22 ene 2018

Sobre trajes, máscaras y disfraces.

Y en tu interior hay una placidez y un lugar en el que puedes refugiarte a cualquier hora y sentirte a gusto, como yo también puedo hacerlo. Poca gente posee este recurso, aunque todos podrían tenerlo” Siddhartha, Hermann Hesse 

Una compañera de trabajo que desempeñaba un puesto conflictivo por la responsabilidad de tener que coordinar grandes grupos de trabajadores que pertenecían a colectivos en riesgo de exclusión social o empleados con perfiles muy problemáticos, siempre contaba que lo primero que hacía cuando se levantaba por las mañanas era acudir al espejo de la habitación, mirar su propio reflejo en el cristal y ponerse “el traje”. Y cuando decía “el traje”, no se refería a un uniforme corporativo para ir trabajar, ni tampoco a una combinación concreta de ropa escogida de su vestuario. Se refería a que envolvía su figura identitaria en una nueva personalidad para poder salir al mundo exterior a bregar con las severidades que la naturaleza de su puesto de trabajo iban a plantearle a lo largo del día. Podemos decir que “se ponía un disfraz”.

He decidido ilustrar la idea que quiero exponer con un ejemplo laboral porque tengo el pensamiento de que el microcosmos de la empresa, como otro gran sistema estructurado de relaciones, extrapola con acierto muchos rasgos del entorno que nos rodea. Porque todos, absolutamente todos los seres humanos sin excepción nos ponemos “trajes”, puesto que es imposible abordar un gran número de situaciones sociales sin modificar con ciertos complementos algunos aspectos de nuestra identidad. En la sociedad moderna, la ropa no es sólo un conjunto de tejidos que nos ayuda a preservarnos de los rigores del clima, también manda señales y pistas sobre esta identidad y sugiere a los demás cómo pensamos.

Pero, ¿qué ocurre cuando las personas utilizan tantos trajes que las peculiaridades que definen una identidad o un estilo comienzan a distorsionarse hasta que ni siquiera el que viste esas prendas es capaz de reconocerse en el espejo con lo que lleva puesto? Como decía, todos nosotros estamos obligados a ponernos diferentes trajes según el contexto y a administrar un vestuario de identidades, pero este ensayo parte de la duda personal de que un gran segmento del público sea verdaderamente feliz con lo que esconde en el guardarropa en una sociedad que no para de presionar para que seamos constantemente de una y otra manera. Las normas culturales empujan y coaccionan no sólo en el ámbito laboral, sino también en una extensa categoría de espacios como la familia, círculos de amistades e incluso el amor. En algunos de estos espacios no tenemos más alternativa que ceder porque son relaciones humanas vinculadas a nuestro sustento diario o nuestra tranquilidad social, pero en otras debemos tener la determinación de defender las particularidades de nuestros atuendos frente a las tendencias acometedoras de algunas modas que en un buen número de casos, serán pasajeras y sólo arrastrarán confusión y desorden al ropero del dormitorio.

La mayoría de las veces, estos trajes con los que nos envolvemos son producto del empeño por adaptarnos a los apetitos internos de los demás. Nuestra familia nos pone trajes, a veces de forma demasiado prematura, cuando aspira a que nos convirtamos en tal cosa o que seamos de tal forma. También hay amistades que nos proyectan hacia hábitos en un principio indeseables (cuántas veces se cumplió el cliché de ese chaval que comenzó a fumar o a consumir drogas por la presión de encajar en el grupo de chicos más influyente del instituto) y también hay amores que convierten a nuestro amigo modélico por sus principios férreos en un cachorrito sumiso y mansurrón atado a una correa de metro y medio y sentenciado al despotismo infinito de un dueño dictatorial. 

La sociedad también juzga nuestro comportamiento existencial y pone trajes a conveniencia castigando de manera más marcada a los estratos y grupos sociales menos privilegiados. Recientemente seguimos el caso de una violación múltiple en una celebración popular de una ciudad española. El tribunal que llevaba el juicio admitió a trámite la investigación de un detective privado contratado por la defensa de los acusados que describía la situación emocional de la víctima en los meses posteriores a la violación. Dicha investigación esgrimía que la víctima no estaba sumida en el episodio traumático característico que suele proceder a este tipo de actos. En otras palabras, estaba demasiado saludable emocionalmente como para haber sido víctima de una violación. Esta noticia me evocó a uno de mis libros favoritos, “L'Étranger” de Albert Camus, donde el protagonista, que ha cometido un asesinato al disparar a un árabe en la playa, acaba siendo procesado no tanto por la naturaleza de su propio crimen, sino por el disgusto del juez de instrucción al comprobar que poco antes del delito, no había llorado en el funeral de su propia madre, no creía en Dios y no respondía con los ritos sociales adecuados para ser considerado una persona sensible. Porque por desgracia, la sociedad nos obliga a cumplir una serie de formulismos en los que si no encajas eres degradado y omitido.

Poco a poco, ya sea por el juicio de esta sociedad o porque cambiamos nuestras ideas en una ávida desesperación por encajar, se van produciendo desajustes en los roles que inicialmente queríamos cumplir hasta perdernos del todo a nosotros mismos. La sociedad que tanto parece valorar los eslóganes de “sé tú mismo” y que tanto empeño pone en vestirnos como “personas especiales” se contradice continuamente imponiendo el cumplimiento de los ritos sociales para que todo el mundo termine siendo tan vacío, gris y homogéneo como un paisaje urbano del centro de Pyongyang. 

