanos.

En fin, una vez aparecen las maletas por la cinta, las recojo y me dirijo a un puesto de información del aeropuerto para preguntar cuál es la mejor forma de llegar a Gyeongju, que está a algo más de 270 kilómetros de Seúl. En un principio tenía pensado ir en tren, pero ya son las 7 de la tarde y, por lo que me comentan desde un grupo de chat de LINE, creado por mis amigos japoneses sólo para ayudarme (os quiero 4LiFe), no está tan claro que el tren sea la vía más rápida teniendo en cuenta que me dejaría en una estación de las afueras de Gyeongju y estaría obligado a coger un autobús o un taxi para llegar al centro.

Al final y tras mucho cavilar, compro un billete de autobús (con la vendedora de tickets enseñándome a pronunciar Gyeongju por sílabas señalando la palabra con un bolígrafo como si fuese un retrasado, la quiero muchísimo, señora), y a las 19:30 pongo rumbo al citado destino. 
 
El viaje hasta Gyeongju por carretera duraba alrededor de 5 horas, lo que significaba que llegaría al pueblo sobre la 1 de la mañana…Aprovecho un momento en el que mi teléfono coge una red wifi para mandar un correo al propietario de la pensión, avisándole que voy a llegar bastante más tarde de lo que tenía programado. Llevo despierto desde muy temprano y de camino a Gyeongju me quedo medio dormido, aunque lo suficientemente alerta como para percibir las diferentes paradas que va haciendo el autobús. Por fin me parece escuchar la palabra “Gyeongju” en boca de alguien. Me bajo a trompicones y el chófer me entrega la maleta. Me encuentro en un lado de la carretera, con un paisaje totalmente onírico a mi derecha: el casco de una ciudad desierta, saturada de rótulos parpadeantes e intensas luces de neón flotando en una oscuridad silenciosa. “¿Gyeongju?” pregunto desorientado. “Gyeongju!” grita el chófer, que acto seguido pisa el acelerador y se marcha a todo trapo de allí.

Comienzo a arrastrar mi maleta de 20 kilos orientándome hasta la pensión con el mapa del móvil, atravesando unas estrechísimas calles de doble sentido por las que apenas cabe un coche. No se ve ni un alma por ninguna parte, salvo a un aletargado dependiente dentro de una convenience store. Tras unos diez minutos, doblo una esquina a mi derecha y encuentro el lugar. El humo de un cigarro se escapa de los labios de una figura borrosa junto al edificio. Es el propietario de la pensión y, en un inglés decente, me dice sonriendo que ya estaba a punto de irse. Hace un frío de la leche, así que entramos a la recepción y me da algunos detalles como el horario del desayuno y demás historias. Le pido pagar con tarjeta de crédito. Saca una especie de cacharro de 1983 y paso mi tarjeta por el lector. Me entrega una copia del recibo con el precio en moneda coreana. Le doy las buenas noches y subo a mi habitación (pequeña, pero muy cálida y acogedora). Visto que el datáfono del tipo me parecía algo extraño, me entra una especie de paranoia y se me ocurre consultar mi cuenta bancaria antes de irme a dormir. Mis temores se hacen realidad y compruebo con horror que me han cobrado 1.200€. Es lo que me faltaba para un día lleno de imprevistos y sobresaltos. Ipso facto, llamo a mi entidad bancaria aun sabiendo que la llamada puede salirme una millonada. Le comento el problema a un operador, el cual insiste en que no aparece ningún pago por dicha cantidad, sino uno de 96€, que son los tres días de alojamiento que contraté desde Booking. Después de 20 minutos de tensión al teléfono, llego a la conclusión de que la app del banco es una puta mierda y no puede expresar las cantidades en otra moneda que no sea el euro. En realidad me han cobrado 120.000 KRW (won surcoreano, exactamente esos 96€), pero el programa informático es tan profundamente imbécil que sólo lo expresa en euros. Casi 40€ más en la factura telefónica por culpa de esta llamada de mierda por una confusión de divisas. Ni me ducho, lanzo mis cosas en el suelo y a tomar por culo hasta mañana.

