18 jul 2016

La dictadura de lo correcto

Una vez leí en algún sitio que la historia de las civilizaciones funciona como esa frase hecha que dice que a veces hay que retroceder dos pasos para poder avanzar uno. Por eso muchas veces han surgido sangrientos conflictos bélicos bajo el yugo de autócratas que recortaban derechos y libertades y que, tras fatigosas batallas, se concluía con una revitalización del sistema de valores de una sociedad determinada hasta incluso evolucionar el statu quo previo al desorden. Estos cambios en la historia muchas veces hay que mirarlos bajo la curvatura de una lupa con un importante cristal de aumento, porque suelen ser más parsimoniosos y graduales de lo que a la paciencia de sus protagonistas les gustaría soportar en un principio. 
 
Este texto no va a sacar ningún tipo de análisis ni conclusión sobre la transformaciones ideológicas de los países a lo largo de la historia, pero sí quiero utilizar el alcance de la frase, al parecer atribuida a Napoleón Bonaparte, para ilustrar de una manera esquemática que actualmente estamos orientados en un punto de retroceso de nuestro ideario, cediendo ante una novedosa estrategia absolutista que a continuación pasaremos a denominar como “la dictadura de lo políticamente correcto”.

El filósofo y sociólogo esloveno Slavoj Žižek fue quien me inspiró a la hora de escribir sobre esta materia en un artículo donde sostiene que la corrección política no es más que una nueva forma de totalitarismo moderno, abordando el término como un tipo de compostura impuesta que esconde una serie de relaciones de poder opresivas. En el artículo pone el ejemplo del padre que usa tácticas de coacción emocional jugando con el sentimiento de culpa para intentar presionar al nieto de que debe mostrar amor y respeto por su abuelo. O lo que es lo mismo; ser políticamente correcto crea un entorno adulterado donde se recuerda constantemente al otro de que debe ser tratado de forma especial. Por consiguiente, sólo podemos sentirnos cómodos con las personas de nuestro propio grupo.

Creo que es evidente que estamos viviendo un melindroso florecimiento de las conductas bienhechoras, un despunte de la “robinhoodmanía” que viene a decirnos a todos lo que es correcto y lo que no, mediante una serie de reglamentos y directrices, la mayoría de ellos con propósitos subrepticios, que únicamente tienen la finalidad de crear el clima de confort adecuado para aquellos que no quieren defenderse solos. Todo me ofende, todo es injurioso y denigrante y debe adaptarse a la moldura que resulte más cómoda para mí. Porque disfrazarse como el débil también es una manera de evitar el choque, de la misma forma que en la naturaleza algunas poblaciones de peces han aprendido a sortear a sus depredadores simplemente haciéndose el muerto.

Estamos retrocediendo. No ya sólo por la aplicación de las últimas leyes aprobadas por el Gobierno que limitan la libertad de expresión, sino por un superávit de ética e integridad moral que nos asalta para condicionar nuestras opiniones y que tengamos miedo a exteriorizarlas por ser socialmente indeseables. Límites al humor negro, macabro, escribir una idea con algún tinte extremista en una red social o incluso expedientar a una enfermera por expresar en su Facebook (que no deja de ser una página personal) su indiferencia por la muerte de un torero. Todo al servicio de los pielfinas, los ultrajados, los de la hipersensibilidad visceral y los que necesitan sentirse protegidos imponiendo el silencio a los que no conciben el mundo de la misma forma que ellos. Porque el defecto de mucha gente es pensar que su escala de valores es única y objetiva, ellos dictan la dicotomía del bien y el mal en un juicio donde no existen los grises ni hay cabida para ponerse en los zapatos del otro y entender que este puede tener derecho a manifestar su rabia, su miedo o una opinión fuera de tono, por muy negativos que sean estos estados afectivos o por muy hiriente que pueda parecer lo expuesto.

