25 jun 2018

Mi viaje a Japón (V): Kyoto

Efectivamente, no he escrito una mierda sobre mi viaje a Japón desde hace más de medio año, ya ha pasado el aniversario de la expedición y aún me queda más de la mitad por contar, si es que la memoria no me traiciona y puedo seguir escribiendo con precisión los detalles que mayor huella dejaron en mis recuerdos.

Habíamos cerrado el capítulo de Nara poniendo rumbo hacia Kyoto en el tren en la estación JR. Kyoto está a unos 45 kilómetros, por lo que el viaje dura alrededor de 50 minutos en uno de los cómodos vagones del grupo Japan Railways, el consorcio privado de ferrocarriles que opera la mayor parte de la red vial nipona. Me llamó la atención lo impecablemente vestidos que van los conductores y empleados de la JR, encajados en pulcros uniformes azul marino con gorra de plato al estilo Marina Mercante, corbatas con nudo disciplinado y guantes de color blanco. Las chicas visten de manera muy similar pero con algunas variantes como un pañuelo cubriendo el cuello y un sombrerito de bombín tan propio del estilo clásico británico. Yo personalmente me enamoré de una conductora guapísima con uno de estos sombreros, y alivié esta idealización platónica pensando que según la teoría cosmológica del multiverso, hay infinitas dimensiones paralelas coexistiendo unas con otras y, en una de ellas, yo me he casado con esta mujer y hemos tenido 5 hijos, todos preciosos con sus ojitos rasgados, mis manitas de librero y cumpliendo cualquier orden estético de la naturaleza y con los números de Fibonacci.

Llegamos a Kyoto. No es casualidad que esta ciudad fuese la sede donde en 1997 los países más industrializados se comprometieron a reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero y combatir el cambio climático. No sé cómo irá la cosa a día de hoy, pero definitivamente Kyoto no es la típica megalópolis enturbiada por la contaminación y los bocinazos estridentes. Las calles están impolutas, para no variar en Japón, con espaciosas aceras arboladas donde transitan centenares de bicicletas que comparten circulación con los viandantes. Kyoto es de esas ciudades en las que aún no llevas ni 5 minutos y ya sabes que te va a encantar. Con un patrimonio cultural inmenso, la “ciudad del protocolo” conjuga perfectamente modernidad y tradición. Su red de metro es sencillísima, con solamente dos líneas: una de color verde que recorre la ciudad de norte a sur y otra de color bermellón que va de este a oeste. Desde la boca del metro y arrastrando mi maletita roja, tardo menos de 10 minutos en plantarme en el nuevo hotel. Mando un mensaje a mi padre pese a que en España es de madrugada, pero sé que está nervioso porque cree tener un hijo que se pierde hasta en un pasillo del HiperDino, así que realizo esta extraordinaria muestra de empatía y le escribo. Se ve que no estaba pegando ojo porque me contesta casi al instante. Ya está, ya he dado señales de seguir vivo a mis seres queridos en el otro lado del planeta. Dejo mis pertenencias en la consigna (como en Nara, vuelvo a llegar antes de que mi habitación esté lista), me tomo un café en el self-service de la recepción y me largo de nuevo a la calle porque mi primera visita será al formidable Castillo de Nijō, residencia del shogunato de Tokugawa Ieyasu, considerado otro de los grandes unificadores de la historia de Japón después de un largo periodo de guerra civil (en la entrada dedicada a Osaka habíamos hablado de Toyotomi Hideyoshi).

Una foto hecha prácticamente recién salido de la boca del metro y contemplando por primera vez la ciudad


Kyoto es aséptica. Orden, higiene y limpieza.

Lo primero que noto al llegar al Castillo es que debe ser uno de los enclaves turísticos más populares de Kyoto porque hay bastante gente. Así todo, no tardo demasiado en comprar la entrada y pillo una audioguía en español para ir contemplando el complejo a mi aire (recuerdo que me salió un poco cara, por cierto). El Castillo de Nijō fue construido en 1603 y está bastante bien conservado. Algunas partes fueron destruidas por incendios y la torre principal quedó afectada por la caída de un rayo. Fue en este mismo castillo en 1867 donde el último shogun, Tokugawa Yoshinobu, decidió rendirse ante las fuerzas imperiales acabando así los 700 años de ley samurai en Japón, comenzando entonces la revolución Meijí y la consecuente occidentalización del país. Posteriormente, el castillo comenzaría a utilizarse como residencia esporádica de la Familia Imperial. En 1994, el Castillo de Nijō fue registrado como Patrimonio de la Humanidad.
 

