Efectivamente,
no he escrito una mierda sobre mi viaje a Japón desde hace más de
medio año, ya ha pasado el aniversario de la expedición y aún me
queda más de la mitad por contar, si es que la memoria no me
traiciona y puedo seguir escribiendo con precisión los detalles que
mayor huella dejaron en mis recuerdos.
Habíamos
cerrado el capítulo de Nara poniendo rumbo hacia Kyoto en el tren en
la estación JR. Kyoto está a unos 45 kilómetros, por lo que el
viaje dura alrededor de 50 minutos en uno de los cómodos vagones del
grupo Japan
Railways, el
consorcio privado de ferrocarriles que opera la mayor parte de la red
vial nipona. Me llamó la atención lo impecablemente vestidos que
van los conductores y empleados de la JR, encajados en pulcros
uniformes azul marino con gorra de plato al estilo Marina Mercante,
corbatas con nudo disciplinado y guantes de color blanco. Las chicas
visten de manera muy similar pero con algunas variantes como un
pañuelo cubriendo el cuello y un sombrerito de bombín tan propio
del estilo clásico británico. Yo personalmente me enamoré de una
conductora guapísima con uno de estos sombreros, y alivié esta
idealización platónica pensando que según la teoría cosmológica
del multiverso, hay infinitas dimensiones paralelas coexistiendo unas
con otras y, en una de ellas, yo me he casado con esta mujer y hemos
tenido 5 hijos, todos preciosos con sus ojitos rasgados, mis manitas
de librero y cumpliendo cualquier orden estético de la naturaleza y
con los números de Fibonacci.
Llegamos
a Kyoto. No es casualidad que esta ciudad fuese la sede donde en 1997
los países más industrializados se comprometieron a reducir sus
emisiones de gases de efecto invernadero y combatir el cambio
climático. No sé cómo irá la cosa a día de hoy, pero
definitivamente Kyoto no es la típica megalópolis enturbiada por la
contaminación y los bocinazos estridentes. Las calles están
impolutas, para no variar en Japón, con espaciosas aceras arboladas
donde transitan centenares de bicicletas que comparten circulación
con los viandantes. Kyoto es de esas ciudades en las que aún no
llevas ni 5 minutos y ya sabes que te va a encantar. Con un
patrimonio cultural inmenso, la “ciudad del protocolo” conjuga
perfectamente modernidad y tradición. Su red de metro es
sencillísima, con solamente dos líneas: una de color verde que
recorre la ciudad de norte a sur y otra de color bermellón que va de
este a oeste. Desde la boca del metro y arrastrando mi maletita roja,
tardo menos de 10 minutos en plantarme en el nuevo hotel. Mando un
mensaje a mi padre pese a que en España es de madrugada, pero sé
que está nervioso porque cree tener un hijo que se pierde hasta en
un pasillo del HiperDino, así que realizo esta extraordinaria
muestra de empatía y le escribo. Se ve que no estaba pegando ojo
porque me contesta casi al instante. Ya está, ya he dado señales de
seguir vivo a mis seres queridos en el otro lado del planeta. Dejo
mis pertenencias en la consigna (como en Nara, vuelvo a llegar antes
de que mi habitación esté lista), me tomo un café en el
self-service de la recepción y me largo de nuevo a la calle porque
mi primera visita será al formidable Castillo de Nijō, residencia
del shogunato de Tokugawa Ieyasu, considerado otro de los grandes
unificadores de la historia de Japón después de un largo periodo de
guerra civil (en la entrada dedicada a Osaka habíamos hablado de
Toyotomi
Hideyoshi).
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| Una foto hecha prácticamente recién salido de la boca del metro y contemplando por primera vez la ciudad |
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| Kyoto es aséptica. Orden, higiene y limpieza. |
Lo
primero que noto al llegar al Castillo es que debe ser uno de los
enclaves turísticos más populares de Kyoto porque hay bastante
gente. Así todo, no tardo demasiado en comprar la entrada y pillo
una audioguía en español para ir contemplando el complejo a mi aire
(recuerdo que me salió un poco cara, por cierto). El Castillo de Nijō fue construido en 1603 y está bastante bien conservado. Algunas
partes fueron destruidas por incendios y la torre principal quedó
afectada por la caída de un rayo. Fue en este mismo castillo en 1867
donde el último shogun, Tokugawa
Yoshinobu, decidió rendirse ante las fuerzas imperiales acabando así
los 700 años de ley samurai en Japón, comenzando entonces la
revolución Meijí y la consecuente occidentalización del país.