Pero qué vamos a decir que no sepamos ya. Vivimos en un mundo hipócrita. La represión y el puritanismo es lo que acaba generando monstruos y los derroches de rectitud al final acaban quedando en evidencia como si barriéramos y escondiéramos la basura bajo la tela de una moqueta (¿acaso no fue durante la estricta moral victoriana cuando surgió entre las sombras la concepción moderna de la pornografía?).

Resulta bastante irónico que las personas presuman siempre de apreciar la sinceridad como actitud, para en la práctica estar bastante menos inclinados a aceptar las opiniones que los demás tienen sobre ellos, aún cuando estas tienen un elevado componente de verdad. A todo el mundo le encanta la sinceridad, queremos en nuestra vida gente sincera, gente “que dice lo que piensa”. Hasta que la sinceridad les alcanza a ellos y no tienen la entereza suficiente para afrontar una crítica o un comentario, necesitan poner un escudo de dramatismo a sus egos y refugiarse en el chantaje emocional para que nadie puedas tocarles la fibra. Es cierto que también existe la sinceridad del daño deliberado, pero aclaro que no es esta a la que me estoy refiriendo en este espacio.

A título personal, el modelo de persona que más admiro es aquel que se atreve a absorber un análisis negativo sobre él mismo para sacar en clave sus desaciertos y aprender a mejorar en todos los campos. El modelo de persona que más detesto es aquel incapaz de reconocer sus lunares y, aunque muchas veces los reconozca, sus ínfulas de grandeza impiden que los demás puedan opinar sobre ellos: soy un imbécil redomado, pero la única persona legitimada para decirlo soy yo mismo. A ti te encanta la sinceridad comercial, la honestidad amena y relativa, pero cuando llega el día en el que tienes que convivir con la sinceridad incontestable, agachas la cabeza y te atenazas al fascismo de las emociones. Una vez más poniendo límites, los cuales siempre marcas tú porque tienes un doctorado en Ciencias de la Integridad.

Es evidente que hemos avanzado en libertades civiles con respecto al Londres victoriano, pero ahora mismo estamos más mirando hacia el siglo XIX que hacia el XXII en cuanto a moralina insulsa se refiere. La sociedad sigue siendo cobarde a todos los niveles, prueba de ello es que en nuestro país todavía no haya una normativa clara para la eutanasia, sigan existiendo personas y grupos políticos defendiendo reformas antediluvianas de la Ley del Aborto o que la prostitución siga siendo un tema tabú cuando algunos informes estiman que 1 de cada 5 hombres admite recurrir a ella (que lo han admitido en dichos estudios, por lo que la cifra real es mucho mayor). No puedo evitar volver al paralelismo con nuestro Londres decimonónico, donde bajo otra dictadura de lo políticamente correcto, se calcula que más de 80.000 prostitutas campaban a sus anchas en una ciudad de apenas 6 millones de habitantes, justamente en la etapa donde más se azuzaba con el discurso de la moralidad doméstica, sin olvidar la gigantesca comunidad homosexual que existía en los bajos fondos, pese a que la sodomía era considerada un delito castigado con la cárcel. Hoy en día las leyes relativas a la privacidad y la orientación sexual se han suavizado, pero no deja de ser llamativo que los best sellers y obras de ficción que más venden en la actualidad tengan altas dosis de sexo y violencia (Cincuenta sombras de Grey, Juego de Tronos), y eso es porque pese a que nos pongamos pajarita y mocasines, seguimos disfrutando con contenidos de temática primitiva que despiertan controversia social en un país donde tienes que compartir mesa con gente que piensa que en la palabra “brazo de gitano” hay un componente racista.

