29 jun 2017

Mi viaje a Japón (I)

Que esté pasando tanto tiempo sin escribir por aquí es muy buen síntoma porque significa no tengo preocupaciones demasiado destructivas patrullando por mi cabeza. De hecho, es la primera vez que ME OBLIGO a escribir una entrada (o más bien lo que será una serie de entradas) con la finalidad de poseer una lectura de rememoración del mejor viaje que he hecho y haré jamás. La escribo casi un mes más tarde de haber regresado del lugar que siempre quise visitar desde que era un retaco: Japón. Esta tardanza en trasladar a un papel virtual mis aventuras y desventuras por el país del Sol Naciente se debe únicamente a mi holgazanería, pero por suerte todavía tengo una disciplinada voz interior que me reprende algunas veces, la cual ya me estaba increpando que si no hacía pronto un diario de este viaje, muchas de las anécdotas que viví se irían pronto al pozo del olvido. 

Así que tras varios años planeando este viaje, que por una causa u otra nunca salía, decidí dejarme de titubeos y compré los billetes de avión. Lo hice prescindiendo de los abusivos circuitos programados que me ofrecían las agencias y planteándolo como el reto de preparar por mi cuenta un viaje impresionante y no exento de su complejidad organizativa. El viaje tenía varios propósitos personales: en primer lugar, por supuesto, la complacencia de haber cumplido un sueño de la infancia, pero también comprobar hasta qué punto podía planificarme y gestionarme de manera autónoma cuando gran parte de mi entorno cercano siempre me ha puesto una etiqueta de persona desordenada y desastrosa. Recuerdo incluso algún comentario punzante de mal gusto en mi propia familia por querer irme a Japón “cuando fuese mayor”. Les diré que existen pocas satisfacciones más grandes que mirar a la cara a todos aquellos que han dudado de ti y lanzarles el mensaje de “si quiero algo, lo cojo”. Pasé horas frente a la pantalla del ordenador leyendo, buscando información y documentándome sobre qué hacer y cómo moverme en Japón, incluso elaboré mi propia guía en PDF, pero también hay un trabajo previo a este viaje que consistió en encontrar el momento para realizarlo con cierta holgura económica y no tener que ir como el puñetero Oliver Twist comiendo fideos del 7-Eleven y durmiendo en hoteles cápsulas de 1x1. 

Hasta tres aviones distintos tuve que coger para plantarme en Osaka, la primera ciudad que había elegido para mi periplo. En Madrid, cené junto a mi encantadora amiga Elena y estuvimos comentando varias curiosidades sobre la peculiar idiosincrasia japonesa, entre ellas el marcado clasismo de las estructuras laborales. Una camarera pelirroja nos preparó un revuelto y un plato de champiñones empanados del tamaño de Groenlandia. Sé que no hay gran relevancia en este acontecimiento, pero siempre es una buena idea mencionar a mi encantadora amiga Elena. Al día siguiente volaba a Dubái, y temía que, como siempre, me tocase algún bebé hijo de la gran puta al lado en un trayecto de más de 7 horas de duración. Afortunadamente, me senté junto a un chico taiwanés y la que supuse que era su madre. El chaval ya había estado en Japón y cuando le dije que mi primer destino era Osaka, me adelantó que esa ciudad en concreto me iba a encantar. Me entretuve viendo dos películas en las pantallas individuales del gigantesco Airbus A380 de Emirates: “El jardín de las palabras” y “El Indomable Will Hunting”. Aterricé en el aeropuerto de Dubái visiblemente cansado tras casi 7 horas de vuelo, pero cuando localicé la puerta de embarque con mi conexión a Osaka y tomé un asiento rodeado de japoneses, muchos de ellos con rostros tan cansados como el mío, sentí una felicidad especial, una felicidad añeja, que no recordaba vivir desde que era un crío y esperaba inquieto la mágica llegada de los Reyes Magos.

El avión despegó puntual desde el lujoso aeropuerto del golfo Pérsico (me impresionó su tamaño, pero no demasiado sus instalaciones) y al cabo de un rato las bellísimas azafatas de Emirates repartieron entre los pasajeros unos papelitos rectangulares donde debía escribir, entre otras cosas, mis datos personales habituales como nombre y apellidos, si llevo más de cierta cantidad de yenes, mi ocupación laboral en España o si he cometido algún delito. Sabía que en algún momento del vuelo iba a tener que rellenar este formulario, sin embargo, olvidé llevar encima un bolígrafo y tuve que pedírselo a una japonesa que estaba sentada cerca y que me cedió con extraordinaria amabilidad. Todavía me quedaban más de 9 horas de vuelo para llegar a Osaka. 

La única anécdota reseñable durante este trayecto fue que no había pasajeros en mis asientos contiguos y pude dormir gran parte de este larguísimo trayecto estirado en ellos como si fuese un perro al sol. Además, no sé si en algún momento mis rasgos empezaron a llamar la atención entre tanto oriental, pero una azafata japonesa en cuya identificación leí el nombre de “Hitomi” se acercó a mí y con una timidez que en aquel momento me pareció escandalosamente sexy articuló en inglés “excuse me, sir...may I ask you where are you from?”. Creo que con eso ya tengo para aguantar sentimentalmente hasta el 2.023. 

