11 ago 2018

Luciérnagas

La mayor parte de las entradas que han integrado este blog son un consomé de reflexiones con ingredientes de crítica hacia aspectos de nuestra sociedad que me parecen hipócritas o susceptibles de ser reprochados. Es probable que esta entrada también contenga trazas de bilis sociopática, pero lo principal es que irá dedicada a una categoría concreta de personas, y esta vez no será para hacer una diagnosis negativa de ellas, sino todo lo contrario. Me resulta complicado encontrar una clasificación congruente en la que etiquetarlas, pero creo que voy a recurrir al subterfugio de llamarlas “aquellas que enseñan a encontrar el camino”.

Llegando a un momento en que las perspectivas de mi vida han tenido que cambiar varias veces, ya sea por desilusiones o porque determinados giros de guión han marcado un nuevo orden natural de las cosas, pese a mi opacidad indescifrable para algunos o mi esquivo aislamiento para otros, he de confesar que he hecho un poco de trampa para sostenerme ante la enfática acometida de los huracanes. En silencio, observaba a determinadas personas que eran como luciérnagas con la propiedad de brillar en la oscuridad, produciendo su propia luz y difundiendo su incandescencia para que otras pudiésemos seguir avanzando cuando el camino era más sombrío. Muchas de estas personas se han convertido en eléctricos luceros distantes, ya no están cerca, pero bastaron unas pequeñas moléculas de luz flotando en su estela para que pudiese volver a ponerme en marcha y definir mi ruta. Muchas de estas personas ni tan siquiera saben que son luciérnagas. 

Cuando las alimañas de la oscuridad se lanzaban a dar dentelladas intentando extinguirlas quise correr a protegerlas, pero mis fuerzas aún era demasiado exiguas para infligir daño alguno, y tuve que esconderme impotente tras los arbustos, acurrucado como un testigo inservible. Temblando de miedo y frustración, desde allí presencié cómo mis luciérnagas resplandecían en el momento más duro y se alzaban enormes y poderosas escapando de las fauces de las bestias, sorprendiéndolas con un intenso fogonazo de dignidad y cegando para siempre las gélidas pupilas verticales de aquellos reptiles oportunistas.

Así que las admiré en secreto y las imité. Necesitaba al menos vivir en la silueta de sus aleteos constantes para no caer derrotado ante el empuje obcecado de un mundo que parece esforzarse en que siempre te sientas como una mierda, en el que basta con que perciban una pequeña parte de ti para recibir una etiqueta y ser definido por los demás, donde tienes que nadar permanentemente contra unas expectativas de felicidad patentadas por la propaganda popular y donde la costumbre y los hábitos te hacen simular que sigues siendo parte del ecosistema de algunas personas aunque realmente hace tiempo que te has marchado.

En todos estos momentos y situaciones, las luciérnagas se convirtieron en una inspiración irreemplazable. Muchas veces, cuando uno abre un camino, a la misma vez capacita a los demás para descubrir otros y se destapa una nueva realidad que da esperanza al viajero perdido. Ese pensamiento lateral desafiando las ideas preconcebidas es el impulso cinético que nos emancipa de la esclavitud de muchos patrones de comportamiento que la simple mímesis colectiva nos hizo creer como únicos. Ese inédito ejercicio creativo contiene una valentía descomunal, y no sólo ilumina e inspira, sino que también reinterpreta el mundo para que el nuevo enfoque nos ayude a comprender lo que antes nos resultaba hermético e inalcanzable.

Los que intentamos que nunca se vean nuestras fisuras pero que más de una vez rezamos por no cruzarnos con alguien conocido en el camino de vuelta a casa, porque hubiese bastado el soplo de una palabra inocua para que las lágrimas se desbordaran de nuestros párpados, necesitamos invocar a estos seres en momentos así para recomponernos al revivir sus proezas, “¿qué hubiesen hecho ellas en este instante?”.

Ahora que ya no tenemos dioses que den sentido a nuestro mundo y lo sustenten de una esencia normativa, también nos cuesta más engancharnos a esos idearios platónicos que nos amamantaron en la juventud, puesto que la experiencia ha racionalizado el lirismo ingenuo de nuestras vivencias hasta conducirnos a un nihilismo casi apático en nuestras interacciones cotidianas. Decía Kundera que los amores son como los imperios: cuando desaparece la idea sobre la cual han sido construidos, perecen ellos también. Por eso, la necesidad de figuras modélicas tan inmortales en nuestro pensamiento como un dios, y tan poéticas como los campeadores de un reino, como hermosos espejos en óvalo a los que admirar y en los que mirarse.

Ay, mis luciérnagas. Lo que las hace tan valiosas es que en este universo frenético de las prisas y donde todo se consume hasta que se atrofia, diseñado para que nos acostumbremos a irnos o dejar marchar, ellas tienen el mérito de surgir como irrepetibles viviendo en una graciosa ignorancia de los caminos que han trazado. Pero lo que más me gusta de mis luciérnagas tardé más tiempo en comprenderlo, y es que, aunque a veces pierdan su luz, nunca, nunca, nunca se cansan de volar. Aunque todo se haya quedado a oscuras. 


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