Cuando
le digo a mucha gente que he estado en Okinawa, tengo que detenerme a
explicar dónde está exactamente esta isla, a quién pertenece y qué
hay allí. Reproduzco aquí mi escueta respuesta:
Okinawa es una isla perteneciente a Japón situada en el Oceáno
Pacífico cerca de Taiwán. Por hacer un paralelismo ilustrativo, son
algo así como “las Canarias japonesas”, un archipiélago
paradisíaco que acoge turismo de sol y playa. Pero Okinawa no puede
reducirse a una descripción tan ambigua, sobre todo por la
complexión histórica tan atractiva que contiene y un debate aún
vigente sobre su soberanía, así que merece la pena que hagamos un
pequeño recorrido por la genealogía de este lugar.
El
Reino de Ryūkyū (que significa “círculo de las joyas”), lo que
hoy en día es la Prefectura de Okinawa, era un territorio
independiente del emperador chino y del shogunato japonés. En el
siglo XIV, los habitantes de estas islas empezaron a comerciar con
China a cambio de pagar una serie de tributos, beneficiándose
del enorme desarrollo comercial y cultural que por entonces vivía la
dinastía Ming. Esa prosperidad duraría unos 200 años, hasta que en
1609 el
clan Shimazu de Satsuma (lo que hoy es la Prefectura de Kagoshima)
invadiera las islas con el beneplácito del shogunato de los Tokugawa
en Japón, pero siempre a las espaldas de China. Con esta invasión
japonesa, el Reino
de Ryūkyū fue obligado a
jurar un compromiso escrito en el que juraban lealtad al clan, y se
les imponía un impuesto contributivo en arroz. Bajo el yugo japonés,
los habitantes de las islas Ryūkyū,
de herencia budista por la influencia china y con un marcado carácter
pacífico que prohibía en toda la región la posesión de armas,
ingeniaron el
karate como método de autodefensa para combatirlos, por lo que no
deja de ser irónico que prácticamente el 100% de las personas
piense en el karate como un arte marcial de origen japonés, cuando
en realidad se inventó precisamente para expulsarlos.
Tras
la invasión japonesa, los tratados comerciales entre China y las
islas Ryūkyū continuaron, sólo que ahora también debían pagar
tributos al shogunato de Japón, que seguía ocultando a China la
colonización de este territorio. Bajo este estatus de doble
dominación, se comenta que el nivel de falsedad era tan grande, que
cuando desembarcaban en la isla los funcionarios chinos, los miembros
del clan Shimazu se escondían e incluso cambiaban sus vestimentas
tradicionales. Los chinos acabaron siendo conscientes del fraude,
pero nunca hicieron nada por restablecer el Reino de Ryūkyū a sus
gentes.
De
vuelta a mi cuaderno de bitácora, mi andadura por Okinawa tuvo que
empezar con anécdotas desde el primer instante. Nada más aterrizar,
y tras recoger mi maleta de 20 kilos de una de las dos únicas cintas
de equipaje del aeropuerto, me detiene un inspector de aduanas al no
saber dónde están las Islas Canarias. Le explico que es un
archipiélago que pertenece a España, pero no parece demasiado
convencido pese a hojear mi pasaporte en varias ocasiones. Me
pregunta por mi profesión allí y muy confiado por mi condición de
funcionario, le indico en inglés mi puesto de trabajo en una
administración pública. Sigue sin creerse nada. Le extraña una estancia tan
breve en Corea y el salto a Okinawa. Saca un folleto plastificado
donde aparece todo un catálogo de drogas (cannabis, cocaína, LSD,
anfetaminas, etc.). Me pide que coloque la maleta en la mesa, en plan
programa de “Control de aduanas, Nueva Zelanda” del Discovery
Max, y la abre. Llega un segundo inspector que pasa la famosa tirita
para detectar drogas por todos los rincones del equipaje, mientras
hurgan en mis calzoncillos, camisetas, calcetines y demás.
Encuentran dos regalos envueltos (para dos personitas que les voy a
presentar en breve) y los muy cabrones estuvieron a punto de
abrírmelos si no fuera porque se me debió escapar una carita expresando un “ya
está bien, ¿no?” que colisionó un poco con su diplomática
cortesía japonesa. It's
for a Japanese friend, dije finalmente.