Al día siguiente, más relajado, bajo a desayunar. Saludo al propietario del hostal en la recepción y me siento a tomar un modesto pero agradable desayuno de tostadas con mermelada, zumo de naranja, cereales y un plátano. Una suave melodía de jazz ambienta el rincón. No sólo el tipo no tuvo ninguna mala leche de cobrarme el precio de la estancia en euros, sino que, ahora que vuelvo a tener wifi, compruebo que me había respondido al correo electrónico advirtiéndome que salía de trabajar a las 22:00 y me dejaría una llave por fuera. Me doy cuenta de que al final tuvo alguna especie de remordimiento y se quedó esperándome hasta la 1 de la madrugada para entregarme la llave personalmente. Le hice esperar 3 horas más teniendo en cuenta que hoy volvía a entrar de turno a las 6 de la mañana. Antes de volver a ponerme en marcha, le pregunto por varios sitios de Gyeongju que quiero ver y me imprime los horarios de autobús para llegar a todos ellos. Menudo tío majísimo, le casco un 10/10 en booking y una reseña favorable en cuanto vuelvo a pisar España.

Tras este accidental encuentro con Gyeongju, la ciudad y sus alrededores (que tiene poco más de 250.000 habitantes) no tardan demasiado en enamorarme. Me doy cuenta bastante rápido de que soy un forastero extraño porque, sobre todo las personas mayores, no dejan de mirarme de reojo al pasar a mi lado o sentarse junto a mí en las paradas del bus. Aun así, me siento mejor acogido que en Seúl, porque esa curiosidad por mí se traduce en una simpatía fraternal, con señoras sonriéndome al ver a un occidental interesado en el legado cultural de Gyeongju, incluso un muchachito de una tienda me chocó los cinco al preguntarme de dónde era y responder que de España. La verdad es que sí: me siento muy cómodo siendo “el raro” por unos cuantos días. Como ya había comentado, Gyeongju es la capital del próspero reino de Silla, un lugar de mucha creación artística, parques y templos, con diversas zonas declaradas como Patrimonio de la Humanidad. 
 
Una de ellas es la aldea tradicional de Yangdong, la más antigua de Corea del Sur. Ubicada según las observaciones del Feng Shui (de espaldas a la montaña y de cara al agua), esta aldea aún habitada es un enclave agrícola precioso que conserva todo el encanto de la Corea más tradicional, con más de 50 casas tradicionales de una antigüedad superior a los 200 años que siguen conservando su estado original. Me pasé unas cuantas horas recorriendo la aldea de arriba abajo, disfrutando de la paz que desprendía el hermoso entorno con sus casitas de techo de teja (muy caras en aquella época y donde residían los señores) y las de paja (más modestas, donde vivían los sirvientes y los esclavos). Mencionar que cuando me disponía a volver a la pensión, al preguntarle a un conserje dónde quedaba la parada del bus de regreso, no me entendió y acabó mandándome a una parada abandonada junto al río, infectada de mosquitos, en la que de milagro no cogí una encefalitis asiática. Un amable ciclista me indicó que la parada era exactamente la misma que la del viaje de ida, es decir, justo al lado de la caseta donde estaba el conserje. Cuando me vio otra vez por allí (junto al ciclista, que tuvo la bondad de acompañarme) casi se descuajeringa de risa y me pidió perdón dándome palmaditas en la espalda.

A la mañana siguiente, decidí visitar el Templo Bulguksa, otra de las reliquias más representativas de Gyeongju. Se considera una obra maestra del arte budista en el periodo de Silla, construido bajo las órdenes del rey Beopheung en el año 528. Desde esa fecha a lo que es hoy, sufrió múltiples renovaciones en varios reinados, fue víctima de asaltos e incluso fue incendiado durante las invasiones japonesas. En la actualidad y ya totalmente restaurado, conserva diversos tesoros culturales como una estatua de Buda Vairocana y dos pagodas de piedra.

En una de las salas del complejo, que si no recuerdo mal era el Gwaneumjeon Hall, donde se alberga la imagen de Avalokitesvara, el Bodhisattva de la Compasión y uno de los más famosos dentro del budismo, veo a una chica asiática rezando en el suelo. El Templo Bulguksa está compuesto por unas cinco salas, casi todas ellas con alguna encarnación de Buda en su interior, pero dejé de entrar a ellas tras darme cuenta de que al salir te exigen un donativo mínimo de 10.000 KRW (cerca de 8€), así que me limité a contemplarlas desde fuera. Esa parte del templo donde está ubicado el Gwaneumjeon Hall es particularmente bella porque hay unas lámparas de papel de diferentes colores colgadas de un poste, pero la zona está desierta y no tengo a nadie para sacarme una foto en este lugar. Es entonces cuando, agarradita a un abrigo acolchado, sale de la sala de Avalokitesvara la chica asiática que estaba rezando, así que aprovecho para pedirle una instantánea bajo las lámparas. Habla inglés perfectamente, me hace un chorro de fotos y me pregunta si quiero sacarme algunas más por aquí. Le digo que me vale con esas y le doy las gracias. No había dado más de diez pasos cuando vuelvo a ver a esta chica intentando hacerse un selfie con gesto frustrado junto a las escalones de piedra que conducen al Birojeon Hall. Parece que me toca devolver el favor y cojo su teléfono para hacerle la foto. Es el momento de hablar de una nueva sorpresa en este viaje y dedicarle unos cuantos párrafos a Agnes, porque tras este segundo encuentro en los escalones, me quedaría pasando la mañana ella y su amiga, que en ese momento estaba en otro lado del Templo y con la que, sintiendo un poco de pena, casi no llegué a intercambiar palabra porque no hablaba nada de inglés.