Puerta de entrada Karamon, muy típica de los castillos y los templos en Japón










Rapaces de excursión
Los interiores del Palacio (no hay fotos porque estaba prohibido sacarlas) son una preciosidad, dejando claro el gusto del shogun por la exuberancia y los simbolismos. Son un total de 33 habitaciones emplazadas en seis edificios unidos entre sí. La decoración de las paredes de las salas de tatami y las puertas correderas dejan plasmado el poder y la autoridad del régimen de Tokugawa, con delicados murales de tigres saltando entre bambúes, leopardos, halcones, pavos reales, sauces o flores de cerezo. Los llamados “suelos de ruiseñor” chirrían cuando andamos sobre ellos, al parecer como medida de seguridad ante los intrusos. Los samurais instalaban este sistema de tablones de madera chirriante en los pasillos y corredores de algunas de sus residencias para que no hubiese forma de que alguien pisara en ellas sin ser descubierto.

En el exterior, el Jardín Ninomaru me deja boquiabierto por su espectacularidad, con un estanque rodeado de cerezos y ciruelos chinos, en cuyo centro se encuentra representada la isla Horai, un monte mágico de las mitologías china y japonesa que estaba habitado por sabios con una panacea para la vida eterna. Es un hecho que los samurais dotaban a sus jardines no solamente de una belleza devastadora, sino también de un arte metafísico repleto de simbología.


Sé de una persona que lloró cuando vio esto








Un foso interior de planta cuadrangular inundado de agua y habitado por unas gordísimas carpas de colores delimita la otra parte de la construcción que contiene el Palacio Honmaru (que no está abierto al público) y su correspondiente jardín, que era otro anillo de defensa más dentro del complejo. La última zona del Castillo es el Jardín de Seiryu-en, construido ya en 1965 y utilizado para las recepciones oficiales y otros eventos de índole cultural. Cuenta con un entrañable salón de té en el que hay que entrar descalzo y donde repuse fuerzas con un trozo de bizcocho de té verde que adjuntaré a continuación. El salón está situado junto a un precioso estanque donde incluso las piedras han sido colocadas a conciencia para embellecer aún más el entorno. Como anécdota de esta zona, paseando por el camino pavimentado adyacente al Jardín, una japonesa me dijo “hello”, que devolví con una sonrisa. Sus amigos dejaron escapar un “wooooohh” casi unánime y por un breve instante me pareció que sonaba el “Love Is In The Air” de John Paul Young desde algún altavoz situado en una torre del castillo. La anécdota es una mierda realmente, pero este tipo de cosas jamás ocurren en España, posiblemente porque el japonés es tímido y nunca es demasiado intrépido a la hora de iniciar un juego de seducción, con el reverso positivo de que no se crean mujeres egocéntricas con aires de pin-up y puedes ser saludado con normalidad por una desconocida sin que se destruyan sus códigos de divinidad eminente alimentados por una caterva de babosos sin autoestima que insertarían sus miembros hasta en una mofeta muerta de tuberculosis.



Un foso lleno de agua acota la segunda parte de la fortificación donde está el Palacio Honmaru




El estanque cerca del Jardín del Seiryū-en, la parte más nueva del Castillo
Sin palabras
Reponiendo fuerzas en la casa del té

Salgo del castillo y, en el camino del vuelta al hotel, me paro un instante a contemplar una tienda de katanas (se adjunta foto).

Por si a alguien le interesan los precios de las katanas, iban desde los 36.000 a los 95.000 yenes (entre 280 y 740 €)



