25 nov 2017

Mi viaje a Japón (IV): Nara

Ya lo sé, ya lo sé...he dejado de escribir el diario de viaje, han ido pasando los meses, he hecho incluso otros cuantos viajes y aún no llevo ni una cuarta parte de lo que ha sido mi expedición oriental. Podría refugiarme en excusas, pero no estaría siendo sincero conmigo mismo y estaría contrariando mis principios. Detesto dejar las cosas a la mitad porque me parece un vicio propio de mentes flácidas y caprichosas, así que no puedo permitir que la holgazanería de la que ya advertí en la primera entrada de estos relatos expedicionarios se adueñe de mi credo personal.

Recapitulando, habíamos dicho que hoy visitaríamos Nara, la primera capital permanente de Japón desde el año 710 al 794. Fue aquí donde floreció el budismo japonés, por lo que estamos ante una ciudad con un importantísimo componente histórico. Seguramente os preguntaréis qué significa eso de “capital permanente”, y si no, me la remama porque lo voy a explicar de todas formas. En Japón, cada vez que moría un emperador la capital se trasladaba a otra ubicación debido a las connotaciones del sintoísmo. En esta antigua religión tan cargada de simbología, se decía que la muerte “contaminaba” un lugar, y se relacionaba íntimamente la regencia de un emperador con el nacimiento y desarrollo de una nueva ciudad. Fue durante el Periodo Nara cuando la literatura japonesa vivió una de sus etapas más sobresalientes, y la política, el arte y las leyes se inspiraron en la esplendorosa dinastía Tang de China para dar forma a una etapa llena de grandeza dentro de la historia de Japón.

Después de meteros en el contexto histórico, vuelvo a Osaka, más que nada porque voy a coger el tren hacia Nara y quiero contar todo desde el principio. Resulta que el hotel incluye traslado gratuito hasta la estación de Osaka en Umeda. Este es el distrito de negocios de Osaka y tiene algunos rascacielos y edificios alucinantes como el Umeda Sky Building (que son dos torres simétricas de 173 metros de altura con un observatorio en la cima parecido al de Abenos Harukas) o el Gate Tower Building, un auténtico ejemplo de psicopatía arquitectónica porque se trata de un edificio literalmente atravesado por una autopista en sus plantas 5, 6 y 7. Resulta que en Japón, las leyes de ordenación urbanística permiten construir carreteras y edificios dentro del mismo espacio.

Umeda Sky Building

No pude sacar una foto demasiado buena, pero es el Gate Tower Building con la autopista atravesando los pisos 5, 6 y 7



 Tardo unos 25 minutos en llegar en el bus hasta la estación. Como dato curioso, vi que dentro de la misma terminal había unas oficinas de Konami (con el apelativo de Sports Club), la grandiosa compañía de videojuegos madre de Castlevania, Metal Gear o Pro Evolution Soccer. En la estación principal de Osaka sí que me perdí. Es lo que pasa cuando te crees Takeshi Kitano pero a fin de cuentas no llevas ni 3 días en Japón, que te confías y te metes en un par de trenes que pueden acabar perfectamente en un abrevadero de yodo radioactivo en las afueras de Fukushima. Como siempre, preguntando a los japoneses encaucé de nuevo mi ruta e incluso un empleado de las estaciones me devolvió una parte de la tarifa que había pagado puesto que, sin darme cuenta, había terminado utilizando los trenes de una línea más económica. Una vez más honradez y decencia.

Aquí estoy. Esperando un tren junto a todos estos japos hacia...¿Fukushima?


Llego a Nara en algo menos de una hora. Me doy cuenta nada más llegar de que se trata de una ciudad muchísimo menos cosmopolita que Osaka, con un trazado en cuadrícula inspirado en las ciudades de la dinastía Tang de la que hablaba en el primer párrafo y que puedo llegar caminando a prácticamente cualquier sitio. No tardo ni 10 minutos en alcanzar el hotel desde la estación, pero la recepcionista me dice que mi habitación no estará lista hasta las 13:00, por lo que dejo mi equipaje en consigna y empiezo mi excursión.

