2 feb 2017

Lamento por la muerte de Ícaro

Muchos conoceréis el mito griego de Ícaro, uno de los dos hijos de Dédalo, talentoso constructor y artesano que, entre otras creaciones, levantó el laberinto donde el rey Minos de Creta confinaba al Minotauro que devoró a decenas de hombres y mujeres ofrecidos como sacrificio a cambio de firmar la paz con el pueblo de Atenas. Tanto Ícaro como su padre fueron encerrados dentro de este laberinto cuando el rey Minos, enfurecido, descubrió que Teseo, príncipe de Atenas, había logrado escapar del mismo derrotando además al Minotauro con sus propias manos. Dédalo sabía que nunca podría salir de la isla por mar, atestado de barcos del rey que a buen seguro frustrarían su huida, por lo que diseñó unas alas hechas con cera de abejas y plumas de pájaro con las que lograrían salir de Creta volando. Pero Ícaro pronto desobedeció las instrucciones de su padre de no aproximarse demasiado al sol, desconozco si por inocente arrogancia o porque no pudo resistir la atracción de acercarse hasta la palpitante luz que irradiaba el astro. Antes de darse cuenta, la cera que mantenía unidas las plumas comenzó a derretirse. Ícaro se precipitó al vacío con sus alas carbonizadas mientras que Dédalo, sensato y precavido, logró llegar sano y salvo a Sicilia.

Esta narración mitográfica lleva largo tiempo bullendo dentro de mi cabeza a raíz de una impactante pintura de Herbert James Draper, concretamente “The Lament for Icarus”, de 1898, un cuadro que me sacudió hasta el tuétano por la fuerza y dureza que pude interpretar en su mensaje. A partir de aquí, la obra ha ido destilando una especie de sombra premonitoria de lo que podría estar siendo otra narración, la de mi vida, aún a falta de comprobar si llego a Sicilia de una pieza.

Hoy en día vivimos bajo la tiranía de una serie de idealismos líricos que a veces retuercen de forma casi caricaturesca lo que somos en realidad, sometiéndonos a un inconformismo embustero que puede hacernos perder lo que ya atesorábamos, percibiendo el mundo desde una óptica ficticia y haciéndonos creer, en nuestro egocentrismo natural, que somos merecedores de cualquier advenimiento de gloria. En nuestra era de las tazas optimistas y los proyectos sociales ascendentes, la era del emprendedor, la del consumismo desaforado y los caprichos pantagruélicos, las personas compran boletos de ilusiones que muchas veces les acaban pasando por encima hasta triturarlas. Porque hoy en día se comulga con el slogan de adicionar y prosperar, saludable y provechoso cuando se basa en un perfeccionamiento coherente, pero catastrófico y autodestructivo cuando nace de una perspectiva errónea y arraiga desde lo más profundo de nuestra vanidad, en la era del “compra, compra, compra”, pero no sólo bienes materiales, sino también aspiraciones triviales que sepultan una felicidad real que simplemente deberíamos encargarnos de conservar y proteger.

Las Tazas Optimistas de hoy en día nos disparan mensajes enérgicos que nos intentan convencer de nuestras capacidades y nuestra fuerza, sin embargo, me resulta curioso comprobar que si revisamos fuentes literarias y artísticas más antiguas, en ellas se expone una moraleja mucho más comedida que la del ideario sincrónico: en la Biblia, Dios destruye la Torre de Babel para que los hombres vuelvan a ser humildes, en el cuadro de Draper, las ninfas se arremolinan junto a un Ícaro agonizante tras caer desde los cielos por haber querido equipararse con el Sol, en los poemarios de Ovidio, el engreído Faetón, hijo de Apolo, también desoye los consejos de su padre, se empeña en conducir su carruaje y acaba por perder el control de los caballos hasta que, atemorizado, suelta las riendas y Júpiter interviene lanzando un rayo que arroja a Faetón al río Erídano, donde morirá ahogado.

Ni siquiera yo soy capaz de librarme de esta vanidad infundada: siempre he pensado, en absolutamente todos los campos, que merezco más de lo que tengo. Podría entenderse por favorable esta convicción, si no fuera porque muchas veces lo que tengo ya es indubitablemente bueno, pero de mi interior emerge una vibración inquieta que me impide disfrutar lo alcanzado, me impide conservarlo y protegerlo y me empuja de forma gradual hacia la luminosidad de un nuevo sol llameante.

Ahora la sombra de Ícaro ha vuelto a resbalar sobre mi trayectoria, tras haber rechazado una propuesta con la que podría asegurar buena parte de mi futuro...para aceptar otra, menos consistente y brumosa, pero con un rédito enorme si mis alas resisten las llamas. En este momento me viene a la mente un fragmento de la maravillosa novela “La insoportable levedad del ser” de Milan Kundera;

El hombre nunca puede saber qué debe querer, porque vive sólo una vida y no tiene modo de compararla con sus vidas precedentes ni de enmendarla en sus vidas posteriores. No existe posibilidad alguna de comprobar cuál de las decisiones es la mejor, porque no existe comparación alguna. El hombre lo vive todo a la primera y sin preparación. Como si un actor representase su obra sin ningún tipo de ensayo.”

De forma subrepticia se nos vende la idea de que “lo mejor está por venir” y que lo próximo va a ser mejor que lo anterior, porque merecemos más y el conformismo no es una opción. Kundera se inspiraba en el concepto filosófico del eterno retorno de Nietzsche para conducir buena parte de su libro y explicaba las nociones de optimismo y pesimismo desde un escenario hipotético donde todas las personas nacían por segunda, tercera, cuarta o incluso quinta vez, con todas las experiencias acumuladas que habían adquirido sucesivamente en sus vidas anteriores. Para él, optimismo y pesimismo sólo tenían sentido desde este escenario: optimista sería aquel que cree que en el planeta número cinco la historia de la humanidad será ya menos sangrienta, mientras que el pesimista es aquel que no lo cree.

No, lo mejor no tiene por qué estar por venir. Nunca tendremos una fuente de experiencias previas suficiente para nutrirnos antes de afrontar los obstáculos nuevos que se presenten en nuestras vidas. Sin experiencias ni sabiduría vital, no nos queda otra opción que perseguir nuestros sueños desde una verdadera voluntad de trabajo y ejecutando nuestros pasos de la forma más racional posible, sin dejarnos embelesar por las esperanzas artificiosas de un futuro mejor caído directamente del cielo o sugestionado por una frase escrita en la taza donde nos servimos el café. Y si, por casualidades del destino, resulta que ya estás viviendo en ese futuro mejor, tampoco tendrás las experiencias previas para saberlo, por lo que todos deberíamos tener un poco de ese Dédalo precavido a la hora de elegir alternativas y antes de desechar posibilidades.

Decía Nietzsche que muchos hombres se precipitan hacia la luz no para ver mejor, sino para brillar. Yo no quiero que me consuelen las ninfas porque he caído del cielo persiguiendo sueños fútiles y arrogantes. Es un alivio pensar que esa ineludible falta de conocimientos previos nos exime de sentir que fracasamos, pero también es conveniente entender que el éxito no es una bandeja que nos espera en la mesa por decreto, y que nuestras alas de cera son frágiles y pueden derretirse como una vela si nuestros propósitos se plantean de manera incorrecta, son demasiado egocéntricos o parten de una imagen desdibujada de lo que creíamos ser.

Ya he escapado del laberinto del Minotauro, he salido de Creta y estoy sobrevolando los mares, ¿llegaré sano y salvo a Sicilia?

              The Lament for Icarus, Herbert James Draper, 1898

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