Pero la dictadura de lo correcto también está llena de contradicciones cuanto menos curiosas. Con la misma mano con la que condeno la violencia y el puñetazo a Rajoy, te apoyo un bombardeo en Siria y una intervención militar en Oriente Próximo. Vivimos en la época del “f**k the police”, excepto cuando me ofenden en internet, que enseguida pincho el botón de reportar y cito la cuenta oficial de la Policía, con el artículo 510 del Código Penal bien aprendidito de memoria, por si puedo ensamblar a los que me atacan en un delito de incitación al odio para denunciarlos, ya que la Justicia de este país aún no está lo suficientemente saturada y los jueces tienen tiempo de sobra para dedicarse a estudiar casos donde un desconocido detrás de un avatar me llama “fea”. Luego se manifiestan muy en contra del encarcelamiento de los titiriteros, soy Charlie Hebdo y París si hace falta, pero amurallando lo que me ofende, no sea que la vileza de un comentario ajeno destruya mi autoestima de porcelana y me haga caer en una crisis depresiva.

Los que hayan leído la magnífica novela de George Orwell “1984”, recordarán sin duda que el autor introducía en la historia un departamento de Policía del Pensamiento que se encargaba de detener a los ciudadanos que pudieran sostener cualquier idea que contradijera los intereses del Gobierno. Así pues, esta organización policial no era un simple Cuerpo dedicado a mantener el orden público, sino que también acosaba y hostigaba a los ciudadanos mediante telepantallas y micrófonos instalados en cualquier parte que delataban cualquier desviación ideológica de lo políticamente establecido. La novela fue escrita en 1949, pero sobrecoge la precisión visionaria que tuvo el escritor a la hora de describir un mundo que comienza a parecerse demasiado a lo que estamos viviendo en nuestros días. ¿Acaso no hay una Policía del Pensamiento cuando tienes que retractarte por haberte alegrado de la muerte de un torturador de animales, en aras de evitar una pena de cárcel o perder tu puesto de trabajo? ¿No existe un escrupuloso ojo avizor cuando debes borrar un chiste o una broma de mal gusto que pase de soslayo por los arrabales de lo macabro para no tener consecuencias penales? ¿Quién está etiquetando lo correcto y lo que no? ¿No es mucho más legítimo tener la libertad intelectual de poder contestar a lo ofensivo con otra ofensa, en lugar de prohibir el uso indebido de las palabras para que todos podamos vivir en una armonía artificial? ¿Por qué se quiere poner bozal al odio o la rabia, si son sentimientos naturales en el ser humano que muchas veces son la antesala a la rebeldía y al cambio?

Malas noticias para la Policía del Pensamiento y para los pielfinas: las telepantallas y los micrófonos pueden seguir captando ideas políticamente reprensibles, pero la realidad es que seguirán habiendo miles de personas que, en la reclusión de sus casas, se alegrarán por la muerte de un torero. Se seguirá acudiendo eternamente a los servicios comerciales de las profesionales del relax, y los actos que conciernen a las esferas más primitivas y embrutecidas del hombre continuarán produciéndose aunque tengan que crearse logias de masonería para llamar gordo a un “chico con curvas”. Pueden programar el mundo que les plazca, crear las reglas más severas y la deontología emocional más manipuladora, pero el hombre, aunque no haya nacido en la selva, sólo se humaniza cuando es plenamente libre a un nivel espiritual, cuando se expresa sin sujeciones postizas y declara su amor, su alegría o su tristeza, pero también su furia, su asco y sus impulsos violentos. Las leyes cambian, los códigos éticos mutan, la historia retrocede y avanza, pero las cabezas del Londres victoriano, el Londres de George Orwell y el Londres de hoy siguen siendo las mismas, con todos sus pecados, vergüenzas y flaquezas. Nos hicimos más humanos cuando alcanzamos la evolución neurológica que nos permitió hablar y razonar, y debió de ser un momento de gran belleza cuando el hombre descubrió el fuego o comenzó a fabricar las primeras herramientas, pero aún debió de ser más hermoso y pintoresco el momento en que por primera vez fue capaz de levantar la mirada, miró a su semejante y lo llamó “hijo de la gran puta” por haberle robado un trozo de mamut de la despensa. Ay, señoras y señores, el problema de los límites en este mundo es que precisamente quieren establecerlos las cabezas más limitadas.