La calle principal tiene un par de hoteles y múltiples establecimientos a ambos lados, decido entrar en una pequeña tienda de té donde una señora encantadora me orienta sobre las diferentes categorías japonesas en un inglés tosco pero efectivo. Compré algunas variedades de matcha, y acabé cayendo tan bien a la señora que me regaló una bolsa de té adicional y salí de la tienda con una sonrisa irreprimible y esa mujer despidiéndome varias veces en castellano. Estos episodios de afectuosidad por el simple hecho de ser español se dieron en múltiples ocasiones durante este viaje, por lo que si sigues pensando que los españoles desde fuera somos vistos como paletos o ignorantes, estás rematadamente equivocado.

Continúo caminando en línea recta hasta mi primer objetivo, el complejo de templos budistas del Kōfuku-ji, construido por los Fujiwara, que fue el clan familiar más poderoso de Japón durante el Periodo Nara. Lamentablemente, el recinto es tan grande y tiene tantas cosas que no soy capaz de de identificar todas las construcciones, así que me centro en comentar el templo principal con su hermosa pagoda budista de cinco pisos. Con sus 50,1 metros de altura es la segunda pagoda más alta del país detrás de la pagoda del templo de To-ji en Kyoto con 54,8 metros. Justo al lado de la pagoda está el llamado Tesoro Nacional, un pequeño museo con objetos antiguos y diferentes estatuas budistas pero en el que no estaba permitido sacar fotos.

Entramos en territorio budista

Un temizuya, fuentes de agua para purificarse con unos pequeños cazos antes de entrar en los santuarios. Primero la mano izquierda, luego la derecha y, por último, la boca bebiendo desde la palma.


 Kōfuku-ji

Tesoro Nacional, junto a la pagoda de cinco pisos



Después del Kōfuku-ji, mi siguiente objetivo es el templo Tōdai-ji, el principal centro de culto de los templos japoneses cuando Nara poseía la capitalidad del país. Aunque no está a una distancia demasiado grande dentro del monstruoso Parque Nara, me lo tomo con calma para llegar porque el recinto está lleno de críos de escuelas de primaria japonesas con sus uniformes y sus entrañables gorritas amarillas para la seguridad vial, y además empiezo a encontrarme con los primeros ciervos sika, los famosos animales totémicos de Nara que han sido declarados oficialmente como un tesoro nacional y están protegidos por la ley. Su categoría sagrada tiene origen en una antigua leyenda sintoísta según la cual, uno de los cuatro dioses del santurario Kasuga bajó hasta Nara a lomos de un ciervo blanco, por lo que se les considera mensajeros divinos. En el Parque de Nara hay alrededor de 1.200 ciervos sika. Existe una verdadera economía turística en torno a estos animales, porque aparte de ser una atracción para los visitantes de la ciudad, hay una empresa que fabrica galletitas para que los turistas las ofrezcan a los ciervos y puedas hacerte una foto con uno de ellos comiendo de tu mano, subiéndola posteriormente a tus redes sociales y postureando en Japón. Yo había leído bastante sobre el tema, lo suficiente como para saber que los ciervos, aunque inofensivos, son confianzudos y te persiguen buscando en tus bolsillos estas galletitas. Les adjunto la foto del cartel del Parque donde se avisa de que los ciervos, pese a su comportamiento normalmente afable, son después de todo animales salvajes y en algún momento podrían morder, embestir o dar patadas. En un determinado momento tuve que sentarme para buscar el cargador externo del móvil y uno de estos pequeños 'bambis' vino por detrás y metió su cabeza dentro de mi mochila ante las risas de los allí presentes. 



¡ATRÁS, MALDITO!
 