Posteriormente, el castillo comenzaría a utilizarse como residencia
esporádica de la Familia Imperial. En
1994, el Castillo de Nijō fue registrado como Patrimonio de la
Humanidad.
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| Puerta de entrada Karamon, muy típica de los castillos y los templos en Japón |
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| Rapaces de excursión |
Los
interiores del Palacio (no hay fotos porque estaba prohibido
sacarlas) son una preciosidad, dejando claro el gusto del shogun por
la exuberancia y los simbolismos. Son un total de 33 habitaciones
emplazadas en seis edificios unidos entre sí. La decoración de las
paredes de las salas de tatami y las puertas correderas dejan
plasmado el poder y la autoridad del régimen de Tokugawa, con
delicados murales de tigres saltando entre bambúes, leopardos,
halcones, pavos reales, sauces o flores de cerezo. Los llamados
“suelos de ruiseñor” chirrían cuando andamos sobre ellos, al
parecer como medida de seguridad ante los intrusos. Los samurais
instalaban este sistema de tablones de madera chirriante en los
pasillos y corredores de algunas de sus residencias para que no
hubiese forma de que alguien pisara en ellas sin ser descubierto.
En
el exterior, el Jardín Ninomaru me deja boquiabierto por su
espectacularidad, con un estanque rodeado de cerezos y ciruelos
chinos, en cuyo centro se encuentra representada la isla Horai, un
monte mágico de las mitologías china y japonesa que estaba habitado
por sabios con una panacea para la vida eterna. Es un hecho que los
samurais dotaban a sus jardines no solamente de una belleza
devastadora, sino también de un arte metafísico repleto de
simbología.
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| Sé de una persona que lloró cuando vio esto |




Un
foso interior de planta cuadrangular inundado de agua y habitado por
unas gordísimas carpas de colores delimita la otra parte de la
construcción que contiene el Palacio Honmaru (que
no está abierto al público) y su correspondiente jardín, que era
otro anillo de defensa más dentro del complejo. La última zona del
Castillo es el Jardín de Seiryu-en, construido ya en 1965 y
utilizado para las recepciones oficiales y otros eventos de índole
cultural. Cuenta con un entrañable salón de té en el que hay que
entrar descalzo y donde repuse fuerzas con un trozo de bizcocho de té
verde que adjuntaré a continuación. El salón está situado junto a
un precioso estanque donde incluso las piedras han sido colocadas a
conciencia para embellecer aún más el entorno. Como anécdota de
esta zona, paseando por el camino pavimentado adyacente al Jardín,
una japonesa me dijo “hello”,
que devolví con una sonrisa. Sus amigos dejaron escapar un
“wooooohh” casi unánime y por un breve instante me pareció que
sonaba el “Love
Is In The Air”
de John Paul Young desde algún altavoz situado en una torre del
castillo. La anécdota es una mierda realmente, pero este tipo de
cosas jamás ocurren en España, posiblemente porque el japonés es
tímido y nunca es demasiado intrépido a la hora de iniciar un juego
de seducción, con el reverso positivo de que no se crean mujeres
egocéntricas con aires de pin-up
y puedes ser saludado con normalidad por una desconocida sin que se
destruyan sus códigos de divinidad eminente alimentados por una
caterva de babosos sin autoestima que insertarían sus miembros hasta
en una mofeta muerta de tuberculosis.

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| Un foso lleno de agua acota la segunda parte de la fortificación donde está el Palacio Honmaru |
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| El estanque cerca del Jardín del Seiryū-en, la parte más nueva del Castillo
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| Sin palabras |
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| Reponiendo fuerzas en la casa del té |
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Salgo
del castillo y, en el camino del vuelta al hotel, me paro un instante
a contemplar una tienda de katanas (se adjunta foto).