Ya en mi habitación, una vez recogido el equipaje en consigna, descanso un poco y al rato vuelvo a salir a la calle para dirigirme al Mercado de Nishiki, con un poco de apuro porque cierra a las cinco de la tarde. Durante el Shogunato de Tokugawa, fue un mercado de pescado que posteriormente se iría diversificando hasta llegar a lo que es hoy en día, un extenso pasillo flanqueado de puestos de comida y enseres de lo más variopintos cubierto por una preciosa vidriera de colores. Hay sashimi servido en palitos de helado, erizos de mar, todo tipo de pescados, crustáceos y moluscos, fruta, bebidas y una cantidad disparatada de comida que no puedo ni intuir lo que es. Un verdadero fan de la gastronomía japonesa se volvería completamente loco en el Mercado de Nishiki. Yo me compré una especie de pasta de pescado asada y ensartada en unos palillos que estaba tan deliciosa que tuve que volver atrás para pedir otro al vendedor. Son los que están en las fotos y había de distintos sabores (yo pedí uno de cangrejo y otro de pulpo). Ahora mismo no soy capaz de encontrar en Google el nombre de esta delicatessen desconocida, pero seguro que no la han olido ni los cocineros del Natural Wok. También compré una botella de shōchū, un aguardiente similar al sake destilado a partir de patata dulce, cebada o arroz. Se suele usar para acompañar comidas orientales con arroz o pescado, pero he de decir que escribo estas líneas y aún no he terminado ni la mitad de la botella de ese brebaje.

Los señores con corbata también van al Mercado
Póngame medio kilo de...de...



Sashimi en palitos de helado






Qué buenas estaban estas...COSAS
Después del paseo por el Mercado, vuelvo al hotel para descansar un rato, pero cuando ha caído la noche me pongo de nuevo en marcha para visitar el callejón de Pontochō, situado dentro de uno de los distritos de geishas que hay en Kyoto. Está a unos 2 kilómetros del hotel, que recorro caminando porque me siento un puto roble y porque la estampa de encontrarme a japoneses encorbatados tirados en el suelo completamente borrachos o haciendo eses con sonrisas que les llegan hasta el lóbulo de la oreja es demasiado divertida como para dejarla pasar yendo hasta Pontochō en taxi. Este estrechísimo callejón va a convertirse en uno de mis lugares favoritos de Japón (tanto es así que llegué a ir dos veces). Se trata básicamente de una calle de restaurantes, pubs e izakayas situada casi paralela a la orilla del río Kamo-gawa, abrigada por las típicas casitas tradicionales japonesas hechas de madera y adornadas con lámparas de bambú y papel de arroz a lo largo de sus 600 metros de longitud. Por la noche se iluminan y dan al callejón un ambiente mágico con un cierto halo de misterio. Casi podemos decir que, cuando los turistas visitan Kyoto, hay consenso al opinar que Pontochō es uno de los lugares más hermosos de la ciudad. Pero hay un detalle más que convierte a este enclave en algo único: Pontochō es el hogar de las populares geishas y maikos, las artistas tradicionales japonesas con sus rostros indescifrables de maquillaje blanco y sus llamativos kimonos de colores.

Cae la noche en la Ciudad del Protocolo
Una izakaya en Pontochō
Así de estrecho y enigmático es el callejón de las geishas

Como espero que este espacio también les sirva para ampliar un poco de conocimiento sobre Japón, les diré que la figura que normalmente asociamos con una geisha (a menudo confundida con torpeza con una mujer que ejerce la prostitución) es en realidad una maiko o, en otras palabras, una aprendiz de geisha que aún no ha perfeccionado del todo sus habilidades para convertirse en esa prestigiosa eminencia de las artes tradicionales. Realmente siempre han existido muy pocas geishas como tales en Japón, porque la geisha se dedica a una profesión llena de refinamiento y sacrificio, una mujer que consagra su vida casi por completo a las artes de la poesía, la danza tradicional, la ceremonia del té o los arreglos florales. Además, la geisha detenta un nivel cultural enorme, porque su finalidad era entretener a los ricos y a gente de alta posición social en diversos espectáculos, por lo que su nivel de conversación exigía que tuviesen unos conocimientos bastante elevados en cualquier materia. Las maikos, estereotipo más habitual, suelen vestir kimonos de seda hechos a mano con estampados más coloristas que la auténtica geisha, pero hay dos pistas importantes que nos pueden ayudar enseguida a establecer la diferencia entre una y otra. La primera de ellas es el cuello del kimono, que en las maikos suele tener algún bordado o dibujo mientras que en las geishas es completamente blanco. La segunda es el kimono interior, a menudo de color rojo en las maikos y en las geishas de color rosa. Cuanto más cerca está una maiko de completar su aprendizaje y de convertirse en geisha, más sobria y discreta es la ornamentación del kimono. A día de hoy, estas mujeres suelen comenzar su educación entre los 15 y los 17 años. En Pontochō tuve el tremendo privilegio de encontrarme de frente con una de estas figuras, espléndida sobre las altísimas cuñas de sus sandalias de madera (no les voy a decir si era un maiko o una geisha, a ver si han estado espabilados con la explicación), y recuerdo el momento como algo muy impactante, sobre todo porque fue un encuentro completamente súbito mientras yo caminaba despreocupado por el callejón y la mujer salía de una de las casitas, que intuyo que debía de ser una de las escuelas de aprendizaje. Tener la oportunidad de ver a una de estas protagonistas tan alusivas de la cultura japonesa es una verdadera rareza (apenas hay unas 70 maikos en toda la ciudad), pues pasan la mayor parte del tiempo en las escuelas y no es habitual verlas paseando en público. Además, su número ha disminuido de forma considerable a consecuencia del negocio de las hostesses, los clubs de chicas de compañía que obviamente tienen que cumplir unos requisitos mucho menos refinados que las geishas a la hora de entretener clientes.

