Muchos
conoceréis el mito griego de Ícaro, uno de los dos hijos de Dédalo,
talentoso constructor y artesano que, entre otras creaciones, levantó
el laberinto donde el rey Minos de Creta confinaba al Minotauro que
devoró a decenas de hombres y mujeres ofrecidos como sacrificio a
cambio de firmar la paz con el pueblo de Atenas. Tanto Ícaro como su
padre fueron encerrados dentro de este laberinto cuando el rey
Minos, enfurecido, descubrió que Teseo, príncipe de Atenas, había
logrado escapar del mismo derrotando además al Minotauro con sus
propias manos. Dédalo sabía que nunca podría salir de la isla por
mar, atestado de barcos del rey que a buen seguro frustrarían su
huida, por lo que diseñó unas alas hechas con cera de abejas y
plumas de pájaro con las que lograrían salir de Creta volando. Pero
Ícaro pronto desobedeció las instrucciones de su padre de no
aproximarse demasiado al sol, desconozco si por inocente arrogancia o
porque no pudo resistir la atracción de acercarse hasta la
palpitante luz que irradiaba el astro. Antes de darse cuenta, la cera
que mantenía unidas las plumas comenzó a derretirse. Ícaro se
precipitó al vacío con sus alas carbonizadas mientras que Dédalo,
sensato y precavido, logró llegar sano y salvo a Sicilia.
Esta
narración mitográfica lleva largo tiempo bullendo dentro de mi
cabeza a raíz de una impactante pintura de Herbert James Draper,
concretamente “The Lament for Icarus”, de 1898, un cuadro que me
sacudió hasta el tuétano por la fuerza y dureza que pude interpretar en
su mensaje. A partir de aquí, la obra ha ido destilando una especie
de sombra premonitoria de lo que podría estar siendo otra narración,
la de mi vida, aún a falta de comprobar si llego a Sicilia de una
pieza.
Hoy en día vivimos bajo la tiranía de una serie de idealismos líricos que a
veces retuercen de forma casi caricaturesca lo que somos en realidad,
sometiéndonos a un inconformismo embustero que puede hacernos perder
lo que ya atesorábamos, percibiendo el mundo desde una óptica ficticia
y haciéndonos creer, en nuestro egocentrismo natural, que somos
merecedores de cualquier advenimiento de gloria. En nuestra era de las tazas optimistas y los proyectos sociales ascendentes, la
era del emprendedor, la del consumismo desaforado y los caprichos
pantagruélicos, las personas compran boletos de ilusiones que muchas
veces les acaban pasando por encima hasta triturarlas. Porque hoy en
día se comulga con el slogan de adicionar y prosperar, saludable y
provechoso cuando se basa en un perfeccionamiento coherente, pero
catastrófico y autodestructivo cuando nace de una perspectiva
errónea y arraiga desde lo más profundo de nuestra vanidad, en la
era del “compra, compra, compra”, pero no sólo bienes
materiales, sino también aspiraciones triviales que sepultan una
felicidad real que simplemente deberíamos encargarnos de conservar y
proteger.
Las
Tazas Optimistas de hoy en día nos disparan mensajes enérgicos que
nos intentan convencer de nuestras capacidades y nuestra fuerza, sin
embargo, me resulta curioso comprobar que si revisamos fuentes
literarias y artísticas más antiguas, en ellas se expone una
moraleja mucho más comedida que la del ideario sincrónico: en la
Biblia, Dios destruye la Torre de Babel para que los hombres vuelvan
a ser humildes, en el cuadro de Draper, las ninfas se arremolinan
junto a un Ícaro agonizante tras caer desde los cielos por haber
querido equipararse con el Sol, en los poemarios de Ovidio, el
engreído Faetón, hijo de Apolo, también desoye los consejos de su
padre, se empeña en conducir su carruaje y acaba por perder el
control de los caballos hasta que, atemorizado, suelta las riendas y
Júpiter interviene lanzando un rayo que arroja a Faetón al río
Erídano, donde morirá ahogado.
