Me gustaría empezar esta tesis personal con la que he bautizado como “la parábola del gomet”, una bonita historia real acontecida hace ya muchos años. Para el que no sabe lo que es una parábola, pues aparte de un tipo de función matemática que nunca aprendiste a hacer, es una especie de cuento con enfoque educativo que solía contar Jesucristo para ilustrar a la gente sobre algún tipo de mensaje moral. Por supuesto, yo no soy Jesucristo ni nada parecido pero con este relato sí que quiero advertirles sobre lo perjudicial que puede ser a veces contar una trola. Vamos allá.
Como ya he mencionado, esta historia es totalmente real por lo que voy a cambiar los nombres de sus dos protagonistas, ya que uno de ellos sale bastante mal parado. A uno lo llamaré Jorge, que es un nombre muy genérico que siempre utilizo cuando quiero preservar la identidad de alguien. Al otro lo llamaré Armiche, que no es que sea muy genérico pero a todo el mundo le gustaría llamarse así.
La historia comienza en el colegio. Jorge y Armiche eran dos chiquillos normales que cursaban primaria como tantos otros. En realidad no sé muy bien a qué me refiero cuando digo que eran “normales”, porque ese concepto se ha desvirtuado hoy en día. Actualmente lo “normal” para los chiquillos es pasarse el día haciendo el mono con la Wii y viendo Pocoyó o esas mierdas de series que dan ahora, pero eso ya es otra historia. Cuando digo que Jorge y Armiche eran normales, me estoy refiriendo a que eran “normales” para aquella época, es decir, que hacían lo habitual de los chavales de esa edad: jugar a fútbol, a los tazos, reírse del obeso de la clase, etc.
Como los dos van a la misma clase, se conocen perfectamente y hablan a diario. De esta forma, un buen día Jorge le hace una sencilla y a la vez compleja pregunta a Armiche:
Jorge: Oye Armiche, ¿llevas el mismo chándal todos los días?
Armiche: CLARO QUE NO, MUCHACHO, ¿¿QUÉ TE CREES QUE SOY??
J: Ah vale. Perdona, tío.
A: Tssss….
Por supuesto, Jorge está convencido de que Armiche miente. No sabe a ciencia cierta por qué, pero sabe que miente. Quizá porque a veces hay mentiras que pueden olerse a kilómetros. De modo que se le ocurre una brillante idea: al día siguiente, Jorge coge un gomet (ya saben, esos pequeños adhesivos de colores con forma de estrella y otras figuras geométricas) y mientras Armiche está despistado se lo pega en el pantalón como el que no quiere la cosa. A continuación Jorge le da una palmadita en la espalda como que no ha pasado nada. Armiche sonríe tranquilo.
Al siguiente día, Armiche aparece de nuevo con el gomet intacto pegado al pantalón.
“Bueno, no pasa nada, es sólo un día” piensa Jorge.
Pero al siguiente también lleva el puñetero gomet pegado al culo. Y al siguiente. Y al siguiente del siguiente. Y al otro. Y otro más.
Menos mal que lavabas el chándal del colegio, cacho de mentiroso. Menos mal, ¿eh?
Por supuesto, a Armiche nunca se le reveló que había sido pillado con todas las letras, y es que no hay nada más gracioso que un tipo insistiendo en una mentira cuando ya ha sido más que desmantelada. Cada vez que recordamos esta historia en una conversación se me salen las lágrimas de la risa, lo juro.
Queridos amigos y amigas, no digáis mentiras. Porque una de las 32848 cosas malas que tiene soltar una trola es que nunca sabrás realmente hasta qué punto tú se la habrás pegado a tu víctima…y a lo mejor es ella la que te ha pegado un gomet a ti.
Espero que os haya gustado esta parábola. Porque hay mentiras que pueden olerse a kilómetros. Literalmente.
Como ya he mencionado, esta historia es totalmente real por lo que voy a cambiar los nombres de sus dos protagonistas, ya que uno de ellos sale bastante mal parado. A uno lo llamaré Jorge, que es un nombre muy genérico que siempre utilizo cuando quiero preservar la identidad de alguien. Al otro lo llamaré Armiche, que no es que sea muy genérico pero a todo el mundo le gustaría llamarse así.
La historia comienza en el colegio. Jorge y Armiche eran dos chiquillos normales que cursaban primaria como tantos otros. En realidad no sé muy bien a qué me refiero cuando digo que eran “normales”, porque ese concepto se ha desvirtuado hoy en día. Actualmente lo “normal” para los chiquillos es pasarse el día haciendo el mono con la Wii y viendo Pocoyó o esas mierdas de series que dan ahora, pero eso ya es otra historia. Cuando digo que Jorge y Armiche eran normales, me estoy refiriendo a que eran “normales” para aquella época, es decir, que hacían lo habitual de los chavales de esa edad: jugar a fútbol, a los tazos, reírse del obeso de la clase, etc.
Como los dos van a la misma clase, se conocen perfectamente y hablan a diario. De esta forma, un buen día Jorge le hace una sencilla y a la vez compleja pregunta a Armiche:
Jorge: Oye Armiche, ¿llevas el mismo chándal todos los días?
Armiche: CLARO QUE NO, MUCHACHO, ¿¿QUÉ TE CREES QUE SOY??
J: Ah vale. Perdona, tío.
A: Tssss….
Por supuesto, Jorge está convencido de que Armiche miente. No sabe a ciencia cierta por qué, pero sabe que miente. Quizá porque a veces hay mentiras que pueden olerse a kilómetros. De modo que se le ocurre una brillante idea: al día siguiente, Jorge coge un gomet (ya saben, esos pequeños adhesivos de colores con forma de estrella y otras figuras geométricas) y mientras Armiche está despistado se lo pega en el pantalón como el que no quiere la cosa. A continuación Jorge le da una palmadita en la espalda como que no ha pasado nada. Armiche sonríe tranquilo.
Al siguiente día, Armiche aparece de nuevo con el gomet intacto pegado al pantalón.
“Bueno, no pasa nada, es sólo un día” piensa Jorge.
Pero al siguiente también lleva el puñetero gomet pegado al culo. Y al siguiente. Y al siguiente del siguiente. Y al otro. Y otro más.
Menos mal que lavabas el chándal del colegio, cacho de mentiroso. Menos mal, ¿eh?
Por supuesto, a Armiche nunca se le reveló que había sido pillado con todas las letras, y es que no hay nada más gracioso que un tipo insistiendo en una mentira cuando ya ha sido más que desmantelada. Cada vez que recordamos esta historia en una conversación se me salen las lágrimas de la risa, lo juro.
Queridos amigos y amigas, no digáis mentiras. Porque una de las 32848 cosas malas que tiene soltar una trola es que nunca sabrás realmente hasta qué punto tú se la habrás pegado a tu víctima…y a lo mejor es ella la que te ha pegado un gomet a ti.
Espero que os haya gustado esta parábola. Porque hay mentiras que pueden olerse a kilómetros. Literalmente.
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