30 dic 2018

Viaje a Corea del Sur y Okinawa (I)


Pasado ya un mes desde que regresé de Corea del Sur y Okinawa, opto por ser realista y acepto que no voy a ser capaz de escribir una crónica tan larga como la de mi viaje a Japón, que sigue a medias por pura holgazanería, aunque todavía confío en poder terminar en...un futuro próximo.

Sí es cierto que sería injusto no dejar ninguna referencia expedicionaria de lo que ha sido esta nueva aventura por Asia (en solitario, pero al final veréis que no tanto), que si todo va bien no será la última ni la penúltima, y de la que no sólo me voy a llevar el recuerdo de unas fotos bonitas y una acogida afectuosa, sino también algunas amistades de las permanecen para siempre en el kokoro.

Empezando obviamente por el principio, que fue mi aterrizaje vía Dubai en el aeropuerto de Incheon el día 12 de noviembre, desde allí tenía que subirme a un bus directo a mi hotel en Seúl, la primera ciudad base de mi planning. Lo primero que asimilo al pisar suelo coreano es que no parece que mantengan del todo el cliché asiático de la cortesía y el carácter sosegado: una vez tengo comprado el billete a Seúl, contemplo fascinado cómo dos chóferes coléricos discuten a grito pelado a unos pocos metros de mí. La disputa acaba con uno de ellos soltando dos puñetazos en la carrocería del bus del otro y marchándose a paso ligero. Bienvenidos a Corea. Ceno bulgogi de ternera en la parrilla eléctrica de un local cerca del hotel, al que me condujo un simpático señor (que cuando le dije que me apetecía probar el bulgogi salió enfilado hacia el restaurante y, literalmente, tuve que salir corriendo detrás de él).

Confirmo el desmedido sabor picante de la cocina coreana, con el gochujang y el kimchi como piedra angular. Sólo durante la segunda semana de mi viaje fui capaz de afrontar las comidas sin prácticamente finiquitar el litro de agua que te sirven junto a los platos, y al que el coreano de pura cepa sólo recurre al final, pero puedo decir que en todas y cada una de las comidas que hice más consagradas al paladar de los nativos, mis glándulas sudoríparas trabajaron a destajo y tuve que usar más servilletas de lo apropiado para impedir que las velas de mocos estimuladas por los químicos naturales de la pasta de chili llegaran a la mesa. Me quedó muchísima gastronomía por probar, más que nada porque hace falta una auténtica guía para sacar partido al gigantesco catálogo culinario de Corea del Sur, y no me hubiese venido mal un timonel local que indicase en más de una ocasión qué era realmente lo que había en mi plato. Pese al desconocimiento y mi relación contradictoria con los guisos más picantes, valoro positivamente mi experiencia con la cocina coreana, sobre todo por la abundancia de las raciones, la variedad del repertorio y la intensidad de sus aromas. Amor eterno al bibimbap, los puestitos callejeros de hotteok y las recetas de pollo frito coreano.

En Seúl pasaría las 3 primeras noches de mi viaje. Una megalópolis inmensa, con mayor número de población que New York o Tokyo, y en la que, todo hay que decirlo, no empecé con muy buen pie al darme cuenta de que mi hotel, aunque muy bonito, estaba bastante lejos de las must-visit attractions. Los 45 minutos en Metro para llegar a los principales palacios reales (Changdeokgung y Gyeongbokgung) no me los quitaba nadie, así como a las áreas comerciales de Myeong-dong e Insadong. Es muy complicado abarcar Seúl en menos de 5 días (y siendo bastante diligente en la marcha). Un poco agobiado, cancelé mi visita a la Zona desmilitarizada de Corea, pegadita a los dominios del entrañable Kim Jong-un, y pensada como epílogo para el último día en el país. Tenía que pasarme por la oficina de la empresa con la que había contactado desde España para pagar la visita en efectivo (imposible visitar el paralelo 38 por tu cuenta). No tenía ni puñeteras ganas de gastar parte de la mañana en buscar dicha oficina en una ciudad tan monstruosamente grande, así que ya verán a qué dediqué mis últimas horas en Corea.