 
El Parque Nara es precioso. Un terreno de más de 600 hectáreas al pie del Monte Mikasa (sí, como el balón de fútbol sala que nos rompía los tobillos cada vez que lo chutábamos) que forma parte del recorrido turístico de los principales templos de la ciudad. Charcas, jardines de té, cerezos, arbustos, árboles únicos en el mundo y todo tipo de maravillas botánicas hacen que una excursión por este lugar sea uno de los recuerdos más hermosos que puedes llevarte a la tumba. Me senté en un banco a contemplar en silencio el entorno, junto a un anciano japonés que me dio algo de comida para lanzar a las robustas carpas de colores de un estanque. En otra zona del Parque, unos niños de alguna de las decenas de escuelas que campaban por el lugar me entrevistaron para su clase de inglés haciéndome algunas preguntas elementales como “Where are you from?” “How many times have you been to Japan?” o “What is your favorite Japanese food?”, a la que contesté que los takoyakis y les hizo muchísima gracia. Iba a hacerme una foto con ellos, están para comérselos con esos gorritos, pero se ve que los profes saben que los occidentales somos unos posers en Japón y una niña me señaló un cartel que llevaba colgado a la espalda en el que decía “POR FAVOR, NO PUBLIQUES FOTOS MÍAS EN INTERNET”. Me descojoné, les di las gracias y me fui. El humor continuaría más adelante, cuando pude presenciar cómo un cuervo (otro animal muy presente en la mitología japonesa) acechaba a otro grupo de críos que estaban jugando y, en cuanto se despistaron, el pajarraco aprovechó para birlarles la bolsa con la comida. No hay recurso narrativo lo suficientemente cómico como para describir a ese cuervo volando con una bolsa de comida en el pico y los chavales corriendo detrás de él chillando en japonés.




Después de estas anécdotas, llego por fin al templo Tōdai-ji, situado casi en un extremo del Parque. Lo primero que vemos en este templo es la puerta Nandaimon, un pedazo de portón de madera de unos 20 metros que señala el paso de la vida mundana al mundo espiritual. Por hacer un breve repaso de la historia del Tōdai-ji, todo comienza en el año 735 cuando un durísimo brote de viruela procedente de la península de Corea sacude Japón provocando la muerte de miles y miles de personas. Cuando acabó la epidemia en el año 747, el Emperador Shōmu quiso dar las gracias a Buda construyendo una estatua de bronce de Daibutsu (que significa “Gran Buda”) de 16 metros de altura. Esta estatua se quedaría dentro del templo y para su construcción se utilizaron 1.300 toneladas de cobre, estaño y plomo, además de 6 toneladas de oro. Se inaugura en el 752 con la llamada ceremonia de “apertura de ojos”, donde un monje pintó las pupilas en los ojos de la estatua dando simbólicamente vida a la figura del Gran Buda. A partir de entonces, el budismo comienza a tomar un rol fundamental dentro de la sociedad japonesa, con algunos sacerdotes que incluso llegan a amenazar el trono imperial para tener mayor influencia a nivel político, por lo que años más tarde se opta por trasladar la capital desde Nara a Nagaoka-ky con el fin de huir del ascendiente dominio budista. 

Puerta de entrada al Templo

Templo Todai-ji.
 

Las manos del Gran Buda, el cual descansa sobre una gigantesca flor de loto, expresan “nada que temer” y “bienvenidos”. Alrededor de la estatua pueden apreciarse unos budas más pequeños colocados de forma estratégica para que desde el suelo parezca que todos tienen el mismo tamaño pero, aún consultando en internet, no tengo muy claro si representan las diferentes manifestaciones de Buda o se trata de los 16 arhats, un grupo legendario de discípulos budistas que alcanzaron el nirvana y son considerados como el paradigma de la meta espiritual. A lo largo de la historia la estatua sufrió numerosos desastres naturales y guerras, por lo que muchas de sus partes tuvieron que ser reconstruidas. La estatua original estaba revestida de pan de oro y construirla llevó al país prácticamente a la bancarrota.

 
El famoso Daibutsu (Gran Buda) que hace que te sientas minúsculo una vez estás dentro del Templo

Estatua de Nyorin-kannon, bodhisattva de las joyas y la rueda del Dharma. Se escapa de mis conocimientos budistas explicar estos conceptos.