Ni
siquiera yo soy capaz de librarme de esta vanidad infundada: siempre
he pensado, en absolutamente todos los campos, que merezco más de lo
que tengo. Podría entenderse por favorable esta convicción, si no
fuera porque muchas veces lo que tengo ya es indubitablemente bueno,
pero de mi interior emerge una vibración inquieta que me impide
disfrutar lo alcanzado, me impide conservarlo y protegerlo y me
empuja de forma gradual hacia la luminosidad de un nuevo sol
llameante.
Ahora
la sombra de Ícaro ha vuelto a resbalar sobre mi trayectoria, tras
haber rechazado una propuesta con la que podría asegurar buena parte
de mi futuro...para aceptar otra, menos consistente y brumosa, pero
con un rédito enorme si mis alas resisten las llamas. En este
momento me viene a la mente un fragmento de la maravillosa novela “La
insoportable levedad del ser” de Milan Kundera;
“El
hombre nunca puede saber qué debe querer, porque vive sólo una vida
y no tiene modo de compararla con sus vidas precedentes ni de
enmendarla en sus vidas posteriores. No existe posibilidad alguna de
comprobar cuál de las decisiones es la mejor, porque no existe
comparación alguna. El hombre lo vive todo a la primera y sin
preparación. Como si un actor representase su obra sin ningún tipo
de ensayo.”
De forma subrepticia se nos vende la idea de que “lo mejor está por venir” y que lo
próximo va a ser mejor que lo anterior, porque merecemos más y el
conformismo no es una opción. Kundera se inspiraba en el concepto
filosófico del eterno retorno de Nietzsche para conducir buena parte
de su libro y explicaba las nociones de optimismo y pesimismo desde
un escenario hipotético donde todas las personas nacían por
segunda, tercera, cuarta o incluso quinta vez, con todas las
experiencias acumuladas que habían adquirido sucesivamente en sus
vidas anteriores. Para él, optimismo y pesimismo sólo tenían
sentido desde este escenario: optimista sería aquel que cree que en
el planeta número cinco la historia de la humanidad será ya menos
sangrienta, mientras que el pesimista es aquel que no lo cree.
No,
lo mejor no tiene por qué estar por venir. Nunca tendremos una
fuente de experiencias previas suficiente para nutrirnos antes de afrontar los
obstáculos nuevos que se presenten en nuestras vidas. Sin
experiencias ni sabiduría vital, no nos queda otra opción que
perseguir nuestros sueños desde una verdadera voluntad de trabajo y
ejecutando nuestros pasos de la forma más racional posible, sin
dejarnos embelesar por las esperanzas artificiosas de un futuro mejor
caído directamente del cielo o sugestionado por una frase escrita en
la taza donde nos servimos el café. Y si, por casualidades del
destino, resulta que ya estás viviendo en ese futuro mejor, tampoco
tendrás las experiencias previas para saberlo, por lo que todos
deberíamos tener un poco de ese Dédalo precavido a la hora de
elegir alternativas y antes de desechar posibilidades.
Decía
Nietzsche que muchos hombres se precipitan hacia la luz no para ver
mejor, sino para brillar. Yo no quiero que me consuelen las ninfas
porque he caído del cielo persiguiendo sueños fútiles y
arrogantes. Es un alivio pensar que esa ineludible falta de
conocimientos previos nos exime de sentir que fracasamos, pero
también es conveniente entender que el éxito no es una bandeja que
nos espera en la mesa por decreto, y que nuestras alas de cera son
frágiles y pueden derretirse como una vela si nuestros propósitos
se plantean de manera incorrecta, son demasiado egocéntricos o
parten de una imagen desdibujada de lo que creíamos ser.
Ya
he escapado del laberinto del Minotauro, he salido de Creta y estoy
sobrevolando los mares, ¿llegaré sano y salvo a Sicilia?
The Lament for Icarus, Herbert James Draper, 1898
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