En este primer round con Seúl visité los mencionados palacios reales (que la ciudad tiene un total de cinco), ambos de una delicadeza arquitectónica absolutamente prodigiosa y perfectamente integrados con el entorno natural, engalanado de las hojas otoñales y tiñendo el paisaje de tonalidades rojas, amarillas y color café. Transité por las calles de Gangnam-gu, el exclusivo distrito coreano del que, aparte de la canción del Gangnam Style, también es la probeta donde se gestan algunas de las mentes más privilegiadas del país: alrededor del 6% de los candidatos admitidos en la Universidad Nacional de Seúl, la más puntera de Corea, provienen de aquí. Por la noche, paseé junto al arroyo de Cheonggyecheon, donde celebraban un curioso festival nocturno con cientos de lámparas con formas de figuras de colores iluminando el recorrido por el afluente. Myeong-dong: la cuna de la famosa cosmética coreana, (donde presencié estupefacto que había un puesto callejero de CHURROS DE OREO), los rincones culturales y las galerías de arte de Insadong (se convertiría en una de mis zonas favoritas de la ciudad), el vivaracho Templo Jogyesa, centro neurálgico del budismo Zen en Corea del Sur...Créanme si les digo que hace falta mucha tranquilidad y paciencia para recorrer y disfrutar de Seúl, y eso que no es ni por asomo un destino tan popular como las ciudades más emblemáticas de Japón, o el exotismo tropical de las urbes de Tailandia o Vietnam. Dejé la capital de Corea antes del amanecer, interrumpiendo el estudio de español de la simpática recepcionista del turno de noche, que tanteó conmigo sus primeras frases en el idioma de Cervantes con bastante acierto, y con la que tuve la primera charla más o menos larga desde que pisé el país (pero ya en inglés, lengua en la que por cierto, el coreano en general se lleva un aprobado muy raspadito).

Todavía en noche cerrada, salgo del hotel y cruzo la calle salpicada por los arcoíris de los neones y espero a un nuevo autobús de chófer vehemente y acelerado que me llevará de nuevo al aeropuerto de Incheon, donde tomaré otro avión para desplazarme hasta el archipiélago de fuego que tiene Japón en su parte más meridional: las exóticas islas Ryūkyū y, más concretamente, a Okinawa.
 
El Changdeokgung es un conjunto de edificaciones situado en la base de una montaña. Se dice que es el palacio que mejor representa la arquitectura coreana.
Coreanas vestidas con el hanbok, el traje típico de Corea del Sur.
El Jardín Secreto del Palacio Changdeokgung.
Es muy común ver a las chicas pasear por los templos y palacios con la ropa tradicional coreana porque al llevarla puesta el acceso a los mismos es gratuito.
A veces me gusta creerme fotógrafo, sobre todo si los entornos favorecen la captura.
El Jardín Secreto del Palacio Changdeokgung tenía múltiples usos y propósitos, desde una zona para componer poemas a la celebración de banquetes o el entrenamiento militar, todo dirigido por el rey Taejong de Joseon.
Parece un cuadro pero no, son los alrededores del Changdeokgung, que fue construido respetando toda la topología natural de la zona.
El exquisito tejado azul del Seonjeongjeon Hall, donde trabajaba el rey y sus funcionarios.
El distrito de Gangnam.
El Seoul Festival Lantern, un festival anual celebrado en noviembre junto al arroyo Cheonggyecheon, que fluye por el centro de Seúl.
No se imaginan lo que me costó llegar a este evento. Ni siquiera los taxistas sabían de su existencia, por lo que deduzco que no debe ser tan conocido a nivel local como podría pensarse.
Variedades coreanas de nuestras chocolatinas de siempre. En chucherías que me vuelven loco también están bastante avanzados.
El famoso bulgogi. La barbacoa coreana la preparan los propios comensales en torno a unas parrillas eléctricas disponibles en cada una de las mesas del local.
Todos esos platitos que se sirven junto al plato principal se denominan banchan. Nunca falta el kimchi, (que aunque en la foto no sale estaba dentro de un recipiente situado a la izquierda) mientras que el resto de platos consisten normalmente en verduras cocinadas, tofu, ajo picado, fideos de rábano, salsas y otros condimentos.
El Pabellón Gyeonghoeru, dentro del complejo de edificaciones del Palacio Real Gyeongbokgung, el principal durante la dinastía Joseon, con más de 50 hectáreas de extensión. A diferencia de las construcciones europeas en las que lo importante era la altura, en Corea la máxima expresión de poder era la ocupación de grandes espacios fértiles.
Seúl; modernidad y tradición en el mismo metro cuadrado.
Aunque parezca que me voy acercando a una zona rural, esta foto sigue siendo tomada en el corazón de Seúl
Templo Jogyesa, el principal de la Orden Jogye del budismo coreano.
Así de bonitos están los exteriores del Templo Jogyesa
Myeong-dong, la zona comercial de Seúl donde se afincan todas las firmas de lujo y las casas de cosmética coreana.

La Catedral de Myeong-dong, una iglesia de arquitectura gótica donde se formó la primera comunidad católica de Corea en 1784.

El vendedor de churros de Oreo en Myeong-dong. Globalización pura y dura.

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