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| Por si a alguien le interesan los precios de las katanas, iban desde los 36.000 a los 95.000 yenes (entre 280 y 740 €) |
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Ya
en mi habitación, una vez recogido el equipaje en consigna, descanso
un poco y al rato vuelvo a salir a la calle para dirigirme al Mercado
de Nishiki, con un poco de apuro porque cierra a las cinco de la
tarde. Durante el Shogunato de Tokugawa, fue un mercado de pescado
que posteriormente se iría diversificando hasta llegar a lo que es
hoy en día, un extenso pasillo flanqueado de puestos de comida y
enseres de lo más variopintos cubierto por una preciosa vidriera de
colores. Hay sashimi servido en palitos de helado, erizos de mar,
todo tipo de pescados, crustáceos y moluscos, fruta, bebidas y una
cantidad disparatada de comida que no puedo ni intuir lo que es. Un
verdadero fan de la gastronomía japonesa se volvería completamente
loco en el Mercado de Nishiki. Yo me compré una especie de pasta de
pescado asada y ensartada en unos palillos que estaba tan deliciosa
que tuve que volver atrás para pedir otro al vendedor. Son los que
están en las fotos y había de distintos sabores (yo pedí uno de
cangrejo y otro de pulpo). Ahora mismo no soy capaz de encontrar en
Google el nombre de esta delicatessen
desconocida, pero seguro que no la han olido ni los cocineros del
Natural Wok. También compré una botella de shōchū,
un aguardiente similar al sake destilado a partir de patata dulce,
cebada o arroz. Se suele usar para acompañar comidas orientales con
arroz o pescado, pero he de decir que escribo estas líneas y aún no
he terminado ni la mitad de la botella de ese brebaje.
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| Los señores con corbata también van al Mercado |
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| Póngame medio kilo de...de... |
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| Sashimi en palitos de helado |
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| Qué buenas estaban estas...COSAS |
Después
del paseo por el Mercado, vuelvo al hotel para descansar un rato,
pero cuando ha caído la noche me pongo de nuevo en marcha para
visitar el callejón de Pontochō, situado dentro de uno de los
distritos de geishas que hay en Kyoto. Está a unos 2 kilómetros del
hotel, que recorro caminando porque me siento un puto roble y porque
la estampa de encontrarme a japoneses encorbatados tirados en el
suelo completamente borrachos o haciendo eses con sonrisas que les
llegan hasta el lóbulo de la oreja es demasiado divertida como para
dejarla pasar yendo hasta Pontochō en taxi. Este estrechísimo
callejón va a convertirse en uno de mis lugares favoritos de Japón
(tanto es así que llegué a ir dos veces). Se trata básicamente de
una calle de restaurantes, pubs e izakayas situada casi paralela a la
orilla del río Kamo-gawa, abrigada por las típicas casitas
tradicionales japonesas hechas de madera y adornadas con lámparas de
bambú y papel de arroz a lo largo de sus 600 metros de longitud. Por
la noche se iluminan y dan al callejón un ambiente mágico con un
cierto halo de misterio. Casi podemos decir que, cuando los turistas
visitan Kyoto, hay consenso al opinar que Pontochō es uno de los
lugares más hermosos de la ciudad. Pero hay un detalle más que
convierte a este enclave en algo único: Pontochō es el hogar de las
populares geishas y maikos, las artistas tradicionales japonesas con
sus rostros indescifrables de maquillaje blanco y sus llamativos
kimonos de colores.
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| Cae la noche en la Ciudad del Protocolo |
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| Una izakaya en Pontochō |
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| Así de estrecho y enigmático es el callejón de las geishas |
Como
espero que este espacio también les sirva para ampliar un poco de
conocimiento sobre Japón, les diré que la figura que normalmente asociamos con una geisha (a menudo confundida
con torpeza con una mujer que ejerce la prostitución) es en realidad una maiko o, en otras palabras, una aprendiz de geisha que aún no ha
perfeccionado del todo sus habilidades para convertirse en esa
prestigiosa eminencia de las artes tradicionales. Realmente siempre han
existido muy pocas geishas como tales en Japón, porque la geisha se dedica a
una profesión llena de refinamiento y sacrificio, una mujer que
consagra su vida casi por completo a las artes de la poesía, la
danza tradicional, la ceremonia del té o los arreglos florales.
Además, la geisha detenta un nivel cultural enorme, porque su
finalidad era entretener a los ricos y a gente de alta posición
social en diversos espectáculos, por lo que su nivel de conversación
exigía que tuviesen unos conocimientos bastante elevados en
cualquier materia. Las maikos, estereotipo más habitual, suelen vestir kimonos de seda hechos a mano con estampados
más coloristas que la auténtica geisha, pero hay dos pistas importantes que nos pueden
ayudar enseguida a establecer la diferencia entre una y otra. La primera de ellas es el cuello del kimono, que en las
maikos suele tener algún bordado o dibujo mientras que en las
geishas es completamente blanco. La segunda es el kimono interior, a
menudo de color rojo en las maikos y en las geishas de color rosa.
Cuanto más cerca está una maiko de completar su aprendizaje y de
convertirse en geisha, más sobria y discreta es la ornamentación
del kimono. A
día de hoy, estas
mujeres suelen comenzar su educación entre los 15 y los 17 años.