Los
inspectores vuelven a su sitio y me dan las gracias con una sonrisa
(en castellano, por cierto). Por fin salgo a la zona de llegadas del
aeropuerto y... allí están. Nos vemos de lejos y nos miramos con
curiosidad, con un patente globo de personajes de cómic flotando
sobre nuestras cabezas y que dice “¿eres tú?”. Es Mika-chan,
acompañada de su hermana Fumie, pero yo sólo he hablado con la
primera a través de Twitter y por LINE (el WhatsApp
japonés, para que se entienda). Ellas también acaban de aterrizar en Okinawa, ya que viven en la Prefectura de Hyōgo, en el Japón “continental". La primera reacción graciosa es que
no sabíamos muy bien cómo saludarnos, si con el tradicional doble
beso en la mejilla de la costumbre española o con el llamado ojigi
o
reverencia japonesa. Opté por la primera opción porque me parecía
demasiado solemne saludar de esta manera a una persona con la que
llevo hablando con relativa asiduidad casi dos años. Mika-chan lleva
un pequeño dispositivo en la mano, que eleva hacia mí
temblorosamente y al que me indica que hable en español. Es un
traductor asistido. Ninguna de las dos chicas habla inglés, y mucho
menos español. Ya lo sabía, pero imaginaba que llegaríamos a
entendernos por gestos o qué sé yo. Esa herramienta fue de una
utilidad enorme durante todo el tiempo que estuve con ellas en
Okinawa. Me planteé si realmente vamos a necesitar todos esos
idiomas que en teoría nos iban a dar ventajas competitivas en el
terreno laboral cuando este tipo de tecnología se estandarice. Nos
encaminamos hacia el aparcamiento para subir al coche de alquiler y, con las sonrisas ensanchando nuestras caras ponemos rumbo a Naha,
la capital de la isla.
Lo
que ocurriría en los siguientes cuatro días es complicado de
detallar en una crónica que pretende ser resumida. Nunca podré
encontrar palabras de agradecimiento suficientes para Mika y Fumie,
que durante toda mi estancia estuvieron pendientes de mí como si
fuera una celebridad procedente de algún imperio lejano. Hubiese
sido imposible profundizar en la cultura de Okinawa sin ellas, muy
diferente a la del resto de Japón. Solamente la gastronomía de
estas islas ya merecería un capítulo aparte, pero al margen de lo
hermosa que es Okinawa (como apreciarán en las fotos), tuve la
sensación de estar acompañado por dos personas con un fondo
emocional infinito, dos amistades forjadas en cuestión de minutos
con las que tuve el privilegio de compartir varios días
inolvidables, con las que paseé descalzo por la orilla de un mar
cristalino, recorrí los bosques subtropicales de Yanbaru hasta una
caudalosa cascada de 26 metros de largo, visité el antiguo castillo
de un reino olvidado y conocí la técnica
del seiro-mushi
cocinando al vapor en ollas de bambú.
Mika
y Fumie siempre sonrientes y atentas, me colmaron de detalles y
regalos, con todo lo que supone ese simbolismo dentro de la cultura
japonesa, y eso que yo creía haberme anticipado comprando varias
cosas. Probablemente nunca aprendan suficiente castellano como para
leer esto y entenderlo, pero de verdad, estaré eternamente
agradecido de lo que me hicieron sentir en esta pequeña isla bañada
por las aguas del Pacífico. Me llevo en el corazón dos amistades
sinceras por las que volvería a atravesar el planeta simplemente por
otra hora preparando okonomiyakis
junto a vosotras. El adiós fue más duro de lo esperado, y admito
que me pilló a contrapié que al salir del coche para despedirse,
Mika-chan se echase a llorar. Me contagié de la emoción y fue inevitable que también se me saltaran las lágrimas. El día restante que me quedaba en Okinawa ya en soledad, lo
afronté entumecido por una densa tristeza de la que fui incapaz de
desprenderme. Viviendo en un entorno y una sociedad que cada vez percibo
como más fría y hostil, me considero razonablemente feliz en ella porque me he adaptado a
su nihilismo poniendo el piloto automático, pero reaccionar ante
este pequeño gesto de sensibilidad para mí fue como el efecto del
pinchazo de insulina que vuelve a restablecer tu azúcar cuando estás
al borde de una hiperglucemia. Y lo más impactante de todo es que no
me sucedió en España, sino en Japón, la sociedad a la que muchas
veces gusta señalar como fría, distante e impasible. Saber que aún
existe esta pulcritud tan auténtica en el alma de algunas personas,
me emociona muchísimo.
Dejé
Okinawa el 19 de noviembre para volver a poner rumbo a Seúl. Desde
allí me esperaba una sucesión de bus-tren de alta velocidad-bus
para llegar a Gyeongju, la capital del antiguo reino de Silla cuando
la península coreana aún estaba dividida en tres reinos. Había
pensado esta parte del viaje como un paseo por las provincias más
rurales de Corea del Sur, y también como un oasis de descanso tras
el ritmo frenético y acelerado de la bulliciosa Seúl.
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| El Castillo Shuri, la que fuese residencia de los reyes Ryūkyū durante varios siglos hasta que el archipiélago fue anexionado a Japón en 1879. El llamativo color bermellón convierte a este castillo en una construcción totalmente diferente a las del resto del país. |
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| Un réplica del trono del rey en el interior del Castillo Shuri. |
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| Esto es Shrikinjocho, un precioso pasaje empedrado muy cerca del Castillo Shuri.