Un fuerte abrazo.


 

3 comentarios:

  1. Enhorabuena por el particular Siglo de las Luces que está resucitando la actividad del blog. Pero en estas cuestiones debo discrepar contigo en algunos aspectos.
    Estoy de acuerdo contigo y con Žižek en que vivimos un periodo de absolutismo moral en los que individuos que se creen poco menos que la puerta de comunicación entre la objetividad ética y el resto de mortales, pero hay ciertos matices que, a mi parecer, no son admisibles.
    No tengo dudas de que cuando estudien sociología allá por el siglo XXII, recordarán jocosos nuestra época cuando sepan que existían unos lugares llamadas gimnasios donde la gente iba en coche para hacer deporte, conozcan la tortura animal que supone la tauromaquia o que dejábamos nuestro coche abandonado con las llaves puestas para cazar un pokemon con una aplicación de teléfono móvil en Central Park, igual que ahora miramos nosotros con sorna y jactancia a nuestros antepasados que cagaban en un agujero en la tierra por no disponer aún de inodoros. Y creo (o eso espero) que la superioridad moral que se está fraguando, porque creo que cada vez irá a más, será otro rasgo de nuestro siglo que provocará risas a tutiplén en el futuro.
    Pero también creo que hay ciertas conductas poco convencionales y contranaturales que empiezan a rozar, para mi nivel de conciencia, lo intolerable, y personalmente, me asquean. Me refiero al último antecedente que tenemos en este asunto: Celebrar o no celebrar la muerte de un torero. Me parece bien que un tío que está los cojones de levantarse a las seis de la mañana para traer un sueldo precario de mierda vea las imágenes de la cornada en su casa y aplauda. Me parecería bien incluso que se disfrazara de toro para vivir una experiencia similar a la de aquel programa, “me cambio de familia”. Pero la cosa empieza a rechinarme cuando un maestro (si es que lo es) celebra con arrogancia que incluso estaría dispuesto a declarar orgullosamente que le agrada que mueran toreros (por decirlo de un modo suave). Jamás dejaría a tipejos de esa catadura moral educar a mis hijos, no por estar en contra o a favor del toreo, sino por la capacidad casi genética que debe tener para generar odio y violencia cuando, con el cadáver aún caliente y unos familiares y amigos que tendrán acceso a internet, pone por escrito públicamente sus fiestas particulares organizada alrededor de una muerte. Me interesa un maestro que ponga sobre el tapete los (muchos) argumentos en contra de la tauromaquia y los (pocos) argumentos a favor. Estimular con mensajes de odio cualquier opinión, por fundamentada e inapelable que sea, me parece incompatible con la creación de ciudadanos críticos. Concluyo el tema con esta frase que resume lo que pienso respecto a la muerte de ese torero: Que Víctor Barrio sea el último torero que muera, porque no haya más toreros.