En Pontochō tuve el tremendo privilegio de encontrarme de
frente con una de estas figuras, espléndida sobre las altísimas
cuñas de sus sandalias de madera (no les voy a decir si era un maiko
o una geisha, a ver si han estado espabilados con la explicación), y
recuerdo el momento como algo muy impactante, sobre todo porque fue
un encuentro completamente súbito mientras yo caminaba despreocupado
por el callejón y la mujer salía de una de las casitas, que intuyo
que debía de ser una de las escuelas de aprendizaje. Tener la
oportunidad de ver a una de estas protagonistas tan alusivas de la
cultura japonesa es una verdadera rareza (apenas hay unas 70 maikos
en toda la ciudad), pues pasan la mayor parte del tiempo en las
escuelas y no es habitual verlas paseando en público. Además, su
número ha disminuido de forma considerable a consecuencia del
negocio de las hostesses,
los
clubs de chicas de compañía que obviamente tienen que cumplir unos
requisitos mucho menos refinados que las geishas a la hora de
entretener clientes.
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| A ver...según la lección, ¿maiko o geisha? |
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Tras
la conmoción del encuentro, compré una cajita de takoyakis
en
un puesto de comida del callejón y como soy un puñetero zampabollos
y me quedé con hambre, entré a una izakaya para seguir comiendo.
Allí me decidí a pedir una guarnición de una crujiente tempura de
verduras y el famoso sashimi,
pescado
crudo cortado en taquitos, condimentado con pasta de wasabi y
acompañado de un pequeño bol de salsa de soja para sumergir las
rodajas. Todo esto con un gran vaso de sake, que en las izakayas se
sirve frío y permitiendo que se rebose hasta inundar la bandeja de
debajo.
Al
poco tiempo de servirme los platos, entraron en el restaurante dos
señores con gafas y look de oficina. Se sientan junto a mí,
directos como una flecha, y el que lleva la americana me saluda en un
inglés bastante rudimentario, se presenta y me da la mano. Está muy
claro que vienen de algún otro local ya con alguna copilla encima y
tienen ganas de “hablar con el guiri”. El inglés de ambos es
ciertamente horrendo, no les entiendo prácticamente nada, pero eso
no es impedimento para que se empiece a crear una situación
descojonante a la que se incorporan los camareros. Comprendo
enseguida que me he convertido en el centro de atención del bar
cuando insisten en enseñarme a comer el sashimi
como Dios manda, usando un palillo como un pincel para untar el
wasabi en las piezas de pescado y hundiéndolas en el bol con la
salsa de soja. Como soy consciente de mi momento mediático, le echo
un poco de teatralidad al asunto cuando me meto el pescado teñido de
wasabi en la boca y exagero el escozor para intensificar el jolgorio
del personal. La camarera casi se mea de risa y corre a ponerme un
vaso de agua. Brindamos con sake, nos sacamos fotos, la camarera
descojonada en pedacitos, el alcohol va haciendo que el inglés
macarrónico de los dos oficinistas se me haga más entendible y
acierto a comprender que son ingenieros. También me preguntaron si
tenía novia, de una forma tan tosca que la camarera tuvo que hacer
el gesto del anillo en el dedo para que les entendiese. Tras la
fiesta, me despedí de todos y les prometí que volvería durante
estos días. En la barra también había un tío con pinta de
norteamericano contemplando la escena con un semblante de
superioridad, desde aquí te comentó que si yo de alguna forma
tuviera algún poder legislativo en el Estado de Japón, sin duda
alguna tu país estaría vetado en todos los ámbitos después de lo
de Hiroshima y Nagasaki. A chuparla fuera de aquí, gringos.
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| Reconozco que nunca fui un gran fanático del pescado crudo, pero también es verdad que nunca lo había comido como Dios manda. |
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Ahora
sí, visiblemente cansado cogí un taxi cerca del río Kamo-gawa y
volví al hotel. Allí no tardé en pasar a mis amigos la foto de
extraperlo que saqué a la maiko/geisha (ejem...) y como suelo dormir
desnudo, volví a notar la presencia de los arañazos en el cojón
derecho que os comenté en Nara. Por motivos obvios que no vienen al
caso, sé que no se trata de una ETS, pero aun así busco en mi
agenda telefónica a alguien medianamente relacionado con el tema de
la Sanidad, ponderando ese valor con el de tener un poco de
confianza, así que las dos variables casan con mi amiga Lorena. No
recuerdo mucho cómo se desarrolló la conversación, creo que no me
aportó ninguna conclusión, pero nos descojonamos y me fui a dormir.
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