A ver...según la lección, ¿maiko o geisha?

Tras la conmoción del encuentro, compré una cajita de takoyakis en un puesto de comida del callejón y como soy un puñetero zampabollos y me quedé con hambre, entré a una izakaya para seguir comiendo. Allí me decidí a pedir una guarnición de una crujiente tempura de verduras y el famoso sashimi, pescado crudo cortado en taquitos, condimentado con pasta de wasabi y acompañado de un pequeño bol de salsa de soja para sumergir las rodajas. Todo esto con un gran vaso de sake, que en las izakayas se sirve frío y permitiendo que se rebose hasta inundar la bandeja de debajo. 

Al poco tiempo de servirme los platos, entraron en el restaurante dos señores con gafas y look de oficina. Se sientan junto a mí, directos como una flecha, y el que lleva la americana me saluda en un inglés bastante rudimentario, se presenta y me da la mano. Está muy claro que vienen de algún otro local ya con alguna copilla encima y tienen ganas de “hablar con el guiri”. El inglés de ambos es ciertamente horrendo, no les entiendo prácticamente nada, pero eso no es impedimento para que se empiece a crear una situación descojonante a la que se incorporan los camareros. Comprendo enseguida que me he convertido en el centro de atención del bar cuando insisten en enseñarme a comer el sashimi como Dios manda, usando un palillo como un pincel para untar el wasabi en las piezas de pescado y hundiéndolas en el bol con la salsa de soja. Como soy consciente de mi momento mediático, le echo un poco de teatralidad al asunto cuando me meto el pescado teñido de wasabi en la boca y exagero el escozor para intensificar el jolgorio del personal. La camarera casi se mea de risa y corre a ponerme un vaso de agua. Brindamos con sake, nos sacamos fotos, la camarera descojonada en pedacitos, el alcohol va haciendo que el inglés macarrónico de los dos oficinistas se me haga más entendible y acierto a comprender que son ingenieros. También me preguntaron si tenía novia, de una forma tan tosca que la camarera tuvo que hacer el gesto del anillo en el dedo para que les entendiese. Tras la fiesta, me despedí de todos y les prometí que volvería durante estos días. En la barra también había un tío con pinta de norteamericano contemplando la escena con un semblante de superioridad, desde aquí te comentó que si yo de alguna forma tuviera algún poder legislativo en el Estado de Japón, sin duda alguna tu país estaría vetado en todos los ámbitos después de lo de Hiroshima y Nagasaki. A chuparla fuera de aquí, gringos.


Reconozco que nunca fui un gran fanático del pescado crudo, pero también es verdad que nunca lo había comido como Dios manda.

Ahora sí, visiblemente cansado cogí un taxi cerca del río Kamo-gawa y volví al hotel. Allí no tardé en pasar a mis amigos la foto de extraperlo que saqué a la maiko/geisha (ejem...) y como suelo dormir desnudo, volví a notar la presencia de los arañazos en el cojón derecho que os comenté en Nara. Por motivos obvios que no vienen al caso, sé que no se trata de una ETS, pero aun así busco en mi agenda telefónica a alguien medianamente relacionado con el tema de la Sanidad, ponderando ese valor con el de tener un poco de confianza, así que las dos variables casan con mi amiga Lorena. No recuerdo mucho cómo se desarrolló la conversación, creo que no me aportó ninguna conclusión, pero nos descojonamos y me fui a dormir.



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