Bien, por fin aterrizo en el Aeropuerto Internacional de Kansai, un monstruo situado en dos islas artificiales en mitad de la bahía de Osaka. El coste total de este aeropuerto fue de 20 billones de dólares, incluyendo la construcción de las islas, las dos pistas (una en cada isla), la terminal y las instalaciones. Sí, podemos decir que el aeropuerto de Osaka está flotando en el mar. En este insólito emplazamiento tuve que hacer una cola burocrática de más de una hora, porque nada más pisar suelo japonés, si eres un turista te conducen a una zona denominada “Cuarentena” (sí, como si fueras un enfermo de tuberculosis) donde toman las huellas dactilares de tus dos índices y sacan una foto de tu cara. Además de estos datos biométricos, debes indicar a los agentes de inmigración dónde vas a hospedarte y qué vas a hacer allí. No voy a entrar en discusiones sobre racismo en un texto como este, pero sí les avanzaré que, tras ver cómo funciona el país, me parecieron unas medidas muy acertadas no sólo como mecanismo para prevenir amenazas terroristas, sino como forma de desincentivar la delincuencia, que se visite el país con propósitos poco éticos o para contribuir al clima de seguridad que se respira en la práctica totalidad de Japón y del que hablaré más adelante.

Finalmente salí al área de llegadas del aeropuerto, donde una azafata de Emirates (no era Hitomi) ya había rescatado mi maleta de la cinta, y ya sólo faltaba mi paso por la Aduana para poder poner pie en auténtico suelo japonés. Le entregué mi pasaporte al funcionario y al ver que era español me preguntó si había estado alguna vez en la Sagrada Familia. Le dije que sí, que era impresionante (jamás la he visitado por dentro), recogí mi documentación y me fui. Consulté mi PDF y vi que para llegar a mi hotel debía dirigirme a la parada de autobuses número 3 y coger el que salía exactamente a las 19:57. Unos cinco minutos antes, el autobus aparcó junto a la terminal y yo me peleaba con un cajero en japonés para comprar el billete. Una empleada de la compañía de transporte me lo acabó comprando mientras el chófer custodiaba mi equipaje a 10 metros de distancia. Mis primeros arigato gozaimasu del viaje y subí al bus. Mi hotel: Hyatt Regency Osaka, a casi 40 kilómetros de allí y cerca de una hora de trayecto. Mientras me adentraba en la moderna y superpoblada metrópolis osaqueña, me sentí por primera vez el dueño de mi vida y una alegría mastodóntica volvió a sacudirme hasta las entrañas. Creo que si no lloré de felicidad en aquel momento fue porque el aire acondicionado del avión me había secado las glándulas lagrimales.

Por fin llegué al hotel, un imponente rascacielos en la bahía de Osaka. No recuerdo con exactitud en qué planta estaba mi habitación, creo que fue un decimoséptimo piso. Con tan sólo apartar la cortina dormía con las vistas que adjunto a continuación.


Me recreé durante un rato sacando fotos, algunas las mandé a mi familia y amigos y otras las dirigí a quienes mantengo en una relación socialmente forzosa pero que en realidad me caen mal, para que estallasen de rabia y envidia. “Comedme los huevos, hijos de puta”, pensaba mientras le daba a “Enviar”.

Descojonándome con mi propia maldad y tras pasar algunos minutos investigando los mecanismos del retrete japonés (oriné y tardé bastante en averiguar dónde estaba el botón de la cisterna), decidí darme una larga ducha y bajar a cenar al restaurante del hotel, ya que mi estómago comenzaba a protestar y tampoco tenía muy clara la oferta culinaria de la zona como para ponerme a investigar a esas horas de la noche en un barrio desconocido. Un joven y espigado camarero con traje de etiqueta aguardaba en la entrada del restaurante y me advirtió que la cocina estaba cerrada, pues en Japón lo normal es cenar sobre las 7 de la tarde y, si mal no recuerdo, ya eran casi las 11. Le dije que no había problema, que me dijera algún sitio cercano donde pudiera comer algo. El muchacho me dijo que esperara un momento y cuando regresó me anunció que podía pedir lo que quisiese, sin limite de tiempo, y me condujo educadamente hasta una mesa junto a la ventana. Mientras sonaba una refinada instrumental de jazz, esperé por un contundente cuenco de katsudon que no pude terminar, una sopa de miso y un refrescante té oolong, cuyo sabor me recordó al tradicional té verde occidental pero con unas notas más amargas. Quiero agradecer desde aquí al juego Yakuza 0, el cual empecé a jugar un mes antes del viaje y en el que aparecen múltiples platos de la cocina japonesa que debes consumir para recuperar salud. Si sigues pensando que los videojuegos no aportan cultura ni sirven para nada, debo decirte que estás jodidamente equivocado y que deberías reflexionar sobre qué estás haciendo con tu vida en general.




 
Ya de nuevo en mi habitación, me costó conciliar el sueño aún teniendo un jet lag de ocho horas, no porque mi colchón king size fuese incómodo, sino porque aún no me creía que estuviese allí.

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