Una
de las frases más redundantes de nuestra sociedad es aquella de “la
belleza está en el interior”. Con esta expresión se busca
manifestar de forma bienintencionada que el verdadero atractivo de
una persona reside en su forma de ser y en otras características que
se separan de las virtudes puramente externas, alejadas de la
superficialidad de un simple rostro bonito o una fisonomía producto
de una carambola genética favorable. Todos hemos escuchado alguna
vez esta frase, nos la han inculcado y nos la han tratado de
transmitir en numerosas películas y fábulas con intención
pedagógica hasta casi formar parte de un código moral no escrito,
pero...¿qué pasa si os digo que, en la práctica, esta afirmación
indulgente padece demasiadas imprecisiones, esconde una pretensión
populachera que en poco se corresponde a la realidad y, que está
contaminada por esas pinceladas de hipocresía que siempre salpican a
los refinamientos sociales?
Esta
sociedad presupone que una persona físicamente desdichada tiene un
interior del que merece la pena “enamorarse”, porque lo exterior
es simplemente un envoltorio, un embalaje con fecha de caducidad que
algún día deberá dejar paso a virtudes mucho más abstractas. Este
razonamiento es incuestionable, pero debemos detenernos un instante
para matizar algunos puntos que siguen dejando en entredicho la
infalibilidad de la frase con la que he abierto este ensayo.
El
feo como tal, suele ser, en esencia, un individuo amargado,
encarcelado en un cuerpo que no ha escogido y con el que debe
convivir hasta su funeral, donde probablemente incluso tengan que
velarle con el féretro cerrado debido a un rostro desagradable que
nunca tuvo la culpa de padecer. El feo es un ser que, en líneas
generales, no puede ser feliz porque forma parte de una sociedad que
funciona bajo la tiranía de la imagen, permanentemente machacado por
anuncios de supermodelos y sometido a cánones estéticos que nunca
podrá cumplir puesto que las eventualidades genéticas le han
otorgado una cara horrenda. Esta aciaga circunstancia se yuxtapone a
otro pormenor ancestral que diversos estudios científicos ya han
demostrado: el ser humano es, por razones evolutivas, una criatura
envidiosa, un ser mezquino y usurero que necesita poseer y emular lo
que tiene a su alrededor y que, cuando es incapaz de admitir sus
limitaciones, cae en un agujero patológico aún más complejo donde
desarrolla otros sentimientos de naturaleza cicatera.
Así
pues, el feo, posee una vileza que se ha ido alimentando socialmente
a base de rechazos, comparaciones y mofas en una sociedad de espejos
donde está obligado a destacar por otras aptitudes más allá de las
faciales. Ser feo es, la mayoría de las veces, incluso más
irremediable que ser pobre. Por si esta carga no fuera lo
suficientemente pesada, el feo debe asumir también los pecados
intrínsecamente humanos de todo hijo de vecino: la envidia, el
rencor, la hipocresía, etc, lo que converge en la caracterización
de un ser, además de físicamente execrable, completamente ulcerado
por dentro y con una animadversión desproporcionada hacia un mundo
arbitrario que le negó una cara bonita para poder hacer más
llevadera su convivencia en una sociedad superficializada.
Tengo
experiencias con gente fea. Casi todas ellas malas. Puedo decir, sin
temor a equivocarme, que las peores personas con las que me he topado
hasta ahora en mi vida eran más feas que cagar pus. Una vez tuve que
trabajar con una mujer que tenía un estrabismo desmesurado. Gracias
a este problema ocular, poseía una portentosa habilidad para la
astronomía, ya que esta pérdida del paralelismo visual le permitía
contemplar a la misma vez el movimiento diurno del Sol saliendo por
el este y el de la Luna poniéndose por el lado contrario. Desconozco
si esta insólita destreza era una de las principales razones de su
soberbia, pero les juro que sus atroces imperfecciones físicas sí
que eran paralelas a su grado de mezquindad, no sólo por la evidente
distribución anómala de sus ojos, sino también por tener un rostro
totalmente antediluviano para una persona de cuarenta y tantos años,
hasta el punto de preguntarme si fue paisana de Imhotep
en el Antiguo Egipto asistiéndole en sus observaciones astronómicas,
o quizá una vecina de Plutarco en la Grecia clásica.
Más
ejemplos: hace poco una antigua compañera de trabajo, físicamente
agraciada, me comentaba su preocupación porque había llegado a la
empresa una nueva gerente, más fea que el parto de una zarigüeya, y
que se estaba dedicando a realizar una purga de chicas con fisonomía
favorecida, entregándoles la carta de despido para posteriormente
sustituirlas en el puesto por empleadas obesas, petudas y con otras
calamidades físicas. Al parecer, la razón de estos ceses
encadenados no correspondía ni a causas económicas ni a motivos de
bajo rendimiento laboral, por lo que no me cupo ninguna duda de que
detrás de ellos había un fundamento malicioso relacionado con el
complejo psicótico que poseen muchas personas estéticamente
repugnantes, a menudo disfrazados de una alta autoestima
extrínsecamente fingida y ejerciendo un énfasis forzado de su
“belleza interior”. Porque no nos engañemos, una de las
principales herramientas que tiene el feo para sobrevivir es la de
simular un papel casi arrogante, autoritario y déspota con el
prójimo, que oculte el disgusto cotidiano de tener que despertar
todos los días con una cara de mierda y luchar constantemente por
vender a los demás una serie de aptitudes etéreas que en realidad
nadie quiere comprar porque, efectivamente, detrás de ese embalaje
con fecha de caducidad ya hay un trozo de queso mohoso, una ciruela
podrida con larvas de futuros gusanos blancos y alargados.
“La
belleza está en el interior”. Puede ser, pero no siempre en el
interior del feo, de hecho, en muy pocos casos en el interior del feo
(¿acaso era una persona estupenda ese profesor amargado que tuviste
en el colegio y al que todos por rabia bautizaron con un mote
alegórico a su defecto físico principal?). Por eso me niego a tomar
como axioma semejante cursilería de eslogan. Quizá si de verdad las
personas se amasen ellas mismas tal y como son, esa actitud se
plasmaría desde dentro hacia lo epidérmico, siendo crítico con las
propias carencias para subsanarlas o potenciar las virtudes, y no
refugiándose en las frases hechas, en la moral del Walt Disney
más demodé y la intención de convencer a los demás de que hay una
excusa dramática y delicada para cualquiera de nuestros defectos.
Usted es muy feo, caballero. No es su culpa, pero tampoco la nuestra.
Y que decir del tipo que escribio esto, no da la cara ni en su perfil.
ResponderEliminarFin.
Los blogs personales, como indica la propia palabra, suelen ser espacios con una intimidad intrínseca que sirven para verter pensamientos inequívocamente particulares. Está dedicado sobre todo a personas que me conocen personalmente, los escasos 7 u 8 seguidores que poseo, y no a personajes enigmáticos que vienen reclamando identificaciones desde otra firma anónima.
ResponderEliminarSi tu insinuación es que el autor de esta entrada la escribió desde algún tipo de complejo físico o frustración personal, descuida, tengo fotos en otras redes sociales donde escribo cosas socialmente peores.
Fin