La verdad es que no me gusta demasiado leer pero de vez en cuando doy con pequeñas joyas literarias que me tocan la patata. Hace poco leí “La mujer que buceó dentro del corazón del mundo”. La historia no es que sea nada del otro jueves: es un relato narrado en primera persona sobre la vida de una chica autista que sólo es verdaderamente feliz cuando se sumerge en el mar. No obstante, leer esta obra me ha llevado a reflexionar sobre un tema en concreto.
Verán, se supone que los autistas viven en una especie de mundo aislado y tienen unas aptitudes comunicativas muy deficientes. Estas personas suelen tener comportamientos repetitivos y enormes dificultades para percibir las emociones de los demás.
Pero a lo que iba: ¿hasta qué punto muchos de nosotros no tenemos un cierto grado de autismo? Un tipo cualquiera puede tener unas habilidades sociales de la ostia, tener unas capacidades lingüísticas muy desarrolladas y, sin embargo, vivir en una burbuja igualmente aislada que la de un verdadero autista.
Lo que quiero decir es que la mayoría de las personas también están arrinconadas en sí mismas, sólo que de otra forma. Sin darnos cuenta, somos prisioneros de muchísimos patrones de conducta: pasamos horas y horas adormecidos con la televisión o el ordenador, somos esclavos de las modas, tenemos hábitos consumistas, etc. Por no hablar de la ingente cantidad de cosas que hacemos por el simple hecho de agradar a los demás. Y otras personas, pese a no reunir necesariamente estas características, viven en bucles rutinarios donde todos los puñeteros días de sus vidas son idénticos entre sí.
El ser humano es aburrido. En líneas generales, también estamos jodidamente predefinidos y tenemos comportamientos previsibles, especialmente los adultos. Los niños en general aún gozan de predisposiciones creativas y a veces me asombro con la visión del mundo tan particular que tienen. Pero pronto empiezan a contaminarse con ideas adultas, normas colectivas y hábitos recurrentes que acaban destruyendo todo eso porque somos educados para soñar con el mismo tipo de felicidad.
Por ejemplo, ¿por qué todo el mundo quiere vivir en un choso de tres plantas, casarse, tener dos hijos y un perro peludo llamado Max? Me cago en mis cojones, hasta yo mismo he sido acosado por esta idea en muchos momentos de mi vida y todavía no sé muy bien por qué. Al final todo el mundo acaba haciendo lo mismo y si se sale un poco del tiesto, acaba encasillado como una especie de tarado sin motivaciones sociales y es objeto de juicios cómodos que frivolizan la personalidad de la gente en una puñetera etiqueta de mierda. Te clasifican en una especie de “autismo”.
Por poner otro ejemplo, subo con el vecino en el ascensor y para romper el clásico silencio incómodo de este tipo de situaciones, el tipo me empieza a hablar del tiempo, cómo no. Para no ser desagradable, le contesto con algún topicazo, yo llego a mi piso y nos despedimos. Reacciono a su comportamiento social estándar con otra pauta social estándar. Pero les diré lo que de verdad me hubiese gustado que pasara: me hubiese encantado que el tipo me saludase y acto seguido, se lanzara al suelo moviendo los brazos e imitando el sonido de una zarigüeya o algún otro animal estúpido. Me hubiese descojonado hasta perder la consciencia, lo juro.
Pero muy rara vez nos sucederá algo así. Evidentemente he puesto un ejemplo extrañísimo que más que nada es una metáfora de lo condicionados que estamos a la hora de encarar la vida cotidiana. Somos tan presos de la sociedad y de factores ambientales como un autista puede serlo de su mundo sin emociones. No digo que debamos vivir sin referencias sociales, pero sí que el simple hecho de ser ciudadanos integrados nos encierra en las mismas mecánicas y con el tiempo perdemos la perspectiva de quiénes éramos cuando no teníamos esas restricciones.
Las personas cuanto más crecen, más conocimientos y experiencias atesoran, pero por otra parte, más se quedan ancladas a la cáscara de una sociedad que margina lo diferente y premia los comportamientos rutinarios y conservadores. Acaban sumergiéndose en el “mar” con la idea de que son verdaderamente felices. Exactamente igual que la chica autista del libro, sólo que esta felicidad sí que era real y no estaba condicionada por nadie. Al ser autista, no tenía ningún tipo de interés en el éxito social ni económico, simplemente hacía las cosas porque le daba la puta gana, y yo me pregunto si quizá ella fue más feliz rodeada tan sólo de criaturas oceánicas de lo que nosotros seremos nunca encerrados en nuestra particular burbuja de rutinas correteando detrás de sueños que no sabemos con certeza si nos colmarán del todo.