Agnes es una coreana que no supera por mucho el metro y medio de estatura, pero que sólo puedo definir como un pequeño monzón cargadito de alegría. De forma casi automática, toma el rol de guía turístico por el Templo Bulguksa y comienza a comentarme las diferentes curiosidades del recinto que no aparecen en los folletos. Pasando por un parterre poblado de montículos de rocas amontonadas en equilibrio formando una especie de pirámides, Agnes me ofrece una piedra pequeñita para que la sitúe en la cima de una de ellas y pida un deseo. Logro colocarla in extremis sobre la escasa superficie de un montículo cercano. Le pregunto qué ocurre si el viento tumba mi piedra y, entre risas, me hace entender que entonces lo tengo muy chungo. 

A continuación estamos un rato en el patio del Geugnakjeon Hall, la sala que enclaustra la imagen del Buda Amitabha (el Buda de la Luz Infinita), presidido por una graciosa estatua de un cerdo dorado, ante la que Agnes me hizo sacarle una foto haciéndole una mueca que casi me descoñeto de risa. Yo ya había estado en esa parte del templo, pero ella no quiere marcharse sin encontrar la figura de otro cerdo dorado que se supone que está escondida bajo la estructura del tejado curvo del Geugnakjeon. Según me cuenta, en el budismo, el cerdo dorado simboliza la riqueza y felicidad. Le pregunto bromeando cómo es posible que una religión que propugna valores de moderación y mesura, aliente por otra parte a alcanzar la riqueza y se desternilla. Una vez ha encontrado al cerdito, insiste en que yo también lo busque y, cuando estoy a punto de darme por vencido, me da una pista porque quiere “ayudarme a encontrar mi felicidad”. Al final, resulta que el cerdo dorado estaba escondido en el lugar más obvio del mundo. Me gusta la gente que pone importancia a los simbolismos. En un mundo cada vez más inexpresivo, la comunicación ritualizada es la hoja afilada que corta lo singular de lo superfluo. 
 
Ya reunidos con la amiga de Agnes (lo siento, no recuerdo su nombre coreano) y, después de comernos un hotteok(una especie de pancake callejero relleno de miel, cacahuete, azúcar moreno y demás ingredientes de alto contenido calórico), un par de perros asilvestrados pero mansos como un cordero aterrorizan a Agnes, que me pone sobre aviso de que les tiene fobia hasta tal punto que ni siquiera se puede mover al tenerlos cerca, así que abarco la totalidad de su metro y medio para obstaculizar la visión de los canes que, siendo sinceros, pusieron más interés en olfatear unos cubos de basura contiguos que en nosotros.

Una vez abandonamos el Templo Bukgulsa, el plan es coger el coche de Agnes (o más bien del padre de Agnes) y subir por la montaña hasta la Gruta Seokguram, una especie de ermita budista construida para los peregrinos que contiene una estatua de Buda de 3,5 metros de alto enclavada sobre un pedestal con forma de flor de loto. Me llama la atención lo insegura que es Agnes al volante y me atrevo a hacer algunas bromas sobre ello que son acogidas con carcajadas. Ella, al igual que yo, le tiene mucho respeto a la carretera y, como su pánico a los perros, lo manifiesta casi de inmediato. Es necesario recalcar que el asiento trasero del vehículo estaba ocupado por una gigantesca bolsa llena de cervezas. Agnes me pregunta si tengo sed.

La Gruta Seokguram, que en un principio no formaba parte de mi planning pero Agnes me asegura que es preciosa, debe estar situada a una altitud considerable sobre el nivel del mar, porque no tardo en notar una pequeña sensación de falta de oxígeno que, por suerte, no trascendió a más. Durante el paseo por la Gruta, nos fuimos contando más cosas a nivel personal, destacando una breve arrancada artística de Agnes entonando el “Despacito”.
 