Tamon-ten, uno de los guardianes del Templo, conocido por ser "el Señor que todo lo oye". Vigila el Norte del reino de Buda.

Koumoku-ten, otro guardián que custodia los puntos cardinales del reino de Buda, esta vez el Oeste. Se le conoce como el "Señor de visión ilimitada". El que todo lo ve.

Esta inquietante estatua de madera es Binzuru, arhat conocido por sus poderes curativos y maestro del ocultismo.

Después de visitar al Gran Buda, me dirigo hacia el Kasuga-taisha, un santuario sintoísta envuelto en la espesura del bosque Kasugayama situado al este del Parque Nara. Para llegar hasta allí hay que andar por un camino ligeramente ascendente rodeado de colinas, ciervos sika y algunos restaurantes tradicionales pensados para restablecer las energías del viajero cansado. Momento perfecto para reposar las piernas, entro en un espacioso local, mitad tienda de souvenirs, mitad restaurante y me atiende una entrañable anciana a la que pido una sopa de miso y un cuenco de oyako donburi (básicamente un bol de arroz con pollo y huevo duro). Me sirvo también un poco de té frío, cargo un poco más la batería de mi teléfono, le doy las gracias a la señora por la comida y continúo con la excursión. Ahora el camino desciende para introducirse en el bosque y a continuación vuelve a ascender hasta que veo las primeras lámparas de piedra que anuncian la proximidad del Santuario. 







¿Qué es el Kasuga-taisha? Pues se trata de uno de los santuarios sintoístas más antiguos de Japón, construido en el año 768 por el clan Fujiwara y consagrado a los cuatro dioses shinto más importantes del país, así como a los ancestros de la familia Fujiwara. El Santuario se compone de unas 30 edificaciones, pero lo sustancioso está en el bloque principal, con aproximadamente 300 linternas de bronce que cuelgan por todas las partes del templo formando avenidas de luces que son encendidas durante el Festival de las Linternas a principios de febrero y a mediados de agosto. Una de las salas del interior del templo permanece totalmente a oscuras con las linternas encendidas colgando del techo, por lo que la imagen es de esas que se quedan grabadas en la retina, y hoy ya llevo unas cuantas.







Después de la visita al Santuario, vuelvo a bajar caminando hasta el Parque y me dispongo a regresar a la ciudad, que está como a unos 2,5 kilómetros de distancia que ni siquiera me pesan a estas alturas porque tengo la certeza de haber hecho uno de los paseos más bonitos de toda mi vida. Son alrededor de las 5 de la tarde cuando vuelvo al hotel, ahora hay otra recepcionista que me devuelve el equipaje de la consigna, me da algo de material de aseo y las llaves de la habitación. Recordaré siempre a esta chica porque hablaba muy bien inglés, pero también porque tenía una voz como de roedor que me parecía demasiado graciosa. Una vez estoy dentro de la habitación (japonesadamente impecable aunque minúscula, esta vez nada de lujos como en Osaka) me doy una buena ducha y me doy cuenta de que tengo el cojón derecho con una especie de arañazos (si pensaban que este iba a ser el clásico diario de viaje a país oriental donde se narra la típica experiencia en la que aprendes muchísimo de la humildad de la gente y blabla, se equivocaron). En principio no me preocupo y me echo una siesta en pelotas.

