La mayor parte de las
entradas que han integrado este blog son un consomé de reflexiones
con ingredientes de crítica hacia aspectos de nuestra sociedad que
me parecen hipócritas o susceptibles de ser reprochados. Es probable
que esta entrada también contenga trazas de bilis sociopática, pero
lo principal es que irá dedicada a una categoría concreta de
personas, y esta vez no será para hacer una diagnosis negativa de
ellas, sino todo lo contrario. Me resulta complicado encontrar una
clasificación congruente en la que etiquetarlas, pero creo que voy a
recurrir al subterfugio de llamarlas “aquellas que enseñan a
encontrar el camino”.
Llegando a un momento en
que las perspectivas de mi vida han tenido que cambiar varias veces,
ya sea por desilusiones o porque determinados giros de guión han
marcado un nuevo orden natural de las cosas, pese a mi opacidad
indescifrable para algunos o mi esquivo aislamiento para otros, he de
confesar que he hecho un poco de trampa para sostenerme ante la
enfática acometida de los huracanes. En silencio, observaba a
determinadas personas que eran como luciérnagas con la propiedad de
brillar en la oscuridad, produciendo su propia luz y difundiendo su
incandescencia para que otras pudiésemos seguir avanzando cuando el
camino era más sombrío. Muchas de estas personas se han convertido
en eléctricos luceros distantes, ya no están cerca, pero bastaron
unas pequeñas moléculas de luz flotando en su estela para que
pudiese volver a ponerme en marcha y definir mi ruta. Muchas de estas
personas ni tan siquiera saben que son luciérnagas.
Cuando las alimañas de
la oscuridad se lanzaban a dar dentelladas intentando extinguirlas
quise correr a protegerlas, pero mis fuerzas aún era demasiado
exiguas para infligir daño alguno, y tuve que esconderme impotente
tras los arbustos, acurrucado como un testigo inservible. Temblando
de miedo y frustración, desde allí presencié cómo mis luciérnagas
resplandecían en el momento más duro y se alzaban enormes y
poderosas escapando de las fauces de las bestias, sorprendiéndolas
con un intenso fogonazo de dignidad y cegando para siempre las
gélidas pupilas verticales de aquellos reptiles oportunistas.
Así que las admiré en
secreto y las imité. Necesitaba al menos vivir en la silueta de sus
aleteos constantes para no caer derrotado ante el empuje obcecado de
un mundo que parece esforzarse en que siempre te sientas como una
mierda, en el que basta con que perciban una pequeña parte de ti
para recibir una etiqueta y ser definido por los demás, donde tienes
que nadar permanentemente contra unas expectativas de felicidad
patentadas por la propaganda popular y donde la costumbre y los
hábitos te hacen simular que sigues siendo parte del ecosistema de
algunas personas aunque realmente hace tiempo que te has marchado.
En todos estos momentos y
situaciones, las luciérnagas se convirtieron en una inspiración
irreemplazable. Muchas veces, cuando uno abre un camino, a la misma
vez capacita a los demás para descubrir otros y se destapa una nueva
realidad que da esperanza al viajero perdido. Ese pensamiento lateral
desafiando las ideas preconcebidas es el impulso cinético que nos
emancipa de la esclavitud de muchos patrones de comportamiento que la
simple mímesis colectiva nos hizo creer como únicos. Ese inédito
ejercicio creativo contiene una valentía descomunal, y no sólo
ilumina e inspira, sino que también reinterpreta el mundo para que
el nuevo enfoque nos ayude a comprender lo que antes nos resultaba
hermético e inalcanzable.
Los que intentamos que
nunca se vean nuestras fisuras pero que más de una vez rezamos por no
cruzarnos con alguien conocido en el camino de vuelta a casa, porque
hubiese bastado el soplo de una palabra inocua para que las lágrimas
se desbordaran de nuestros párpados, necesitamos invocar a estos
seres en momentos así para recomponernos al revivir sus proezas,
“¿qué hubiesen hecho ellas en este instante?”.
Ahora que ya no tenemos
dioses que den sentido a nuestro mundo y lo sustenten de una esencia
normativa, también nos cuesta más engancharnos a esos idearios
platónicos que nos amamantaron en la juventud, puesto que la
experiencia ha racionalizado el lirismo ingenuo de nuestras vivencias
hasta conducirnos a un nihilismo casi apático en nuestras
interacciones cotidianas. Decía Kundera que los amores son como los
imperios: cuando desaparece la idea sobre la cual han sido
construidos, perecen ellos también. Por eso, la necesidad de figuras modélicas tan inmortales en nuestro pensamiento como un dios, y tan poéticas como los campeadores de un reino, como hermosos espejos en óvalo a los que admirar y en los que mirarse.
Ay, mis luciérnagas. Lo
que las hace tan valiosas es que en este universo frenético de las
prisas y donde todo se consume hasta que se atrofia, diseñado para
que nos acostumbremos a irnos o dejar marchar, ellas tienen el mérito
de surgir como irrepetibles viviendo en una graciosa ignorancia de
los caminos que han trazado. Pero lo que más me gusta de mis
luciérnagas tardé más tiempo en comprenderlo, y es que, aunque a veces
pierdan su luz, nunca, nunca, nunca se cansan de volar. Aunque todo se haya quedado a
oscuras.

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