Ya va siendo hora de volver, porque durante esta época del año anochece bastante temprano y a las chicas les espera un largo trayecto hasta Incheon, en el otro extremo del país, con la pobre Agnes al volante (al parecer, su amiga se había pasado conduciendo todo el día anterior y era justo que hoy le tocase a ella). Se ofrece a llevarme hasta mi pensión en Gyeongju y, por el camino, nos damos los números de teléfono para seguir en contacto.

Nos despedimos en una calle paralela a mi alojamiento porque no quise que Agnes se metiera en el entramado de callejones de doble sentido que circundan la zona (justo cuando iba a entrar en ellos venía un coche de frente y casi se muere del susto). 
 
Ya de vuelta en el centro de Gyeongju, aprovecho para comer algo en uno de los múltiples restaurantes coreanos de los aledaños. Una sonriente señora me recibe en su humilde establecimiento y, señalando un cartel de la pared donde estaba representado el menú con dibujitos, pido un estofado hirviendo servido con su correspondiente despliegue de banchan. El plato lleva dentro una especie de morcilla (que posteriormente me enteraría que llaman sundae, como el helado del Burger King), además de algo de carne de un animal que no lograba identificar. La verdad es que estaba bueno. Cuando termino, pago la cuenta en el mostrador, con la señora riéndose y preguntándome si me gustó la comida. Nunca sabré qué ingredientes llevaba ese estofado, pero sé que fue cocinado con muchísimo cariño.

Tras esta comida, a medio camino entre merienda y cena, tomo un taxi (el primero que cojo en Corea) y visito el estanque Anapji para cerrar el día, un bellísimo estanque artificial que se utilizó como centro diplomático durante el reino de Silla. Al anochecer, encienden luces de diferentes colores alrededor del paseo y es todavía más bonito que durante el día. Juzguen ustedes mismos con las fotos.

Me doy cuenta de que me va a dar mucha pena abandonar Gyeongju a pesar de lo accidentado que comenzó todo aquí. Las gentes de esta zona más rural de Corea fue más agradable y cercana de lo que vi en Seúl, un remanso de paz fuera del ajetreo cosmopolita que disfruté recorriendo con calma. Pero falta la última parte del viaje; la visita a la ciudad costera de Busan y un segundo round con Seúl.

Yangdong Village se localiza en el Valle de la Montaña Seolchangsan. En esta aldea, todavía se conservan casi intactas unas 150 casas residenciales que fueron construidas durante la Dinastía Joseon y reflejaban parte de su sociedad.
Algunas figuras importantes de la Dinastía Joseon nacieron en Yangdong.

La familias aristocráticas (llamadas yangban), además de tener los techos de teja, se ubicaban en las zonas más altas, mientras que los plebeyos con los techos de paja vivían en las bajas.

¿Les he dicho ya que la comida coreana es MUY PICANTE?
Es importante recordar que en Yangdong hoy en día sigue viviendo gente, por lo que hay que procurar visitar la aldea sin ser demasiado invasivo y también teniendo cuidado de que no salga algún perro y nos pegue un bocado.
Entrando al Templo Bulguksa, ¿no les recuerda un poco al Jardín Ninomaru que vimos en el Castillo de Nijo en Kyoto?
La entrada principal del Templo antes de acceder a su complejo de patios y construcciones, conectadas entre sí mediante pasarelas de piedra.

El Birojeon Hall, donde se encuentra la estatua de Buda Vairocana, otra de las figuras más icónicas del budismo.

Más entornos del Templo Bulguksa.

En uno de estos montículos dejé la piedrita que me entregó Agnes, ¿seguirá intacta en la cima?

La Pagoda Seokgatap, una pagoda de piedra de diseño sencillo con más de 8 metros de altura y más de 1.300 años considerada Tesoro Nacional.
La Pagoda Dabotap, con una composición y estructura más elaborada que la Seokgatap. Se supone que estas dos pagodas representan encarnaciones diferentes de Buda.
El sundae coreano tiene poco que ver con el helado de nata montada de las franquicias norteamericanas.

Estanque Anapji al atardecer. De los enclaves más bellos de Gyeongju.

Tras la caída del reino de Silla, Anapji fue abandonado hasta que en 1974, como parte de un proyecto de renovación histórica, el estanque fue dragado y reconstruido, encontrándose un buen número de artefactos históricos que sirvieron para dar más pistas sobre el comportamiento de la sociedad de la época.

El entrañable centro de Gyeongju, con sus mercados y vendedores callejeros despachando casi de todo.

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