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    1. Igualmente, creo que lo escrito en las redes sociales debe ser regulado, pero siempre DENTRO de las redes sociales. Con esto quiero decir que, primero, todo lo escrito en redes sociales que sea punible, deben quedar en sanciones dentro de las redes sociales (baneos, tiempo de inactividad…). Volviendo al ejemplo del maestro, no veo bien que se le aparte de su profesión, pero también digo que, si me entero de que un maestro de mi sobrino dedica su tiempo a publicar semejantes barbaridades en internet, aunque sea a título personal, no perderé el tiempo a la hora de pedir un traslado de centro inmediato. Segundo, nuestros perfiles en las redes sociales cada vez forman más parte de nuestro currículum, libertad de expresión mientras escribas en un diario que escondas bajo el colchón, en una red social no creo que debiese permitirse enaltecer o denigrar a individuos concretos porque cada vez forman más parte del yo “real”. Pero vuelvo a lo mismo, el día que tenga que seleccionar personal, si por diversos factores no quiero a un taurino en mi empresa y no me compensa con su perfil profesional, prescindiré de él, pero no intentaré censurar su opinión.
      Creo que no existe ninguna especie animal en la que celebren la muerte de un prójimo por tirano o jerárquico que sea respecto a su propia especie, y que haya gente celebrando una muerte a los cuatro vientos, por indigno que sea el ser en cuestión, me aterra. ¿Si mi padre se dedicase al toreo debería consentir que cuatro gilipollas se alegren de la muerte de mi padre porque no debo caer en la trampa de convertirme en un policía moral? Lloverían las denuncias, eso seguro.
      Las redes sociales deben estar sometidas a control jurídico, pero no al control jurídico actual de mazo y castigo. Solo sacaría las sanciones de las redes sociales con trabajos sociales. Si se alegra del terrorismo: convivencia con familiares de víctimas del terrorismo, si se alegra por la muerte de un torero: conocer la forma de vida de aquellos que se ganan la vida con esta actividad… Cárcel y multas económicas me parecen estúpidas. Creo que es la única forma de fomentar el pensamiento crítico y desmotivar el odio entre las dos Españas que existen en este país. Pero insisto, son acciones punibles moralmente, y por tanto subjetivamente. Nunca legalmente. Aún así, creo en la intersubjetividad (unión de subjetividades).

      He focalizado demasiado el asunto en un solo ejemplo, pero creo que es lo más ilustrativo que se me ha ocurrido.

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  2. Bienvenido de nuevo a Long Beach!!

    Me gusta que hayas sido crítico con lo expresado, me obligas a perfilar aún más mi postura: el caso es que muchas estas ideas pueden ser repudiables y puedes estar de acuerdo con ellas o no, pero el problema es que este absolutismo moral es el que mismamente se usa para sancionar dentro de la esfera jurídica. Puede ser frío y es éticamente espinoso celebrar la muerte de un ser humano, pero es comprensible, quizá no justificable, que un afroamericano de Baltimore que ha vivido a diario la represión policial se alegre de que un francotirador acabe con la vida del agente que le ha estado acosando durante años en su propio barrio. Por eso insistí en la presencia de grises a la hora de emplear una moralidad demasiado recta e invito a ponerse en los zapatos de la víctima o el oprimido. Por supuesto que hay profesiones con una deontología propia que deben vigilarse por motivos obvios, sobre todo porque en el caso del profesor que citas, ya podríamos adentrarnos en una práctica de adoctrinamiento. Puedo estar de acuerdo en que no es adecuado que un educador catequice a sus pupilos con ideas violentas o agresivas, pero en el caso de la enfermera, el delito hubiese sido una omisión asistencial del torero herido (cosa que no ocurrió), en ningún caso la aclamación de su muerte dentro de su esfera privada. Y es esto lo que se está castigando y lo que las castas más altas están empezando a utilizar para perpetuar sus privilegios. La excusa de "lo ético" como justificación del castigo. Y es más, te voy a ser puñeteramente retorcido, ¿no crees que convertir el toreo en una vergüenza social y desacreditarlo repetidamente puede ser incluso una forma de evitar que los niños de hoy quieran torturar animales en el día de mañana? Estoy de acuerdo contigo en la apuesta por una educación sana y crítica, no podía ser menos, pero tampoco quiero una Policía del Pensamiento juzgándome por alegrarme de una desgracia ajena, y prefiero vivir en el caos de una libertad donde no se me supone una ameba sin discernimiento que va a salir a la calle a matar prostitutas por jugar al GTA, que estar constreñido en un corsé de valores que han dictado personas que sólo buscan blindar la fragilidad de sus ideas mediante el comodín de "lo moral".

    Un abrazo, me animas a seguir siendo crítico con lo que escribo y a revisar la minuciosidad de mis textos.

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