Verán, se supone que los autistas viven en una especie de mundo aislado y tienen unas aptitudes comunicativas muy deficientes. Estas personas suelen tener comportamientos repetitivos y enormes dificultades para percibir las emociones de los demás.
Pero a lo que iba: ¿hasta qué punto muchos de nosotros no tenemos un cierto grado de autismo? Un tipo cualquiera puede tener unas habilidades sociales de la ostia, tener unas capacidades lingüísticas muy desarrolladas y, sin embargo, vivir en una burbuja igualmente aislada que la de un verdadero autista.
Lo que quiero decir es que la mayoría de las personas también están arrinconadas en sí mismas, sólo que de otra forma. Sin darnos cuenta, somos prisioneros de muchísimos patrones de conducta: pasamos horas y horas adormecidos con la televisión o el ordenador, somos esclavos de las modas, tenemos hábitos consumistas, etc. Por no hablar de la ingente cantidad de cosas que hacemos por el simple hecho de agradar a los demás. Y otras personas, pese a no reunir necesariamente estas características, viven en bucles rutinarios donde todos los puñeteros días de sus vidas son idénticos entre sí.
El ser humano es aburrido. En líneas generales, también estamos jodidamente predefinidos y tenemos comportamientos previsibles, especialmente los adultos. Los niños en general aún gozan de predisposiciones creativas y a veces me asombro con la visión del mundo tan particular que tienen. Pero pronto empiezan a contaminarse con ideas adultas, normas colectivas y hábitos recurrentes que acaban destruyendo todo eso porque somos educados para soñar con el mismo tipo de felicidad.
Por ejemplo, ¿por qué todo el mundo quiere vivir en un choso de tres plantas, casarse, tener dos hijos y un perro peludo llamado Max? Me cago en mis cojones, hasta yo mismo he sido acosado por esta idea en muchos momentos de mi vida y todavía no sé muy bien por qué. Al final todo el mundo acaba haciendo lo mismo y si se sale un poco del tiesto, acaba encasillado como una especie de tarado sin motivaciones sociales y es objeto de juicios cómodos que frivolizan la personalidad de la gente en una puñetera etiqueta de mierda. Te clasifican en una especie de “autismo”.
Por poner otro ejemplo, subo con el vecino en el ascensor y para romper el clásico silencio incómodo de este tipo de situaciones, el tipo me empieza a hablar del tiempo, cómo no. Para no ser desagradable, le contesto con algún topicazo, yo llego a mi piso y nos despedimos. Reacciono a su comportamiento social estándar con otra pauta social estándar. Pero les diré lo que de verdad me hubiese gustado que pasara: me hubiese encantado que el tipo me saludase y acto seguido, se lanzara al suelo moviendo los brazos e imitando el sonido de una zarigüeya o algún otro animal estúpido. Me hubiese descojonado hasta perder la consciencia, lo juro.
Pero muy rara vez nos sucederá algo así. Evidentemente he puesto un ejemplo extrañísimo que más que nada es una metáfora de lo condicionados que estamos a la hora de encarar la vida cotidiana. Somos tan presos de la sociedad y de factores ambientales como un autista puede serlo de su mundo sin emociones. No digo que debamos vivir sin referencias sociales, pero sí que el simple hecho de ser ciudadanos integrados nos encierra en las mismas mecánicas y con el tiempo perdemos la perspectiva de quiénes éramos cuando no teníamos esas restricciones.
Las personas cuanto más crecen, más conocimientos y experiencias atesoran, pero por otra parte, más se quedan ancladas a la cáscara de una sociedad que margina lo diferente y premia los comportamientos rutinarios y conservadores. Acaban sumergiéndose en el “mar” con la idea de que son verdaderamente felices. Exactamente igual que la chica autista del libro, sólo que esta felicidad sí que era real y no estaba condicionada por nadie. Al ser autista, no tenía ningún tipo de interés en el éxito social ni económico, simplemente hacía las cosas porque le daba la puta gana, y yo me pregunto si quizá ella fue más feliz rodeada tan sólo de criaturas oceánicas de lo que nosotros seremos nunca encerrados en nuestra particular burbuja de rutinas correteando detrás de sueños que no sabemos con certeza si nos colmarán del todo.
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