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| Paseando por Shrikinjocho, el entorno más antiguo y tradicional de Okinawa. |
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| El awamori es la bebida alcohólica típica de Okinawa. Se pueden comprar botellas con una serpiente dentro que en teoría otorga propiedades medicinales. La serpiente como tal es una habu, una especie de víbora muy venenosa y agresiva que puede llegar a los dos metros y frecuenta bastante los caminos frondosos de Okinawa cuando cae la noche... |
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| Gran parte de las casas y edificios de las islas Ryūkyū tienen a estas figuras decorativas flanqueando la entrada. Son los shisa, unos seres mitológicos mezcla de perro y león que funcionan como guardianes contra los malos espíritus. |
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| El Mercado Makishi en Naha, un mercado público fundado después de la Segunda Guerra Mundial. Está lleno de puestos de marisco, todo tipo de peces, frutas tropicales y verduras (algunas de ellas que sólo se cultivan en Okinawa) |
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| El arte del seiro-mushi, la cocina tradicional japonesa en ollas de vapor. Al utilizar este estilo de cocción en estos recipientes de bambú, la carne, que en este caso era de cerdo, queda con una textura mucho más suave y jugosa. |
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| Un plato de karaage, la versión japonesa del pollo frito con un rebozado crujiente muy similar al de la tempura. Se puede pedir en prácticamente cualquier izakaya de Japón. |
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| Kokusai-dori es la calle principal de Naha y está llena de tiendas, restaurantes, heladerías y locales variopintos. Es una de las zonas más emblemáticas de Okinawa, con mucha presencia norteamericana y, sobre todo, mucho turismo chino. |
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| Auténtico tonkatsu japonés, la chuleta de cerdo empanada. |
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| Esto que ven aquí fue una delicia. Se trata del zenzai de Okinawa. Mientras en el resto de Japón se sirve como un plato caliente, en Okinawa es un postre súper refrescante compuesto por unas pequeñas judías rojas con una consistencia parecida a mermelada y unas bolitas de pasta de arroz dulce. En un recipiente aparte te ponen hielo picado de diferentes sabores (yo pedí uno de té matcha). Lo mezclas todo en el bol y a disfrutar. |
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| Estos son los okonomiyakis, la famosa "pizza japonesa". Al igual que las parrillas en Corea, normalmente los tienes que cocinar tú en estas planchas. El mío es el que está en el medio y les digo muy orgulloso que el camarero me felicitó por mi arte dándoles la vuelta. |
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Más gastronomía de Okinawa. Los sata andagi (o donuts de Okinawa) son una especie de bollos fritos hechos con harina de trigo, yema de huevo, leche y mucha azúcar. El relleno puede ser diferentes sabores. En este puestito no me llevé cincuenta de milagro.
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Las heladerías están a la orden del día en Okinawa. Los deliciosos crêpes japoneses enrollados como un cucurucho ya los había probado en la Takeshita-dori de Tokyo, pero este concretamente tenía un toque okinawense al llevar beni imo, una batata púrpura dulce rica en antioxidantes y vitaminas que solamente se cultiva aquí.
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| Belleza natural en los acantilados de Cabo Manzamo, con unas preciosas vistas al océano esmeralda de las islas Ryūkyū. |
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| Los atardeceres en este acantilado deben ser, literalmente, de otro mundo. |
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| Okuma Beach, ¿la playa de la intro de Final Fantasy VIII? |
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| Un puente colgante sobre el valle en la región boscosa de Yanbaru, camino a la cascada Hiji. |
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| Antes de comenzar la ruta hasta la cascada Hiji, se nos advierte de que es posible que por el camino nos encontremos con una serpiente habu, de la que ya hablé más arriba en la foto del awamori. A mí particularmente me encantan las serpientes, pero la mordedura de la habu es altamente tóxica y nos dio bastante respeto encontrarnos algunos agujeros en el suelo que sugerían ser las madrigueras de estos reptiles... |
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| La mencionada cascada Hiji, de 26 metros de altura y a la que llegamos después de una caminata un poco sufrida por la selva. |
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| Este larguísimo puente (Kouri Bridge) conecta Okinawa con la isla de Kouri, un trozo de tierra circular de poco más de 3 km² con playas, cafeterías y restaurantes pintorescos. En los días soleados el mar se ve precioso desde este mirador, pero como pueden comprobar, a nosotros no nos cuadró esa suerte. | | | | | | | |
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| Una zona de snorkel justo detrás de mi hotel. Las islas Ryūkyū son un destino perfecto para la práctica del buceo gracias a unos arrecifes de coral preciosos y a sus magníficas aguas cristalinas. |
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| Bowser adelantándonos por la derecha. Ese tipo de cosas que sólo pueden pasarte en Japón. |
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