Se me va un poco la mano con el sueño y cuando despierto ya ha anochecido y son como las 21:30. Mi estómago comienza a protestar y me visto con perspectivas de salir a cenar en algún restaurante cercano (el rasguño de mis huevos parece haber mejorado ligeramente). Ya en el exterior, estoy deambulando por la zona durante un rato para ver qué se cuece en Nara cuando cae el sol. Al igual que en Osaka, en ningún momento hay sensación de inseguridad en la calle, me pongo a pasear por un laberinto de callejones oscuros sin encontrarme mayor incidencia que una araña enorme en una pared y a una pareja acaramelada dándose el filete en un banco junto al lago. Al cabo de un rato doy media vuelta porque mi estómago está ya indignado y porque, francamente, hay tan poquita iluminación que ni siquiera hay opciones para sacar buenas fotos o enterarte de por dónde vas andando. Ya son las 11 de la noche y la mayor parte de los bares y restaurantes han cerrado. Este problema, habitual cuando tienes enraizadas las costumbres occidentales, me ocurrió muchísimas veces en Japón y no tenía más remedio que acudir al supermercado para aprovisionarme y acabar cenando dentro de la habitación de mi hotel. Y es que para mi sorpresa, aquí es bastante complicado encontrar establecimientos de hostelería trabajando después de las 22:00. Me viene a la mente el mismo sector en España, en el cual un cocinero puede estar perfectamente a las 4 de la mañana con una merluza en el horno y hacer una jornada de 20 horas seguidas. ¿Seguro que no somos nosotros los que trabajamos “como chinos”? 

Intento entrar en un restaurante súper chulo al que se accedía pasando un larguísimo pasillo, pero cuando llego a la altura del recibidor, una japonesa me echa de allí amablemente y me indica que la cocina ya está cerrada. Tras un rato vagabundeando de un lado a otro, me meto en una izakaya especializada en ramen, con dos chavales detrás de la barra y un grupito de muchachos japoneses terminando de cenar en una de las mesas. Aquí también estoy sobre la bocina, pero uno de los chavales me pasa el menú y pido unos noodles con huevo duro, carne, verdura y maíz dulce. Me los sirven junto a una salsa aparte y un vaso con un brebaje transparente lleno de piedritas de hielo. Le pregunto al chico qué es ese líquido y me responde que simplemente es agua, incapaz de esconder en el rostro una expresión de “estos gaijin cada día son más subnormales”. Nos empezamos a descojonar los dos a la vez. En cuanto a los noodles, me cuesta una auténtica BARBARIDAD comérmelos con los palillos, y eso que tengo un manejo más que decente de ellos, pero estos fideos son los más alargados y gruesos que he comido en mi vida, y exigen una destreza considerable a la hora de enrrollarlos y conducirlos a la boca sin que se escurran. Estoy convencido de que los dos chavales se están partiendo la caja de risa, por lo que mantengo la barbilla encajada en el cuenco con la mirada fija en el interior y sorbo los fideos como un condenado, ya que aquí no es de mala educación y se considera un elogio hacia el cocinero.

Esta araña fue el incidente más peligroso que tuve en Japón

Este restaurante parecía prometedor con un pasillo tan chulo, pero me echaron.

El equipo de la ciudad de Nara. Esos colores corporativos me recuerdan al Barc..

Finalmente cené aquí. Y ese de ahí es el camarero que se quedó atónito cuando le pregunté qué era lo que me servía en un simple vaso de agua con hielo.

Los escurridizos fideos están debajo de ese nido de carne y verdura.



Cuando termino de cenar, me compro una tarrina de Häagen-Dazs de té verde en una convenience store como postre y me retiro a mis aposentos.

Por la mañana, me levanto a primerísima hora porque antes de partir hacia Kyoto quiero dedicar unas horas a pasear por el barrio de Naramachi, la antigua zona comercial de Nara durante el siglo XV. Caminar por Naramachi es precioso porque se respira la atmósfera del Japón más folclórico por unas callejuelas estrechas flanqueadas por casas construidas al estilo arquitectónico tradicional japonés, cafeterías, museos y edificios históricos. Todavía es demasiado temprano y muchos de estos lugares están cerrados, tenía intención de visitar el templo budista de Gangō-ji y la tienda de Imanishi Seibei Shoten, una de las tiendas de venta de sake más antiguas del país, pero tendrá que ser en otra ocasión.







Regreso al hotel, me repongo con un desayuno occidental, preparo la maleta y me dirijo hacia la estación JR de Nara para coger el tren hacia Kyoto. 


¿Radio Nara?
 

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