Ni siquiera las relaciones amorosas se salvan del carnaval de máscaras venecianas, trajes y disfraces que establecen nuestras vidas. A título personal, el momento más detestable del ciclo vital de una relación me parece el comienzo. Es en este punto donde la trampa del juego romántico más se articula para vender a nuestro amante que somos de tal forma, adoramos tal género de cine, nos gusta coleccionar figuritas de fondant (¡qué casualidad, a mí también, somos tan parecidos!) y nos presentamos como personas incondicionalmente fieles. En definitiva, un cúmulo de intenciones borrosas y verdades a medias que solamente la buena óptica del tiempo y el ojo sensato se encargan de destapar. En mi humilde opinión, la miseria superficial generalizada en la mayor parte de las relaciones amorosas de hoy en día tienen su raíz en la sensación de estar encerrado en una dinámica replicante donde ninguna de las partes puede sentirse especial al estar sometida a una crónica pre-narrada donde hay que decir “te quiero” en los instantes señalizados, ponernos los trajes correctos de acuerdo a la situación y marchar a vivir juntos cuando “es lo que toca”. Todo reducido a un afán imitativo de lo románticamente instaurado, compromisos vacíos que sólo pretenden seguir la estela de lo que la sociedad ha decretado como idilio mediante difusión cultural y que, cuando termina, este afán imitativo vuelve a replicarse buscando en otra persona, en la siguiente y en la siguiente lo que no nos resultó valioso de la anterior. Y en este vuelta a empezar, las dos partes de la relación futura vuelven a cortejarse desde la escuálida fruición de la novedad, poniéndose nuevos trajes que al final convierten a nuestro compañero de uno de los sentimientos universales teóricamente más hermosos, que debería tener la libertad como uno de sus ingredientes intrínsecos, en un simple actor más de nuestra vida al vestirle con los atuendos que más nos favorecen para que se adapten mejor al attrezzo de nuestro decorado emocional. 

Nuestra confluencia con el día a día también está dominada por trajes, máscaras y apariencias. La vida psíquica de muchos de nosotros no es más que la bisutería de moda sugerida por las ideas comunes de otras personas. El problema es que la cantidad de trajes, modelos replicantes, accesorios, prendas y vestidos empieza a ser tan grande en nuestro vestuario, que llega un punto en el que no se es capaz de administrar tantos enseres y la imagen que nos devuelve el espejo de nuestra cómoda es la de un rostro que ya ni reconocemos. Y por eso el sufrimiento individual de nuestra era es inmenso, porque nuestros padres empiezan vistiéndonos, la sociedad nos sugiere sus tendencias, determinados círculos requieren su indumentaria, nuestra pareja “nos regala” la ropa que ella desea que nos pongamos y el mundo nos juzga por llevar la falda demasiado corta. La misma sociedad low cost que dice valorar lo especial y lo auténtico, pero que luego se agolpa histérica en los estantes de un Primark a revolver con las manos las mismas prendas que se verán redundantemente por las calles durante todo el tiempo que duren sin encogerse o hasta que los sucesivos lavados acaben por desteñir su color. Hasta el tonto con el sombrero de luces LED que hay en cada fiesta y que está creyéndose único por la excentricidad de su porte, no está exento de su revestimiento fingido y es otra muestra de la insistencia y obsesión personal de afrontar el mundo creando identidades falsas.

Pero lo común a estas categorías de espacios como el trabajo, la familia, círculos de amistades o el amor es que en todas se nos penaliza de una forma u otra cuando decidimos saltarnos las normas, ya sea poniendo en riesgo nuestra continuidad laboral, rompiendo vínculos con un ser querido, excluyéndonos de algún grupo o teniendo dolorosas discusiones con los que más queremos. La responsabilidad de averiguar si nos merece la pena cumplir estas normas a cambio de apostatar contra nuestros códigos interiores es inequívocamente nuestra. El Siddhartha de Hermann Hesse enunciaba que la mayor parte de las personas son como hojas que caen y revolotean indecisas antes de caer al suelo. Unos pocos son como los astros: siguen una ruta fija, ningún viento las alcanza y llevan en su interior su propia ley y trayectoria. Con los trajes y vestiduras sociales queremos respetar el régimen de una ley común que demasiadas veces es ferozmente injusta, traicionamos lo nuestro y aleteamos sin rumbo por un catálogo de roles que nunca estuvimos interesados en ejecutar. Los contratos más lamentables con los que bregué se acicalaban entre los apretones de manos más grandilocuentes y pomposos. Las pretensiones más autoritarias que vi se engalanaban con las sonrisas más tiernas y candorosas. Entre tanto accesorio de imitación y marca blanca asiática, es difícil vestirse con la distinción del que se escucha a sí mismo y lleva por dentro su propia ley. Nuestro Yo desnaturalizado vaga sin rumbo como un huérfano famélico correteando por las caóticas callejuelas de Mumbai. Por respeto a nuestra propia estima es un deber escucharlo, distinguirlo y defenderlo de las voces ajenas, las sonrisas de plástico y los mecanismos manipuladores. La importancia de estar a gusto con nuestro vestido, sin que este haya sido impuesto por un impulso externo es la clave para refugiarnos en calma dentro de nosotros mismos y encontrar una felicidad más auténtica, respetuosa con nuestros códigos y sincera con los demás. A veces es necesario hacer un alto en el camino para escuchar a nuestro corazón, aunque a veces lata triste y solitario. Detenernos durante un rato bajo la higuera y preguntarnos si seguimos siendo astros en órbita o, por el contrario, estamos siendo hojas desprendiéndose de las ramas zarandeadas al capricho de las corrientes de aire.







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